sábado, 28 de junio de 2008

Sombras nada más



Leí con fascinación el ensayo de Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra. Lo que el libro plantea es otra manera de mirar al mundo. Según Tanizaki, los objetos brillantes producen a los orientales cierto malestar. Los occidentales utilizan incluso en la mesa, utensilios de plata, de acero, de níquel que pulen hasta sacarles brillo, mientras que a los japoneses les horroriza todo lo que resplandece de esa manera. Les gusta ver cómo se van oscureciendo los objetos de plata, como con el tiempo se ennegrecen del todo.
La sensibilidad oriental prefiere los reflejos profundos, algo velados, al brillo superficial y gélido, es decir, tanto en las piedras naturales como en los materiales artificiales, ese brillo ligeramente alterado que evoca irresistiblemente los efectos del tiempo.
Si de cerámicas se trata, el japonés prefiere las lacas que aparecen en la oscuridad a la luz de una lámpara de aceite. Entonces los dorados de los dibujos de oro molido se destacan de la oscuridad ambiente, reflejan la agitación de la llama de la luminaria y convocan al hombre a la meditación, y ahí está la fascinación de esta luz que se desparrama en delgados hilos sobre los objetos.
Las casas japonesas antiguas son oscuras y, de esa oscuridad, sus habitantes obtenían efectos estéticos.
Una habitación de estas casas no necesita ningún accesorio más que el juego sobre el grado de opacidad de las sombras para ser bella. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
La casa japonesa tiene un alero sobresaliente del tejado. A falta de ladrillos, cristal y cemento para proteger las paredes contra las ráfagas laterales de lluvia, es necesario proyectar un tejado hacia delante de manera que el japonés, que también hubiera preferido una vivienda clara a una oscura, se ha visto obligado a hacer de la necesidad virtud. Pero eso es que lo que generalmente se llama bello no es más que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como los japoneses antiguos, obligados a residir, lo quieran o no, en viviendas oscuras, descubrieron lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos.
La belleza de una habitación japonesa es producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra y no necesita ningún accesorio.
La luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de las viviendas japonesas. Para que la luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda se pinta a propósito las paredes de colores neutros Paredes de luz crepuscular que conservan apenas un último resto de vida.
El toko no ma es un lugar en la sala; es un hueco que se adorna con flores o con un cuadro, pero la función no es decorativa en sí misma, se trata de añadir a la sombra una dimensión en el sentido de la profundidad.
La armonía de la pintura, sin ningún valor en sí misma, queda revalorizada en el toko no ma que reside en lo antiguo del papel, el color de la tinta o las resquebrajaduras del armazón. Se establece entonces un equilibrio entre ese aspecto antiguo y la oscuridad del toko no ma o de la propia habitación.
En le toko no ma, los japoneses han sabido dilucidar los misterios de la sombra y utilizar los juegos de la luz. Sin más medios que la simple madera y las paredes desnudas, se ha dispuesto un espacio recoleto donde los rayos luminosos que consiguen penetrar engendran recovecos vagamente oscuros
Cabría preguntarse dónde reside el misterio? El toko no ma no es sino una magia de la sombra, si expulsamos esas sombras el toko no ma recuperaría su realidad trivial de espacio vacío y desnudo.
En las antiguas residencias, escasamente iluminadas, el oro desempeñaba un papel de reflector. El oro molido o laminado no era un lujo vano, sino que merced a la utilización de sus propiedades reflectantes, contribuía a dar todavía más luz.

domingo, 22 de junio de 2008

Discursos que asombran


En estos últimos tiempos el asombro no me da tregua. Tal vez con una especie de deformación profesional -hace treinta años que enseño en escuelas públicas- y, como muchas veces y a pesar de que creo que la educación es la única acción que salva a una sociedad de la disolución, suelo plantearme si desde que se reestableció la democracia en la Argentina, hemos aprendido algo.
Porque de pronto todo parece haberse trastocado. Los que se dicen democráticos apoyan cacerolazos y cortes de ruta. Los que se decían defensores de los derechos humanos minimizan los increíbles logros que en ese campo hemos conseguido. Los que otrora se decían con sensibilidad social, hoy están del lado de los que luchan por sus exclusivos intereses sectoriales.
No soy peronista, nunca lo he sido, pero prefiero ponerme del lado del pueblo, de los que menos tienen, de los que trabajan por un salario escaso porque, entre otras cosas, yo vivo exclusivamente de un salario estatal.
Los discursos se enrarecen en estos tiempos. A través del estudio del discurso, como lo señala el lingüista Van Dijk, se pueden comprender los recursos de manipulación y de dominación utilizados por las elites, pues estas son las que tienen el control sobre el discurso público. Y en estos tiempos son los medios de comunicación los que ejercen ese control mental. No de otra manera se justifica que gente que no tiene ninguna relación con el campo vea bien que, durante cien días, se ejerza una presión ilegal sobre la población impidiéndole circular libremente, creando el desabastecimiento y provocando una suba desmedida de precios.
Los grupos dominantes saben que para controlar los actos de los otros es necesario controlar sus estructuras mentales. El poder moderno es el que se ejerce por medio del control mental, una manera indirecta de controlar los actos de los otros. Es lo que Gramsci denominó hegemonía.
El poder de los medios de comunicación es simbólico y persuasivo, en el sentido de tener la posibilidad de controlar, en mayor o menor medida, la mente de los lectores y teleespectadores.
En este último tiempo, los medios, y sobre todo la televisión, nos han mostrado lo inadmisible como justo, la violencia de las rastras cruzadas y el fuego en las rutas como legítimos actos de protesta, los totalitarios que gritan desde tribunas improvisadas a la vera de la camino, como héroes cívicos.
En otro lado estamos los que miramos tanto fervor opositor con la misma consternación con que vimos por televisión a la gente agolpándose en la plaza de Mayo para vivar a Galtieri y apoyar una guerra desastrosa, los que decían que Menem era rubio y de ojos celestes porque les permitía ir a hacer compras a Miami, los que miraron para otro lado cuando había que hablar de juicio y castigo a los opresores y torturadores de ayer. Con ese mismo asombro, muchos como yo ven cómo se justifican escraches y cacerolazos a gobernantes elegidos por el pueblo sólo porque están en la misma línea que el gobierno nacional, pero que seguramente adularían si apoyaran sus intereses.
¿Y quiénes protestan y apoyan esta inédita rebelión de los ricos? La clase media, esa clase media empobrecida pero que se identifica con la oligarquía, esa clase media “blanca”, “culta”, “apolítica”, descomprometida que sólo se mira el ombligo y mira para otro lado cuando ve injusticias y nunca fue capaz de jugarse por nada.
No soy una incondicional del gobierno, pero creo que son tiempos para estar alerta, para no dejarse tentar por tantos discursos que nos confunden, para no hacerle el caldo gordo a los que nunca estuvieron del lado de los docentes, de los obreros, de los defensores de los derechos humanos, de los que, en cada puja de poder pierden siempre, irremediablemente

viernes, 20 de junio de 2008

Puesta de sol en mi biblioteca

Una biblioteca personal es un mapa de la vida de su dueño. Libros que se han ido acumulando a lo largo del tiempo, encontrados al azar o en minuciosas búsquedas. Miles de páginas que fueron leídas en horas inciertas. En la mía, cada estante habla de mí como el mejor de los diarios íntimos. Hoy, al repasarla, me quedo en el estante de la infancia. Esperando en vano cualquier intento de relectura, están aquellos primeros ejemplares que mi padre me compraba cuando tenía fiebre, obsequiados para mitigar las horas muertas de las tardes de invierno. La mayoría, de la colección Robin Hood, que publicaba las novelas de Luis May Alcott y que yo devoraba pensando que una vida de sacrificios bien valía un final feliz. En esos estantes donde guardo mi niñez, también están las enciclopedias, las heredadas como el Tesoro de la Juventud y los libros de geografía o de animales y plantas, unos pesados tomos que mi padre compró a un viajante en alguna tarde de la década del sesenta. Aún la recuerdo. Mi padre estaba inclinado sobre la mesa de dibujo trazando líneas sobre un plano y yo juntando los recortes de papel transparente que me servían para calcar los mapas de la escuela. El viajante entró en la oficina envuelto en un sobretodo gris, pesado, que le hacía unos hombros inmensos y abrió una valija llena de libros. Los miré maravillada. Ante mis ojos se desplegaban las imágenes fascinantes de los desiertos africanos con sus camellos y oasis pertenecientes a mundos fatalmente lejanos, insectos de alas luminosas, orquídeas de amarillos rutilantes, calles de Bagdad o de Singapur, enormes serpientes doradas.
Mi padre los hojeó junto conmigo y me dejó elegir dos de entre la pila que iba depositando el viajante sobre el mostrador lleno de papeles, planos y planillas. Una Geografía de Asia, África y Oceanía y El maravilloso mundo de la selva. Discutió un largo rato la forma de pago, pero yo ya no escuchaba. Estaba caminando por las fotografías, leyendo sus epígrafes, soñando que algún día podría viajar para ver esos soles rojizos de las puestas de sol en Mali o en Tanzania, o deslizarme por la blanca estepa siberiana, porque a los siete años pensaba que mi destino iba a ser el de viajera impenitente.
Ahora, mirando mi biblioteca me digo que sí, de verdad he viajado, a tiempos y geografías distantes, aún a ese país en el que todavía mi padre y el viajante de sobretodo gris, discuten el precio de mi pasaje a mundos ignotos.

viernes, 13 de junio de 2008

La literatura en la escuela


La idea de una tierra, una zona, un área, donde pudiéramos refugiarnos los lectores, siempre me ha rondado. No un gueto, ni una construcción exclusiva y excluyente. Sino un lugar para invitar a que se sumen cada vez más y más personas de todas las edades, pero por sobre todo los jóvenes, mis alumnos reales e imaginarios. Juntarnos en un territorio sin fronteras para sentarnos a leer y compartir lecturas. Una utopía, quizá, pero ¿acaso los maestros y profesores no somos seres utópicos que dedicamos nuestros días a pensar un mundo construido de libros y sustentado en conocimientos para hacer una sociedad más amigable, más humana, basada en la tolerancia y la reflexión?
Ese lugar, esa zona de lectura, esa biblioteca inagotable no tiene otro objetivo más que el placer de encontrarse con los mundos de la imaginación, la aventura, las especulaciones filosóficas, la fantasía.
Es acaso la escuela el último reducto en donde la literatura puede darse cita con los niños y jóvenes. Pero esos encuentros suelen ser complicados. La literatura se institucionaliza, se vuelve obligación para la próxima clase, se convierte en nota, en tarea, en deber. No tengo una solución para eso. Sólo creo que cada profesor, en cada situación de clase, debe buscar la manera en que los escritores llamen a la puerta del aula y establezcan un diálogo íntimo, personal con cada alumno. No es tarea fácil, no siempre se logran los resultados que el profesor o el maestro sueñan. Sin embargo, vale el intento.
En ese intento tiene que mediar la pasión que el docente sienta por los libros, que despliegue sin retaceos esa biblioteca posible que circula en su sangre, ese amor incondicional que ha ido cultivando al correr de las páginas de los textos que lo han construido como persona. Porque si no creemos que la literatura nos transforma todo intento pedagógico carece de sentido.
Uno puede enseñar muchas cosas sin haberlas experimentado. Veamos: se puede enseñar la conquista del espacio sin haber salido de la órbita terrestre a bordo de una nave; se pueden enseñar los ríos y las selvas de África sin haber tenido el aliento cálido del león sobre la nuca; se puede enseñar el aparato respiratorio del ser humano sin diseccionar un cadáver sobre el escritorio o la batalla de San Lorenzo sin haber sido amigo de Cabral. Pero con la literatura es distinto. Uno no puede hablar de libros sin haberlos recorrido con el ardor de un náufrago hasta la última página y sin haber amado desesperadamente esos mundos de ficción, sin haber querido quedarse a vivir para siempre en ellos.
Lang dice que los primeros amigos en la tierra de los relatos son siempre los más reales. “La gente habla, en las novelas, sobre las delicias de un primer amor. Uno puede dudar si cada uno sabe exactamente cuál fue su primer amor, ya se trate de un hombre o de una mujer, pero sobre nuestros primeros amores de los libros no puede haber error. Fueron, y siguen siendo los más queridos; después de la adolescencia, la literatura pierde frescura.”
¿Qué leer en la escuela? Es ahí en donde el profesor manda. Un profesor es, en todo caso, un lector entrenado que da de leer. Un arbitrario lector que entrega a sus héroes, sus islas, sus amores contrariados, a sus tesoros secretos. Alguien que selecciona -de la gran biblioteca del mundo- algunos ejemplares para que sus alumnos entren en el paraíso de la lectura. Sólo eso.

jueves, 5 de junio de 2008

La rata de Jo


Scrabble era la rata amiga de Jo March, que vivía en la buhardilla donde ella escribía sentada en un viejo sofá y tenía por escritorio una cocina de hojalata en desuso por la que –seguro- merodeaba el roedor devorándose sus páginas escritas con letra apretada. Yo me preguntaba, por aquel entonces, cómo se podía ser amiga de una rata y a la vez escritora.
Una rata y no un gato se avenía más a un espíritu de temple como el de Jo, que era la única de entre sus hermanas que tenía conciencia de que la guerra –la de Secesión, se entiende- era ese monstruo que casi se devora a su padre y que también parecía deglutirse al país.
Jo March era el modelo de muchacha con la que muchas nos identificamos. El libro, Mujercitas de Louisa May Alcott, leído a mediados de los años sesenta al calor de un incipiente feminismo y como preámbulo de esa imagen de mujer que íbamos a encarnar en los setenta devorando a Simone de Beauvoir e imitando sus presupuestos de libertad e independencia de la mujer. Pero volvamos a la rata. Scrabble mira a Jo deslizar febrilmente la pluma sobre el papel. Escribe cuentos no para pasar el tiempo, sino porque tiene una profunda fe en su destino de escritora. Escribe con la conciencia de quien lo hace para ser leído. La escena es recordada por todas las lectoras fervientes. Jo llega con el periódico y se tira en un sillón simulando leer. Las hermanas le preguntan si hay algo interesante y ella responde que nada más que un cuento titulado “Los pintores rivales”. Frente al pedido de las hermanas Jo lo lee sin dar a conocer quién es el autor. Lo lee con vergüenza, apresuradamente. Siente esa sensación de todo escritor que somete por primera vez un texto propio a la consideración de los demás y, cuando termina la lectura, no cabe de la alegría que le provocan las apreciaciones de Amy y de Beth.
Scrabble, mientras tanto, en su oscuro rincón de la buhardilla, olisqueando las migas de pan que han caído de la falda de Jo esa mañana sabe el otro lado de ese cuento, ha sido testigo de todos los borrones, tachaduras, papeles abollados que su amiga ha tenido que transitar mientras escribía el cuento que el periódico había aceptado. Son cosas que sólo una rata sabe, una rata de escritora, que suele ser parienta del ratón de bibliotecas, un espécimen tan obsesivo como un escritor.

domingo, 1 de junio de 2008

Tías de infancia: Una novela sobreviviente


El primer libro que uno publica tiene un encanto especial. Recuerdo aquella noche de 1994, cuando recibí el paquete con mi novela Tías de infancia recién salida de la imprenta. La había publicado Club de Estudio, una editorial que se especializaba en libros de estudio y ensayos pedagógicos, entre ellos los tres tomos de Lucía Fortunato y Esther Lorenzini, Con palabras, que fueron toda una avanzada en los nuevos contenidos de Lengua y Literatura. A través de la recomendación de una de sus autoras, Juan Carlos Usher, el dueño de la editorial, se animó con mi primer trabajo, una novela que explora el fin de la infancia y que había sido premiada en la Feria del libro de ese mismo año.
La empresa de Usher quebró a consecuencia de la política económica del menemismo, que destruyó la industria nacional. Es sabido que la década del 90 terminó con la Argentina doblegada, sin un centavo y sin ninguna empresa de capitales locales.
Liquidadas sus deudas, de Club de Estudio sólo quedó un depósito con grandes cantidades de libros sin vender. La muerte del editor obligó a los herederos a deshacerse del material que será vendido como papel a veinte centavos el kilo.
Si la destrucción de libros nos trae a la memoria épocas de censura y autoritarismo, ésta no es más que una medida práctica que limpiará un depósito con ejemplares que ya no están en el mercado.
De esas pilas de libros a punto de desaparecer fueron rescatados los últimos volúmenes de mi novela Tías de infancia -la primera y amada porque uno siempre valora las primeras veces de todos sus actos- por Lucía Fortunato esta semana.
Ahora, en mi poder, esos libros serán donados a las escuelas donde trabajo y distribuidos en las librerías de Bragado.
La escritora Gloria Pampillo dijo de ella: “Basta leer las dos frases iniciales de Tías de infancia para saber que el mundo a nuestro alrededor va a borrarse, porque esta vez el prodigio de la novela se ha desencadenado. Una voz narrativa despejada, directa, convencida ha comenzado a atraparnos; en un minuto estaremos en l pueblo, tendremos doce años y con envidia, tristeza y desolación, vamos a mirar sobre la cama la valija abierta de la hermana mayor que parte y que nos van a hacer temblar de miedo los muebles que a la noche doblan su tamaño. Pero cuando el tedio y el terror, esas dos pestes de la infancia, nos tenga más cercados, una vez más, de la mano de una Alicia pasaremos del otro lado del espejo. Entonces, un ramillete de tías fantasmas: Juana, Manuela, Eulogia y María, ahí, a mano, y al mismo tiempo invisibles, contarán historias capaces de barrer el aburrimiento y contagiar la audacia. Entre las historias de las tías y de la misma Alicia, su discípula, narradora infatigable, en el mundo asfixiado de la vida cotidiana se abrirán espacios aireados donde van a convivir Rosa Batalla, la expósita que vivió entre los indios; Ofelia la pianista, maligna como una araña; el títere fantasma, la pobrecita Molinari y la mujer que se disfrazaba y murió de amor.”
Esta novela, cuya tapa fue ilustrada por Chipo Sánchez, tecleada al margen de otros sueños y otros escritos fue publicada hace 14 años. Hoy, salvada de la destrucción, seguirá buscando lectores.