domingo, 23 de mayo de 2010

El capote de Gogol, un cuento sobre el deseo


Dostoiesvky escribió refiriéndose a El capote de Nikolai Gogol (1809-1952): “Todos crecimos bajo el capote de Gogol”, destacando la importancia de este cuento canónico.
El cuento relata la historia de Akakiy Akakievich, un insignificante funcionario de un departamento ministerial del imperio zarista, cuya tarea era copiar documentos. Humillado por sus compañeros de oficina, su mundo se constreñía a esa tarea y a una vida llena de privaciones. Los hechos transcurren en San Peterburgo, a mediados del siglo XIX, y este dato es fundamental para entender el relato. El frío del invierno de esa ciudad es lo que da sentido a las penurias de este personaje, puesto que, el conflicto comienza cuando descubre que su antiguo capote, casi una bata, está tan roto que su sastre, Petrovich, ya no puede arreglarlo y debe encargar uno nuevo que le costará ochenta rublos. Con enormes privaciones conseguirá juntar el dinero para la nueva prenda..
Finalmente el capote estuvo terminado: “Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió..., es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich”, escribe Gogol.
Fascinado con su capote, acepta ir a una fiesta que organiza un superior. Será una ocasión para lucir el abrigo. Pero Akaiy Akakievich no disfruta de la reunión y decide volver a su casa. Hace frío y las calles están desoladas. Así describe Gogol la noche petersburguesa: “Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.
Y entonces unos hombres le roban el capote. La desesperación por la pérdida lo enferma y muere. El cuento no termina ahí, Akakiy reaparece por las calles de San Petersburgo como fantasma que se dedica a despojar de su abrigo a los viandantes en busca del que le robaron.
Este cuento puede leerse como una metáfora del deseo. El insignificante Akakiy logra apasionarse por algo, su vida en pos de un nuevo capote le devuelve el sentido. Como dice Elena Visso: “Hay quienes pueden reinventarse capotes por los que apasionarse en cada tramo de su vida, quienes renuevan su capote insistentemente, y sin haberlo previsto, dejan por herencia el puro afán de procurarse abrigos. Eso de lo incesante de la vida es el deseo, la herencia estructurante y mayor.”

La historia de humillados funcionarios atrapados por la telaraña de la burocracia, de vidas grises e insignificantes es un gran tema de la literatura. Personajes similares al inventado por Gogol encontramos en Bartleby, el escribiente de Melville, La metamorfosis de Kafka, El doble de Dostoievsky, La tregua de Mario Benedetti.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Feria Regional del Libro de Gaiman, Chubut

Entre el 13 y 16 de mayo se realizó como todos los años la Feria del Libro en esa pequeña ciudad tan hermosa y acogedora que es Gaiman, antigua colonia galesa, ubicada a 15 km de Trelew.
Allí se reunieron escritores y lectores. Entre los más destacados: Federico Jeanmaire, ganador del último premio Clarín de novela y Juan Sasturain, uno de nuestros grandes novelistas y conductor del programa sobre libros Ver para leer.
En ese marco di un curso destinado a docentes: El rol de la literatura juvenil en la escuela. Agradezco a todas las maestras y bibliotecarias que tuvieron la paciencia de escucharme. Y van unas fotitos:

domingo, 9 de mayo de 2010

Con El Eternauta en la Feria


¡Al fin pude sacarme una foto con El Eternauta! Después de tantos años viviendo sus aventuras con mis alumnos.


Fue en la Feria del Libro. Firmé libros en el stand de Comuniarte. Me encantó conocer a Miriam, una lectora de Morón que dijo seguir este blog y leer mis novelas. Los lectores siempre son algo impreciso e informe. Uno nunca sabe qué ocurre con sus textos, por dónde circulan. Estos encuentros con personajes y lectores son muy estimulantes.

jueves, 6 de mayo de 2010

La luz dorada de las tardes de los años cincuenta





Mi madre era modista. Una modista de barrio que cosía para las vecinas y la familia. Cosió con maestría y lentitud durante toda la vida. Había estudiado en la Instituto Argentino de Corte y Confección y se había recibido con medalla de oro. Las modistas de su época tuvieron que lidiar con una moda complicada: hombreras y bastillas, plisados y mangas abullonadas, tapados de verano y trajecitos sastre, blusas con infinitas puntillas y botones forrados.
Los dos últimos años de su vida, mi madre quedó postrada en una silla de ruedas. Tenía ochenta y nueve años y casi nada de lo que ella había sido perduraba en su cuerpo. Tenía los ojos vacíos, fijos en un punto indeterminado del mundo. Igual yo buscaba algo en ellos.
En esas tardes, en esas horas en que me sentaba frente a ella, intentaba contarle una historia. Las historias desafían a la muerte. Ella y Sherazade lo sabían.
Volvamos, le decía en voz baja, a cualquier tarde de los años cincuenta. Y entonces se escuchaba el ruido del pedal de la máquina Singer y ella volvía a coser la ropa de toda la casa. El otoño amarilleaba los árboles del patio y una luz dorada se filtraba por las ventanas. Sobre la mesa, la revista Chavela impresa en colores sepia, con las fotos de Olga Zubarry o Sully Moreno, ilustraban las portadas. De los modelos que exhibían sus páginas ella se inspiraba para coser trajecitos entallados en la cintura -sólo para cinturas de avispa- rigurosamente forrados con tafetas brillantes. Sacos que tenían hombreras que adosaba no sin dificultad y que después le probaba al maniquí, su compañía de todas las tardes. El maniquí era impenetrable personaje sin cabeza, un tanto pechugón, de espaldas derechas, forrado con un lienzo blanco al que mi madre le clavabas sin piedad los alfileres.
Con el maniquí no se podía hablar, pero era una compañía, acaso un confidente.
En la radio eléctrica empezaba el radioteatro de la tarde y, mientras ella cosía, viajaba al territorio de los amores desdichados a través de la voz de Oscar Casco y de Hilda Bernard, mientras la costura avanzaba en la máquina. Una modista genial, mi madre..
La máquina de coser y la radio eléctrica eran los dos elementos que presidían sus tardes. Primero la máquina era a pedal pero, más tarde, mi padre le adosó un motor eléctrico para que coser no fuera tan esforzado para unas piernas llenas de várices.
Aquellas tardes de mi madre cosiendo en la cocina tenían las voces de Lucía Marcó y Rafael Díaz Gallardo anunciando a Alfredo De Angelis, y también los de una familia, los Pérez García, que se presentaban así:
-Riing, riiing, hola..Si, amigos, esta es la casa de los Perez García.
Una radio era, en el espacio de esa cocina, el mundo que se colaba por las rendijas de un recinto cerrado. Entre puntada y puntada, las noticias de la caída de los presidentes, las encendidas declaraciones de amor de los radioteatros, las propagandas de jabones y de vinos, los tangos y boleros armaban una vida por fuera del silencio de la casa, una invasión que me dejaba al costado de la atención de mi madre. La radio era su territorio, un tren por el que ella se iba de las tareas habituales, que la ayudaba a bordear los intrincados caminos del sulfilado de los ruedos y de los plisados de las polleras. A veces cantaba entre dientes alguna canción de moda. Tenía una voz chiquita, tímida, que apenas se atrevía.
Esas cosas le contaba a mi madre cuando estábamos las dos en silencio. Había una anécdota maravillosa con la radio. Cuando mi madre era soltera y vivía en el campo se apasionaba con los radioteatros de Juan Carlos Chiappe: Chispazos de Tradición. Sus hermanas también se volvían locas por esas historias en capítulos diarios. La radio era un aparato enorme que presidía la cocina y que funcionaba a baterías. A la hora en que se emitía el programa todos tenían que estar en el campo cosechando, dándole de beber a las vacas, juntando las ovejas. La que se quedaba a cocinar era la única privilegiada que podía escuchar la radio. Pero la ansiedad por saber cómo seguían esas historias de gauchos insidiosos y amores forjados a lágrima suelta les impedían esperar al atardecer para interrogar a la que había escuchado el episodio y conocer el relato de los acontecimientos de esa tarde. Entonces habían inventado un sistema que casi siempre funcionaba. La hermana que se quedaba en la cocina anotaba en un papelito un resumen del capítulo y lo ataba al cuello de un perro que hacía de mensajero.
Cuando el perro llegaba, todos dejaban las tareas y deletreaban la caligrafía ripiosa y se conformaban con saber si la muchacha había descubierto quién era su madre, o si el guacho malo al fin se había muerto para tranquilidad de todos
Acaso lo único que le quedó en sus últimos días fue la luz dorada de aquellas tardes de otoño, un vago reflejo que a veces yo veía relumbrar en sus ojos apagados, un maniquí altivo en el rincón y su vieja máquina Singer que todavía la espera, con esa inocencia con que los objetos que nos pertenecieron nos siguen esperando, infinitamente.