miércoles, 21 de marzo de 2012

Salgari y la invención de la aventura



“Me figuraba, escribe Emilio Salgari en sus memorias, que todo el mundo estaba sin explorar y que todos los hombres tenía el deber de lanzarse a la conquista de la tierra”. Y luego continúa: “Con estas ideas tempestuosas en el cerebro, me preguntaba a veces ingenuamente, qué harían en sus casitas, en las oscuras oficinas, en los ociosos cafés, tantos jóvenes veroneses que perdían así el tiempo de su vida, en lugar de lanzarse de cabeza en las aventuras  de tierra y de mar…”
Y entonces Salgari decide lanzarse a vivir todas las aventuras posibles pero no como nos cuenta en su libro autobiográfico, sino escribiendo, que también es una manera de vivir al filo del abismo. La escritura es, en si misma una aventura.
Sus biógrafos han demostrado que el escritor italiano nunca fue capitán de un barco y que jamás viajó a Bombay y a Malasia. Ni siquiera conoció al legendario Sandokán, integrante de la banda de piratas Los Tigres de Mompracem, puesto que el Sandokán histórico parece que murió en 1845, casi 40 años antes del supuesto encuentro.
No obstante, al describirlo en las memorias Salgari nos recuerda el origen literario de su amigo: “El rebelde, dice, que mis lectores habrán conocido en muchas de mis novelas con el nombre de Sandokán, llevaba una amplia túnica de seda blanca, sujeta a la cintura con una faja de terciopelo rojo y oro, constelada de perlas de enorme valor.”
Un héroe romántico a la medida de las ficciones que, a partir de la publicación de la primera novela que lo tiene como protagonista en 1887, convierte a su autor en el más popular de su época. Once novelas dedicó a Sandokán y, si al principio vivió con cierta holgura, la paga siempre fue escasa para mantener a su mujer, sus cuatro hijos y un zoológico de papagayos, perros, gatos, ardillas, tortugas y patos.
El escritor en su libro autobiográfico nos narra sus viajes por regiones remotas: India, Borneo, el Pacífico Sur, lugares en los que le acontecieron sucesos extraordinarios y aventuras que ponían a prueba al más pintado. Con esos recuerdos, Salgari sostiene que construyó su obra. Pero en realidad, realizó poquísimos viajes de joven, como parte de su entrenamiento naval y fue un pasajero de un barco mercante que navegó durante unos pocos meses por el mar Adriático.
¿Y entonces? Sus libros están escritos con su ferviente imaginación, con sus lecturas copiosas y con su enorme capacidad para construir escenarios creíbles y describir regiones geográficas cuyos datos los obtenía en enciclopedias, geografías y diccionarios que consultaba en las bibliotecas de Turín y de Génova. Para un escritor con su imaginación, cuya marca característica es el detalle del mundo narrado -flora, fauna, costumbres- escribir es documentarse y lanzarse a la aventura. No es más veraz el que viaja y conoce de primera mano un espacio sino el que sabe encontrar las palabras certeras para que se lo crea el lector.

Por eso, en sus memorias, el aventurero devenido en escritor nos sigue mintiendo acerca de su supuesta vida llena de riesgos, pero también desnuda su realidad de escribiente con poca paga: “Sentí primero la necesidad de escribir para dar deshago al tumulto de impresiones que había coleccionado durante mi vida peligrosa. Pero después, la necesidad moral se convirtió en necesidad material, en la triste necesidad material de cambiar por pan las páginas escritas.”
Pocos escritores como Emilio Salgari han dado cuenta con tanto dramatismo la miserable explotación de los editores. Porque si bien su obra es vastísima,   no obstante, él se considera “un galeote de la pluma”: “Ya ustedes, nos dice, pueden pensar; tres mil míseras liras anuales era mi estipendio, y tenía que trabajar indefectiblemente día y noche para ganar aquella cifra, porque mi contrato me obligaba a entregar tres volúmenes al año”.
Toda escritura es ficción, y Salgari es, en definitiva, su mejor personaje. Un hombre que, ya vencido, a los  cuarenta y ocho años, después de haber escrito incontables novelas sobre héroes que sirvieran para templar el sentido viril de los jóvenes italianos, después de haber fumado miles de cigarrillos mientras su pluma se deslizaba por las cuartillas sobre una mesa con la pata coja, apremiado por el editor que no le admite descansos, se va a un bosque en las afueras de Turín y se hace el harakiri, al estilo samurái. Y todo se acaba. Antes, en sus memorias, el 24 de abril de 1911, escribe a sus hijos anticipándoles el final. “Trunco mi existencia rompiendo la pluma”. Anticipa su muerte con el convencimiento de que le ha dado a la patria sus novelas. ¿Qué más puede dar un hombre al mundo que su imaginación?