He peleado con las más de 800 páginas de la obra de Herman Melville, como el capitán Ahab lo hace con la ballena blanca. No es un libro fácil de digerir, pero su lectura es deslumbrante. Melville construye un mundo a partir de un solo tema: la ballena. “Para producir un gran libro –nos dice- hay que elegir un gran tema. Nadie podrá escribir ninguna obra grande sobre las pulgas, aunque muchos lo hayan intentado”.
Esta novela, publicada en 1851, fue leída en su tiempo como una simple novela de aventuras. Pero es, desde luego, mucho más que eso. Es una novela que nos habla de la actividad de la caza de la ballena, de la soledad del mar, de los múltiples trabajos en la factoría, de las técnicas para manejar el arpón en el momento en que se está en el bote frente al cetáceo, del empecinamiento del hombre que le asigna a un elemento de la naturaleza la condición de mal absoluto. Es la historia de un hombre, el capitán Ahab, que va por los mares a bordo del Pequod con la sola intención de vengarse de Moby Dick, la ballena que le ha arrancado una pierna, contada por un sobreviviente de esa descomunal empresa, Ismael.
Pero para narrar este combate marítimo cuyo esquema abarca unas pocas líneas, Melville intenta contarlo todo: hace una descripción científica de la ballena, dedica capítulos a la cola, a la cabeza, a los tipos de cachalotes, a describir cómo luce el barco en el momento en que faenan al animal, qué se siente cuando se está en el bote, cómo son esos hombres que hacen largos viajes que duran tres o cuatro años para volver con los barriles repletos de esperma de ballena tan útiles para la vida de los hombres del siglo XIX.
Su proyecto es totalizador: “Como yo me he propuesto manejar a ese leviatán debo mostrarme omnisciente hasta en el menor detalle sin olvidar las microscópicas células de la sangre y hurgando hasta el último recodo de sus entrañas”.
Pero antes, en los primeros capítulos, el narrador Ismael juega un poco con los lectores, cuenta cómo es la ciudad desde donde sale el Pequod, Nantucket, donde “una brizna de hierba es un oasis, tres briznas (después de buscarla un día enero) una pradera”, y sus hombres, al caer la noche se dedican a descansar mientras “morsas y ballenas van y vienen por su almohada”.
También destina varios capítulos a presentar otro personaje apasionante, el que será su compañero: "Queequeg era un nativo de Rokovoko, una isla muy lejana situada en el sudoeste. No figura en ningún mapa: los lugares verdaderos nunca figuran en ellos".
Melville utiliza todos los recursos literarios conocidos en su tiempo: el relato autobiográfico, que por momentos se pierde y luego recupera, la descripción fantástica, que luego obtiene una rigurosa explicación (p. ej., las sombras vagamente humanas que se deslizaban hacia el "Pequod" en la brumosa mañana de la partida); las múltiples digresiones como el discurso del sacerdote sobre Jonás, la inclusión de narraciones independientes, digresiones eruditas o científicas, diálogos teatrales, la historia natural de la ballena y lo referente a su caza, el lenguaje coloquial.
El personaje central, pues es él el manomaníaco que seduce a toda la tripulación para que lo acompañen en esa lucha desaforada contra una única ballena a la que atribuye la condición de encarnación del mal absoluto, está trabajado con un refinamiento exquisito propio de un narrador magnífico. Nadie que haya transitado estas páginas deslumbrantes puede borrar la imagen de Ahab en la proa del Pequod, con la pata de hueso clavada en un agujero de la madera, esperando a la ballena bajo la “furtiva humedad de la noche que se le secaba con el sol de la mañana.”
Y ni hablar de las páginas destinadas a significar la blancura de la ballena y asociarla con el mal, esa misma operación que Sarmiento hace con el color rojo en las páginas del Facundo: “Era sobre todo la blancura de la ballena lo que me aterraba”, nos dice.
Moby Dick aparece en los últimos capítulos, cuando ya los lectores estamos desesperados y atiborrado de datos. Con esta dilación Melville nos comunica la experiencia monstruosa de Ahab frente a su propio delirio. Starbuck lo dice: “Debes reconocerlo, Moby Dick no te busca. Eres tú quien lo persigue”.
Esta novela, publicada en 1851, fue leída en su tiempo como una simple novela de aventuras. Pero es, desde luego, mucho más que eso. Es una novela que nos habla de la actividad de la caza de la ballena, de la soledad del mar, de los múltiples trabajos en la factoría, de las técnicas para manejar el arpón en el momento en que se está en el bote frente al cetáceo, del empecinamiento del hombre que le asigna a un elemento de la naturaleza la condición de mal absoluto. Es la historia de un hombre, el capitán Ahab, que va por los mares a bordo del Pequod con la sola intención de vengarse de Moby Dick, la ballena que le ha arrancado una pierna, contada por un sobreviviente de esa descomunal empresa, Ismael.
Pero para narrar este combate marítimo cuyo esquema abarca unas pocas líneas, Melville intenta contarlo todo: hace una descripción científica de la ballena, dedica capítulos a la cola, a la cabeza, a los tipos de cachalotes, a describir cómo luce el barco en el momento en que faenan al animal, qué se siente cuando se está en el bote, cómo son esos hombres que hacen largos viajes que duran tres o cuatro años para volver con los barriles repletos de esperma de ballena tan útiles para la vida de los hombres del siglo XIX.
Su proyecto es totalizador: “Como yo me he propuesto manejar a ese leviatán debo mostrarme omnisciente hasta en el menor detalle sin olvidar las microscópicas células de la sangre y hurgando hasta el último recodo de sus entrañas”.
Pero antes, en los primeros capítulos, el narrador Ismael juega un poco con los lectores, cuenta cómo es la ciudad desde donde sale el Pequod, Nantucket, donde “una brizna de hierba es un oasis, tres briznas (después de buscarla un día enero) una pradera”, y sus hombres, al caer la noche se dedican a descansar mientras “morsas y ballenas van y vienen por su almohada”.
También destina varios capítulos a presentar otro personaje apasionante, el que será su compañero: "Queequeg era un nativo de Rokovoko, una isla muy lejana situada en el sudoeste. No figura en ningún mapa: los lugares verdaderos nunca figuran en ellos".
Melville utiliza todos los recursos literarios conocidos en su tiempo: el relato autobiográfico, que por momentos se pierde y luego recupera, la descripción fantástica, que luego obtiene una rigurosa explicación (p. ej., las sombras vagamente humanas que se deslizaban hacia el "Pequod" en la brumosa mañana de la partida); las múltiples digresiones como el discurso del sacerdote sobre Jonás, la inclusión de narraciones independientes, digresiones eruditas o científicas, diálogos teatrales, la historia natural de la ballena y lo referente a su caza, el lenguaje coloquial.
El personaje central, pues es él el manomaníaco que seduce a toda la tripulación para que lo acompañen en esa lucha desaforada contra una única ballena a la que atribuye la condición de encarnación del mal absoluto, está trabajado con un refinamiento exquisito propio de un narrador magnífico. Nadie que haya transitado estas páginas deslumbrantes puede borrar la imagen de Ahab en la proa del Pequod, con la pata de hueso clavada en un agujero de la madera, esperando a la ballena bajo la “furtiva humedad de la noche que se le secaba con el sol de la mañana.”
Y ni hablar de las páginas destinadas a significar la blancura de la ballena y asociarla con el mal, esa misma operación que Sarmiento hace con el color rojo en las páginas del Facundo: “Era sobre todo la blancura de la ballena lo que me aterraba”, nos dice.
Moby Dick aparece en los últimos capítulos, cuando ya los lectores estamos desesperados y atiborrado de datos. Con esta dilación Melville nos comunica la experiencia monstruosa de Ahab frente a su propio delirio. Starbuck lo dice: “Debes reconocerlo, Moby Dick no te busca. Eres tú quien lo persigue”.
1 comentario:
Buenos días María Cristina. Me alegro de haber encontrado una breve reseña de mi novela predilecta. Moby Dick está marcada con letras de fuego, está inspirada por una fuerza hercúlea y clarividente.
Alfredo Alonso
Barcelona (España)
Publicar un comentario