viernes, 24 de octubre de 2008

Un hombre en la oscuridad, de Paul Auster

En los laberintos de la mente se construyen infinidad de mundos. La literatura multiplica la realidad, agrega, como diría Bioy Casares, un cuarto a la casa de la vida.
En la última novela de Paul Auster, Un hombre en la oscuridad, un crítico literario septuagenario, August Brill, convalece en casa de su hija después de un accidente y, como no puede dormir, imagina historias. Piensa a un personaje, Owen Brick, un mago que de pronto es transplantado a un mundo paralelo en el que Estados Unidos está sumergido en una guerra civil. Sin explicación alguna, recibe la orden de matar a una persona que es la responsable de imaginar esa guerra, el mismo August. Es decir que en el relato ambas vidas, las del crítico literario y la del personaje se entrelazan en esa pluralidad de mundos que propone la ficción.
En el despliegue de esas dos historias ocurre el mismo fenómeno que en el cuento de Cortázar, Continuidad en los parques. En él hay un lector que se deja fascinar por la trama de la novela que lee hasta tal punto que ficción y realidad se le confunden y termina convertido en la víctima del asesinato que los personajes del libro planean. La clave de este cuento está en el título, la continuidad se da en los dos espacios, el del lector y el de los personajes.
Esta historia, como también otra de Cortázar, La noche boca arriba, puede representarse con la cinta de Moebius, una banda que no tiene dos lados sin uno solo. Con el mismo efecto que logramos en la cinta de Moebius, el crítico Oscar Hahn señala: “En ‘Continuidad de los parques’ el personaje lector está literalmente dentro de la novela. Mientras lee, comparte el mundo de los amantes y, al compartirlo, potencia el fenómeno de la reversibilidad: a los personajes les es dado compartir el espacio de su lector. La comunicación de los mundos queda establecida”.
La novela de Paul Auster nos plantea lo que ya otras ficciones nos dicen. No hay un solo mundo, sino infinitos, idea que a Giordano Bruno, en 1600, lo llevó a la hoguera acusado de herejía por la Inquisición. Él hablaba de la pluralidad de mundos: «Dios es omnipotente y perfecto y el universo es infinito; si Dios lo conoce todo entonces es capaz de pensar en todo, incluido lo que yo pienso. Debido a que Dios es perfecto y conoce todo, debe crear lo que yo pienso. Yo puedo imaginar un infinito número de mundos parecidos a la tierra, con un jardín del Edén en cada uno.”
Brick, el personaje de Un hombre en la oscuridad, es trasladado por esa brecha, esa porosidad de la realidad de su mundo trivial a otro en el que deberá ser víctima y verdugo. Como la Alicia de Carroll que pasa a través del espejo, como el motociclista de La noche boca arriba que también es un indio moteca víctima de la guerra Florida, los versos de William Blake resuenan en el fondo de estos textos inquietantes:

Si las puertas de la percepción se depurasen,
todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito.
Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver
todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna.

Como todas las novelas de Paul Auster, Un hombre en la oscuridad, no nos suelta hasta la última página. Porque además de estos juegos ficcionales, el autor refleja un mundo despiadado y en conflicto y nos recuerda que sólo a través de la literatura puede explorarse a fondo nuestra violenta realidad.

jueves, 16 de octubre de 2008

Presentación de Pasaje a la frontera en la Escuela Media nº2 de Bragado

Presentaron: Prof. María Raquel Pajón y Karina Fraccaroli de Comunicarte

El acto fue muy emotivo, organizado por mis compañeras del Departamento de Lengua y Comunicación. Directivos, colegas, alumnos y amigos me acompañaron. El libro empezó a viajar en manos de los lectores.

martes, 14 de octubre de 2008

Valentina


Valentina es mi amiga más chiquita y una lectora. A ella está dedicada mi novela Pasaje a la frontera. Valentina sabe que cada libro es un viaje y una aventura, como lo dice Emily Dickinson en este poema:


No hay mejor fragata que un libro
para llevarnos a tierras lejanas.
Ni mejor corcel que una página
de cabriolante poesía.
Esta travesía, el más pobre puede emprenderla
sin la opresión del peaje.
Qué sencillo es el carruaje
que el alma lejos envía.

sábado, 4 de octubre de 2008

La marca en la tierra, de Graciela Rendón


Mucho se discute la existencia de la literatura juvenil más allá de constituir un fenómeno de mercado. Para muchos, este género que crece gracias a la mediación de la escuela, sería una especie de bisagra entre la literatura infantil y la gran literatura, el necesario escalón para llegar a obras más complejas.
Sin embargo, la novela juvenil, cuyos destinatarios son adolescentes entre doce y dieciocho años, se ha fortalecido a lo largo del tiempo incentivada por concursos literarios y colecciones diseñadas para atrapar la atención de esa particular franja etaria.
Como toda buena literatura, La marca en la tierra de Graciela Rendón escapa a la deliberada intención pedagógica que suele ser moneda corriente en este género.
Esta novela de perfiles épicos tiene muchas claves de lectura. Desde la perspectiva del género posee todos los condimentos esperables: personajes en una etapa de crecimiento, aventura, multiplicidad de conflictos propios del mundo juvenil, relaciones complicadas entre padres e hijos, aparición de oponentes fuertemente reconocibles contra los que luchar, valores éticos y la reivindicación de la especificidad del destinatario.
Pero la novela de Rendón tiene muchas cosas más. Se suele considerar a la literatura juvenil como una escritura espejo de la problemáticas propias de la pubertad, de tal manera que, se supone, el joven se deleita viéndose a si mismo en las páginas del libro e identificándose con el protagonista. Sin embargo, ¿cómo explicar que los jóvenes se hayan apropiado de relatos tan alejados de sus mundos cotidianos como el Corsario Negro de Salgari o las amargas reflexiones del Swift que narra Los viajes de Gulliver? Es que precisamente, el joven que habitualmente está sediento de aventura, busca otros imaginarios muy alejados de sus rutinas porque es, precisamente allí, frente a lo desconocido, lo diferente, donde intenta encontrar las respuestas existenciales.
La historia de Edelina, la protagonista de La marca en la tierra, tiene algo más que la intención de contarnos un relato moral entre un pueblo que lucha por defender su tierra contra un intendente inescrupuloso que, además, es un padre golpeador, un violento. Lo que Graciela Rendón cuenta es una epopeya colectiva, y es en este punto en que la novela deja de reproducir las claves del género para anclarse en un tema que se inscribe en la literatura universal. La sublevación de los débiles contra los poderosos ha sido narrada por Lope de Vega en Fuenteovejuna- recordemos ese Comendador que agravia a hombres y mujeres- o en Fontamara novela de Ignazio Silote, una crónica de la brutalidad del fascismo que se ensaña contra los cafoni, campesinos del sur de Italia por citar dos ejemplos. En ese sentido, La marca en la tierra trasciende las temáticas individualistas propias del género y da voz a los descendientes de los pueblos originarios creando un imaginario más complejo y poco abordado en la narrativa destinada a los jóvenes.
El valor de la tierra como construcción de identidad, el rescate de la tradición y de los saberes empíricos encarnados en el abuelo Raimundo -que también ha dejado su “marca” en la niña a través del recuerdo- poseedor de un discurso siempre vivo que personifica las razones fundamentales de una existencia signada por la relación del hombre con la naturaleza.
Otra clave de lectura la brinda la estrategia narrativa que escogió la autora para contarnos esta historia de una familia mapuche, sus amigos y agentes institucionales (maestras, asistentes sociales). El texto interpela al lector desde una atrayente estrategia narrativa: la historia se construye desde diferentes voces: la de la protagonista, la de su amiga Indira, la del abuelo mapuche, la del intendente, la de las representantes de las instituciones educativas y comunitarias, las de las madres.
Voces recurrentes que van fundando el universo de un grupo humano que se desarrolla en un lugar junto a la cordillera instaurando, además, una geografía que se animiza a través de un leguaje metafórico en el que las cosas, los animales, el paisaje y todo lo humano se nombra hasta el extremo de sus posibilidades.
Lejos de plantear un mundo maniqueo, Rendón trabaja a sus personajes en toda su complejidad. Las mujeres son buenas y malas, sumisas y criteriosas, tienen dudas, se equivocan y se rectifican. Hay una madre que abandona y otra que es cómplice de la violencia masculina. Hay una chica que es solidaria pero a veces piensa con egoísmo. Eusebio, el padre de Edelina, es un buen hombre pero no puede establecer un diálogo con su hija ni entender que debe estar en la escuela y no trabajando de madre sustituta. Gente ruda, trabajada por las dificultades de una vida que tiene más dolores que recompensas. Las maestras, no obstante, aparecen idealizadas. Son las que saben qué hacer en cada circunstancia y es quizá este un pequeño punto débil, concesión hecha a una de los objetivos de la literatura juvenil: ser leída en la escuela.
Otra clave de lectura la brinda el final. Si bien se van cerrando todos los conflictos, hay cuestiones que quedan abiertas como en la vida: Edelina no encuentra la explicación para abandono de la madre, lo que constituye un escape a la obviedad y traslada al lector un conflicto que queda sin resolver porque la existencia es un espacio de ambigüedades e incertidumbres.

Aquí estamos con Graciela y Silvia Werner en Córdoba

Graciela Rendón, nació en Buenos Aires en 1955 y vive en San Martín de los Andes, provincia de Neuquén, donde ejerce la docencia y desarrolla tareas culturales en su comunidad. Es autora además de “De las huellas a la palabra” de Abuelas de Plaza de Mayo. “La marca en la tierra” recibió Mención honorífica en el Primer concurso Jóvenes del MERCOSUR de la Editorial Comunicarte