jueves, 24 de julio de 2008

Las mil caras de Noel Azurmendi


Noel Azurmendi fue un actor que nació el 24 de marzo de 1918 y murió en enero de1995. Era el bibliotecario del Colegio Nacional de Bragado, tarea que realizaba por la mañana, pero a la noche, convocaba a los alumnos para representar obras del teatro clásico que se convirtieron en un espectáculo de mucho prestigio en nuestro medio.
Noel era un actor de raza, tenía mil rostros y sostenía que la diferencia entre el teatro y la vida era que al final de la representación, los muertos se levantaban y saludaban. Convocaba a las profesoras de Literatura para que lo ayudaran en su tarea de adaptación de las obras que escogía dentro de un vasto repertorio y, en el momento de la representación, les pedía que dieran una charla para presentar al autor. Con los alumnos del Colegio de aquellos años, desde mitad de la década del 50 y toda la del 60, el teatro del establecimiento revivió obras medievales y clásicas: Calderón de la Barca, Cervantes, Lope de Vega, Shakespeare.
Como Noel era un ser mágico, la magia anduvo rondando un día en que, buscando papeles en mi biblioteca me topé con una carta que ya no recordaba de 1994, el año anterior a su muerte, en la que respondía un largo cuestionario que yo le había enviado con el fin de que hiciera una revisión de su actividad teatral.
Cuando me inicié como profesora del Colegio en 1977, Noel me pidió que me sumara a su teatro. Recuerdo aquella obra, una adaptación de Alejandro Casona, El entremés del mancebo que caso con mujer brava basado en el Ejemplo XXXV de El Conde Lucanor, obra del Infante don Juan Manuel.
Ya no tengo presente los nombres de los alumnos que actuaban, pero sí esas jornadas que comenzaban al atardecer y se extendían hasta casi entrada la media noche en las que Noel pasaba la letra con los chicos, imaginaba decorados, hacía repetir una y mil veces los parlamentos y bromeaba desplegando su persistente buen humor.
El día de la representación se llenaba el salón de actos y él era feliz con los aplausos porque también le traían el recuerdo de los que había recibido tantas veces, en otros escenarios.
Había sido un comediante fantástico y había tenido la escuela del radioteatro de los años 40, ese mundo de excesos, de pura pasión, de amores contrariados en el que, los sonidos del mundo, se hacían con elementos precarios pero que mantenían en vilo a la audiencia.
Noel Azurmendi era un experto en crear ficciones, en representar mundos de la imaginación y sabía cuán importante era el teatro en la educación de los jóvenes. Por eso prodigaba su tiempo y desplegaba su paciencia. El público reconocía estos desvelos y, cuando el telón se descorría, la magia del teatro se fusionaba con el misterio de los rincones ocultos detrás del escenario y con los laberintos de luz tenue que recorrían la sala. Ahí estaba Noel, detrás de escena dirigiendo la obra, o como actor interpretando a reyes, gauchos, señores de frac, diablos o ángeles. Todas las caras eran, en definitiva, la suya propia. Porque eso es el actor, alguien que puede vivir múltiples vidas todas diferentes.
En el escenario han quedado las cicatrices de tantas obras representadas. El eco de antiguos aplausos vuelve una y otra vez, mientras Noel sale a escena y saluda.

lunes, 21 de julio de 2008

Robert Louis Stevenson, Tutsitala

Jefe samoano y
Robert Louis Stevenson
Los nativos de la isla de Samoa a donde fue a dejar sus huesos llamaban a Robert Louis Stevenson, Tutsitala, que en samoano quiere decir narrador de historias. Había nacido en Edimburgo, Escocia, en 1850 -su padre era constructor de faros- pero recorrió el mundo en viajes aventureros que le inspiraron cuentos como Los Mares del Sur.
Stevenson fue uno de los últimos grandes exploradores de la tierra recorrida con el afán puramente literario. Sus historias llenas de forajidos y piratas recogidas en su deambular por el mundo.
Navegó en canoa, recorrió regiones a lomo de mula, pasó su luna de miel en una mina de plata abandonada, viajó por Australia, Francia, Suiza, Estado Unidos. Finalmente alquiló un yate y atravesó el Pacífico con toda su familia. En Upolu, una isla de Samoa construyó su casa. Allí se hizo amigo de los nativos y se interesó por sus costumbres. Frente al mar samoano está su tumba, en la ladera del monte Baea.
“Escriban mi biografía si lo desean. Pero háganlo rápido, porque cuatro años después de mi muerte ya me habrán olvidado”, había escrito Stevenson sin saber que sus novelas han sido leídas a través del tiempo por generaciones de jóvenes y, muchas de sus historias, inmortalizadas en el cine. La isla del Tesoro (1883), El extraño caso del Dr Jekyl y Mr Hyde (1886), El amo de Ballantrae (1889) y un puñado de cuentos entre los que se destaca El profanador de tumbas, publicado en 1895). Este relato lleno de sugestión y misterio fue llevado al cine por Robert Wise en 1945 en el que Gray fue interpretado por Boris Karloff, el actor que inmortalizó a Drácula.
De La isla del Tesoro aún se escucha la famosa canción de piratas “Quince hombres van en el cofre del muerto/ ¡Ya-ho-ho! Y una botella de ron! La bebida y el diablo se llevaron el resto ¡Ya-ho-ho!” y Tusitala, el narrador de historias, nos vuelve a introducir en la noche de sus invenciones mientras recorremos sus páginas.

domingo, 13 de julio de 2008

Vicente Trípoli, el amigo de mi padre


Vicente Trípoli, era el nombre de un escritor que había sido amigo de mi padre y cuya mención me deslumbraba en mi infancia pueblerina. Otros podían tener padres que conocieran a príncipes y embajadores, pero que el mío hubiera sido amigo de un escritor, era para mí, en aquel entonces, fascinante.
Se habían conocido en la década del 30 cuando ambos adherían a FORJA, Fuerza de Orientación Radical de la Republica Argentina, un movimiento ideológico surgido de la crisis de la Unión Cívica Radical, acelerado a raíz de la muerte de Hipólito Irigoyen que albergó a personalidades como Arturo Jauretche, Homero Manzi, Luis Dellepiane, Gabriel del Mazo, Atilio García Mellad, Jorge del Río y Darío Alessandro (padre). Raúl Scalabrini Ortiz. Su propuesta era nacionalista, de denuncia y de oposición al neocolonialismo.
No fueron muchas las anécdotas que mi padre me contó sobre su juventud en Buenos Aires y sobre su relación con Trípoli. Creo que mencionó que era manco, o tal vez esto lo he inventado, los recuerdos tienen la virtud de deformarse con el tiempo. Me regaló dos de sus libros: Los litorales, una edición de autor de 1942, cuya tapa está ilustrada por mi padre. El dibujo representa a un cardo hecho a plumín sobre una cartulina amarillenta. El otro se titula Raúl Scalibrini Ortiz, un ensayo sobre el ideario del autor de El hombre que está solo y espera de 1943.
También tuve en mis manos una carta que Trípoli le enviara a mi padre en la que había una dirección. Treinta años atrás, cuando yo soñaba con convertirme en escritora y aún la poseía, le escribí a Trípoli. Éevocarl me respondió y convinimos un encuentro. Fui a su casa en un viaje a Buenos Aires, pero no lo encontré, alguien me dijo que había salido y que tal vez no volvería esa tarde. Me rendí fácilmente porque tal vez eran otras mis preocupaciones.
Hoy casi nadie recuerda a Vicente Trípoli, salvo Osvaldo Bayer, en una nota publicada en Página/12 para al librero Damián Carlos Hernández el fundador de la legendaria librería Hernández, donde los jóvenes pensantes de su época se reunían a discutir y a leer. De él dice Bayer: “Vicente Trípoli, escritor de arrabales, calles de tierra y veranos con sillas en la vereda. Recuerdo cuando ahí en Hernández Trípoli me escribió una dedicatoria en su libro “Che, rubito, adiós”, ese catálogo de pensares y sueños de Rubito, Panadero, Tito, el Negrito, Alberto, Juanín, Carnisa, Nito, Ronquito, Maximino, Cantalicio, el Peca, Chupino... Vicente Trípoli, que se definía como “poeta ignoto, comentarista aliterario, cuentista muy conocido en indescubiertos aledaños, linyera de la consonante y croto de la novelística”.
Guardo una foto de estudio en la que Vicente Trípoli está con mi padre, Manuel Alfredo Alonso, ambos con una pipa en la boca, luciendo jóvenes y pensativos.
Ahora que lo pienso, si escribo es también en parte porque mi padre fue amigo de un escritor. Eso, en el imaginario de la infancia tiene una potencia que impulsa toda la vida.

viernes, 11 de julio de 2008

Vestida de Sarmiento

Sarmiento embajador en E.E.U.U. (Sentado a la izquierda). Parado a la derecha “Bartolito” el hijo del Pte B. Mitre.
Cuando Sarmiento se vio forzado a dejar su cargo de gobernador de San Juan en 1864, Mitre le encomendó una misión diplomática a los Estados Unidos. Ya embarcado, mirando rumbo a Buenos Aires hizo un corte de manga y exclamó: “¡Te embromaste! Más que nunca seré presidente. Cuánto más lejos, más hermoso. Me idealizan…”
Partió rumbo a Valparaíso. Al mirar hacia atrás contabilizó lo que dejaba: la escuela bautizada con su nombre, el colegio Preparatorio y la quinta Normal, el segundo Zonda, la explotación minera y la sombra del Chacho, convirtiéndose en leyenda.
A principios de abril de 1865, Domingo siguió viaje a los Estados Unidos. El itinerario usual en esos tiempos era de Lima a El Callao, de ese puerto a Panamá, el cruce del istmo y luego un vapor hasta Nueva Cork
Llegó a Nueva York el 5 de mayo y se alojó en un hotel de la Quinta Avenida.
Viajó por el país del norte incansablemente, “haciendo punto de media”, es decir trabajando. Visitó ferias, exposiciones, escuelas y mandó a San Juan y a Buenos Aires artículos, cartas, informes. El progreso lo excitaba y lo hacía pensar en un futuro en el que él fuera el remedio para el atraso de su país. Comenzó a enviar a su gobierno comunicaciones oficiales con sus ocurrencias, como contratar a un astrónomo para fundar un observatorio en Córdoba, iniciar la restauración del virreinato como soñara en Argirópolis, ideas que el gobierno de Mitre hacía poco caso porque advertía que por detrás, latía el anhelo de su amigo de convertirse en presidente.
Sarmiento había conocido en Connecticut, en una reunión de educadores, a una autoridad en la materia, a James Wickersham. Estrecharon amistad y James invitó al diplomático argentino a viajar a Chicago, lugar donde residía.
Sarmiento se deslumbró con Chicago, y allí le fue presentado su hermano Swayne y su cuñada Ida.
Ida era una mujer hermosa, radiante con sus 25 años. Su marido era un joven médico puritano. Sarmiento quedó deslumbrado con ella y, como no lo acompañaba Bartolito, por lo tanto no podía moverse con su mal inglés, Ida se ofreció a convertirse en su maestra de idioma. En ningún momento Domingo pensó que, siendo un hombre grande y feo, podría llamar la atención de una mujer tan increíble y mundana. La describirá más tarde. “Belleza de reina. Su frente es irreprochable y el tocado que usa muestra que sabe hacerla valer. Dice en confianza que cuando jovencita la llamaban the Pariré queen, la reina de la pradera.”
Volvió a Nueva York alegre y conmovido, como siempre sucede cuando anda dando vueltas el amor.
Pero una noticia aciaga le llegó desde la patria. El 22 de setiembre de 1866, en la batalla de Curupaiti, Dominguito, su hijo entrañable, del que dirá que “era una naturaleza privilegiada”, había muerto, a la edad de veintiún años al intentar tomar el fuerte paraguayo.
Para mitigar dolores y ansiedades se embarcó hacia París para visitar la Exposición Universal en junio de 1867. Los argentinos residentes en la capital francesa lo agasajaron con un banquete
Al regreso recibió la invitación del doctor James Wickersham a pasar una temporada en su residencia de verano en West Chester, Pensilvania. Desde luego Sarmiento aceptó complacido, volvería a ver a la bella Ida, su improvisada maestra de inglés, que lo había fascinado con sus coqueteos, sus mohines y sus cabellos renegridos.
Los días junto a ella armaron esas historias de amor que, desde el comienzo, están condenadas a no prosperar porque sus protagonistas se han encontrado sabiendo que después los separarán miles de kilómetros. Pero Sarmiento disfrutó de ese amor breve, alimentado con paseos junto al río, lecturas de Dickens -que ella leía- o del Facundo -que leía él- en ese recreo, acaso culpable y por eso más emocionante, que luego se continuó en cartas e intercambios de regalos.
Sarmiento no había olvidado a Aurelia, que lo esperaba en Buenos Aires construyendo afanosamente su candidatura presidencial. Pero igual se entregó por un breve tiempo a los encantos de esta mujer que le seguirá escribiendo y soñará con viajar a la Argentina, después de su divorcio, cuando la vida no le era fácil y debía ganarse el sustento enseñando dibujo a alumnas poco aplicadas.
Ida no sólo se divorció de su marido después de estos amores con el sanjuanino, sino que también perdió todas sus pertenencias en el gigantesco incendio de Chicago en 1871. Años después seguirá escribiéndole a Sarmiento y quejándose de su silencio: “Conservo todas sus cartas y a menudo las releo. Podría escribirle durante horas si supiera que usted siente algún interés por mí.”
Por algunos años, Sarmiento no la olvidó, y hasta le envió en 1869 un vestido de regalo a través de un agente en París, que ella lució en el gran baile del Teatro de la Opera. En la carta que Ida le escribió informándole que había recibido el vestido incluyó un pedacito de género para que el lejano enamorado lo imaginara puesto sobre su persona. Con la ropa, unas joyas y un abanico que él le había regalado cuando estuvo en su país, Ida Wickersham estaba vestida de Sarmiento.

jueves, 3 de julio de 2008

Los amigos de Haroldo Conti y los míos

Escritorio de Haroldo Conti

“Ahora que es noche cerrada -escribía Haroldo Conti en setiembre de 1969- y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana y la Gran Noche de Baires se parece al mar, pongo un disco de Jobin para no morirme del todo y pienso en mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María y que toca la flauta como Herbie Mann y talla mascarones como Aleijandinho y que aparte de eso calcula la derrota de cada barco que pasa en el horizonte y bebe una copa de vino a cada cambio de viento, siempre que no tarde demasiado, y en los otros y salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos en esta mesa del recuerdo que tiendo y sirvo para mis amigos.”

Haroldo era de Chacabuco, aquí cerquita de Bragado. El describió como nadie estos caminos polvorientos, esa quietud propia de los pueblos bonaerenses y registró sus personajes singulares. Sus palabras me ayudan, también, en este atardecer, a reunirme con mis amigos lejanos.