sábado, 18 de octubre de 2014

La palabra que sana

Lorena Ferrer es una chica que enfermó de cáncer pero decidió luchar para sanarse. En su libro "Elijo ser feliz" cuenta cómo cambió su manera de ver la vida a partir de una experiencia límite. Con este texto presenté su libro en un acto organizado por Bralcec, una institución que lucha contra el cáncer. El acto se realizó en Bragado, provincia de Buenos Aires.


Una poetisa argentina, Alejandra Pizarnick escribió este poema que tituló La palabra que sana
 "Esperando que un mundo sea desenterrado por el lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa. "
Cuando Lorena me dijo que estaba escribiendo un libro para contar su experiencia con el cáncer y me pidió que se lo leyera,  tuve dos reacciones:
La primera fue la de huir, decirle amablemente que estaba muy ocupada, que necesitaba tiempo para  organizar mis clases, que estaba escribiendo a la vez yo un libro y no podía distraerme.
La segunda fue  preguntarme por qué  todo aquel que sufre una experiencia límite, escribe.
Para la  primera reacción tenía una justificación: como a mucha gente, me aterra la palabra cáncer y a veces no puedo ni pronunciarla. Es una enfermedad que se ha llevado a personas muy queridas. A veces uno cree en el embrujo de las palabras y entonces recurre a eufemismos. La gente dice, “la peor enfermedad”, “tenía algo malo”. O simplemente, “tiene eso”.
 Lorena con el relato de su experiencia, desde que recibe la noticia de su enfermedad hasta el momento en que revierte su dolor y su miedo ocupándose de los demás, nos enseña a que las palabras son sólo eso. Que somos nosotros los que decidimos qué hacer con ellas.
Por eso las palabras, la escritura, son tan importantes, porque nos ayudan a objetivar el momento más difícil de la existencia. La escritura es a la vez, liberadora para quien la realiza, consuelo para quien la lee.
He pensado en escritos surgidos de experiencias límites como la que ha vivido Lorena. Pienso en una chica judía encerrada en un ático con su familia escribiendo en su diario para no morir de claustrofobia. Esa chica se llamó Ana Frank y su diario le sobrevivió para enseñarnos a todos las consecuencias de cualquier tipo de discriminación.


Pienso en un minero chileno encerrado junto a sus compañeros de la mina que escribe la bitácora de su encierro para no desesperar. Un libro que aun no conocemos pero que sirvió porque cuando ya no tenemos nada, nos quedan las palabras.
Pienso en todos los náufragos que escribieron sus diarios para desafiar a la muerte.
Pienso en un chico llamado Albert Espinosa que escribió un libro, El mundo amarillo para contarnos que  la enfermedad le enseñó que morir no es triste, que lo triste es no vivir. Libro que luego se convirtió en serie de televisión, Pulseras rojas que habla del ganas de de vivir y del afán de superación de un grupo de jóvenes que están internados en un hospital.
Porque estamos hechos de relatos, de palabras que nos esperan hasta que las encontramos para decir lo que a veces ni siquiera tiene forma.
En el libro de Lorena no está sólo su voz, esa chica que decide luchar contra la enfermedad, hay además, otras voces, porque cuando alguien cuenta una de experiencia tan difícil como la que aquí se relata, empiezan a empujar los relatos de otros que han transitado por situaciones similares.  Voces que Lorena recogió en su blog y que incluyó en su libro para demostrar que cuando el dolor se comparte duele menos.
Por suerte para mí, no puse excusas para leer este libro, porque entre otras cosas, descubrí en él las  palabras que sanan, que apaciguan, que dan esperanzas. Me encontré con un libro que trasunta humanidad, que tiende una mano. Que no da fórmulas para estar mejor como la autoayuda barata, sino que da afecto y fe en las propias fuerzas del individuo para superar transes tan difíciles como afrontar una enfermedad cruel y salir fortalecido.
Porque como dice Alejandra Pizarnick en el poema que leí al comienzo, “siempre alguien canta el lugar donde se forma el silencio”.






domingo, 5 de octubre de 2014

Cosas que pasan en los estantes de la biblioteca


Aunque  nos vamos  acostumbrándonos a leer en pantallas, a descargar archivos de libros en  los distintos dispositivos tecnológicos que nos inquietan con sus mensajes, sus intervenciones, sus posteos, sus luces titilantes, el lugar más seguro para un lector es su vieja biblioteca.

Sobre todo porque una biblioteca se va construyendo a lo largo de toda un vida y se convierte, sin habérnoslo propuesto, en nuestra hoja de ruta, en un desordenado diario de nuestras vidas. En los estantes de nuestras bibliotecas están cifradas las circunstancias que nos hicieron elegir esos libros y no otros, los lugares donde los compramos, la gente que nos rodeaba cuando hicimos esa elección.

Pensar una biblioteca es pensar en la persona que la fue armando con la idea de sentirse acompañado y en los personajes que parlotean desde los estantes, encerrados  pero siempre dispuestos.
  





Y suelen suceder cosas extrañas en una biblioteca. A veces se ilumina la casa de Gasby prometiendo noches de champagne y baile. Otras se apagan los faroles de los pueblos sureños de Faulkner. De tanto en tanto el ojo del axolot de Cortázar nos mira inquisidor, otras veces, se abre la puerta del ropero del Hotel Almagro de Piglia para mostrarnos el manso Paraná que discurre en la prosa de Saer.

Una biblioteca, la propia, contiene otras bibliotecas literarias. Dentro de la mía está la de Alonso Quijano, esa que las manos rudas y un poco sucias del cura y del barbero toquetearon para decidir qué libro se quedaba y cuál se consumía en el fuego.

En mi biblioteca está la biblioteca con libros envenenados que imaginó Eco, el cementerio de libros olvidados de Ruiz Zafón y la exigua de Silvio Astier, armada con volúmenes robados.

Rodeada de libros a veces me digo que la vida de un lector es la de sus libros. Los que conservó, los que perdió, los que regaló.

Del segundo estante saluda Philip Marlowe  y Walsh empieza a contarme lo que sucedió aquella noche de 1956 cuando dejó de jugar al ajedrez para complicarse la vida. También  Paul Auster empieza a leerme su Diario de invierno y ya mi biblioteca se llena de voces y de historias.


Borges pensó a la biblioteca caótica e infinita como el universo.  Juarroz escribió que el aire allí es diferente, que entre los libros se forma un círculo mágico.  He sabido de lectores que se perdieron en sus propias bibliotecas y de otros que se escondieron en ella y ya no quieren volver.