domingo, 20 de junio de 2010

Letras en tinta china


Mi viejo se levantaba muy temprano en aquellos inviernos impiadosos de mi infancia. Antes de que yo me fuera a la escuela ya estaba dibujando planos sobre el tablero en la oficina. Me gustaba su universo de lapiceras de pluma y ese papel rígido y transparente que usaba para trazar líneas y ángulos a escala.

De su tablero, salían casas, silos, galpones, ampliaciones de hogares que necesitaban crecer. Me gusta recordar sus dedos manchados de tinta china y su mano cuyo pulso era casi perfecto. Nunca vi a otra persona que dibujara letras con tanta perfección y tanta gracia. Ahora con la computadora cualquiera, pero mi viejo no usaba ni siquiera esas reglas que tienen las letras caladas. Su mano trazaba con firmeza las mejores letras del mundo.

Dibujante de planos y constructor. Levantó muchas casas mi viejo, dirigía las obras entre gruñidos porque no tenía un temperamento apacible, él era tormentoso y pasional, no tenía términos medios y su afán perfeccionista le traía alguna que otra trifulca con los albañiles que lo toleraban porque sabían que don Alonso era así, explosivo pero bueno, con una honestidad que había aprendido en un hogar donde la palabra empeñada era el único orgullo.

De una raza de hombres que ya casi no quedan, mi viejo. De esos tipos que pelearon contra viento y marea en una Argentina que no premia precisamente a los que se rompen el alma trabajando.

Cuando era adolescente me permitía que lo acompañara en sus recorridas por las obras que tenía en marcha. Me había enseñado a manejar y yo me sentía importante llevándolo en ese itinerario de las dos de la tarde cuando, a plena sol y después del asadito, los albañiles seguían levantando paredes.

Lo veía descender con las manos en los bolsillos de su pantalón de tela grafa. Del bolsillo trasero le asomaba el pañuelo manchado de tinta china y también alguna tenaza o una pinza. Subía a los andamios con destreza bajo el sol abrasador o la lluvia. Recuerdo el sonido de la mezcladora, el golpetear de los baldes contra el piso cuando bajaban pendiendo de una soga, las tablas de los andamios que se curvaban con el peso de los albañiles, las cucharas tirando la mezcla sobre los ladrillos, el mundo de la gente que levanta casas con esa vocación de hornero que tenemos los hombres.

La profesión de mi padre, vista ahora en la distancia me parece casi una enseñanza. El constructor hace una tarea que desafía al tiempo, que permanece en medio de la naturaleza, y que tiene que ver con el deseo gregario de armar un nido para refugiarse del viento, del frío, protegerse del calor, expandir la familia, gozar del cobijo de un techo.

Siempre me pregunté como el viejo aprendió a calcular cosas tan complicadas como silos, o edificios altos cuando no era ingeniero, apenas había ido a la universidad de Córdoba por un corto período, y cómo podía dibujar planos con tanta eficacia. Lo suyo era puro empeño autodidacta. Él pertenecía a una generación que abarcaba una especie de cultura general conseguida a fuerza de empeño e instinto de superación.

Le gustaban los desafíos a mi viejo. Imagino que no debe haber sido fácil para él mantener su profesión con las idas y venidas del país. Había dejado viejos sueños para dedicarse a cosas concretas y reales que le permitieran mantener a la familia. Tenía la certeza de que mientras sus manos permanecieran vigorosas siempre había un trabajo nuevo para hacer.

Vivía inmerso en un mundo donde se le iban desordenando los instrumentos. Su escritorio y otras partes de la casa se veían arrasadas por el huracán de sus herramientas de trabajo: la cinta métrica, el aparato para revelar planos que se ponía al sol, las tintas, los papeles, las escuadras y, entreverados entre los cálculos que para mí eran jeroglíficos, solían aparecer sus dibujos de palomas volando sobre cielos abiertos en las mañanas de su imaginación.

Por el andamio del recuerdo anda mi padre midiendo con su cinta métrica a la muerte. El cielo se le refleja en los ojos almendrados y aún silba bajito. Lo escucho a veces, cuando llueve y veo sus letras perfectas y sus dibujos a escala sobre los vidrios empañados.

sábado, 19 de junio de 2010

Viajando por mi biblioteca


Hay muchas formas de viajar. Se viaja a lugares lejanos en avión, colectivo o auto, y también a través de un libro. La literatura es una agencia de turismo de posibilidades insospechadas. Puede viajar a la Mancha o al Congo, a Macondo Yoknapatawpha, si es la hora de Cervantes, Conrad, García Márquez o Faulkner.
Uno de los viajes posibles es hacer un derrotero por la propia biblioteca, ordenándola o revisándola. Hoy me fui a caminar por los estantes de todas las que tengo en casa. La primera posta fue la vieja biblioteca de “La Nación”, con sus libros y mueble incluido, que data de 1909.
La historia de la Biblioteca de “La Nación se remonta a 1901 y el diario la anunciaba mediante un sistema de suscripción. Su surgimiento fue, como lo señalaba el diario antes de su lanzamiento, “una iniciativa alturista”. Con la adopción de las máquinas linotipo para la composición del diario, buena parte de los tipógrafos que quedaban sin trabajo lo recuperaban con esta colección de libros que se anunciaba como “Lectura al alcance de todos”. Esa accesibilidad la permitían los prólogos que aportaban claves de lectura.
La mayoría de los títulos que alberga la que hay en mi casa, todos editados en 1909, son en su mayoría textos de autores extranjeros, muchas novelas francesas hoy olvidadas, pero también se incluyen clásicos de todos los tiempos como “EL ingeniosos hidalgo don Quijote de la Mancha”, “La cabaña del tío Tom” de Harriet B. Stowe o “María” de Jorge Isaac.
Entre todos los libros que atesora ese mueble que venía incluido con la Biblioteca, hay una novela de Florence Warden, “La casa del pantano”, que leí en mi adolescencia y que revisité cuando escribí “Aventuras en borrador”.
La novela tenía todos los condimentos del género gótico: protagonista cándida, institutriz que se empleaba en una casa al borde de un pantano del que se levantaba una blanca y espesa niebla, dueño enigmático y de discurso escalofriante, mujer demacrada encerrada en la torre y sirvienta cómplice.
La planificación de los títulos de la Biblioteca de “La Nación” evidencia una superioridad de la literatura extranjera en detrimento de la nacional.
Entre las joyitas encuentro un ejemplar de Stella,(1905) firmada por César Duayen que no era otra que Emma de la Barra de de la Barra que firmó con identidad masculina respondiendo a la moral de la época. Fue un suceso editorial de 1905, que le hace decir al prologista: “César Duayen, en su misterio, tiene derecho a estar satisfecho y recibir con justicia el saludo de respeto y bienvenida que ha de dirigirle los cultores de las letras argentinas”
"El frenesí del público era tal - recuerda un librero - que devoraba con no igualada rapidez
hasta entonces, las pilas nutridas de ejemplares, hasta que un letrero adherido al escaparate
del afortunado editor, anunció triunfalmente: "Agotada la edición de mil ejemplares en tres
días." Stella se reeditó, firmada por César Duayen. Todos se preguntaban, por aquel entonces quién era ese escritor capaz de un éxito semejante. Se sospechaba de un periodista y folletinista, Julio Llanos, el segundo marido de Emma. Lo acosaban en su casa y Emma sonreía. Finalmente se develó el misterio el director de “El Diqrio” : "El autor de Stella", dice la nota, "una bella pesquisa literaria. El autor es una dama: la señora Emma de la Barra." Y así, De la Barra nace a la fama. Se venden nueve ediciones de mil ejemplares cada una en dos meses, es traducida al italiano con prólogo de Edmundo D´Amicis. Stella fue un hecho único en la literatura argentina de la época.
La novela revela la propia vida de Emma. La protagonista es una señorita de clase alta obligada a casarse con un señor muy acaudalado. En un pasaje de la obra, una amiga opina de ella: “A Stella no le han enseñado a pensar”. Stella tiene su contraparte en otro personaje femenino, Alejandra, quien dice: “Una persona del género femenino tiene derecho a saber algo más que Colón descubrió América, tocar piano, cantar, coser y bordar en seda china”.
Estas novelas las leían mis tías abuelas y luego mi hermana y yo en incontables tardes de adolescencia. Desde aquellas lejanas épocas, cada vez que vuelvo a revisar sus títulos, viajo un poco al siglo pasado. Los tomos encuadernados en tela de la biblioteca La Nación resisten al tiempo, como si recién hubieran salido de la imprenta.