lunes, 8 de octubre de 2018

150 aniversario de la publicación de Mujercitas de Louisa May Alcott

Nota extraída de la página Premio Nacional y Latinoamericano de LIJ La Hormiguita viajera, Biblioteca Virrey del Pino, La Matanza.

Todas fuimos Jo
por María Cristina Alonso
Las lecturas de infancia nos marcan a fuego, quedan en el recuerdo de forma fragmentaria, como barcos encallados que van perdiendo su aspecto pero que siguen evocando su destino viajero. A 150 años de la primera publicación de Mujercitas de Louisa May Alcott, varias lectoras adultas son convocadas para recuperar lo que quedó en su imaginario de ese libro de chicas que marcó la infancia de muchas.

Louisa May Alcott, (1832-1888) una escritora norteamericana que  vivió en Concord, Massachusetts, cuando ya era una autora consolidada, recibió la propuesta de su editor de escribir un “libro para chicas”. Y, aunque se resistió en un primer momento, porque
nunca le habían caído bien las muchachas ni había conocido a muchas, salvo a sus hermanas, se puso manos a la obra y así escribió Mujercitas, publicada en 1868, que se convirtió rápidamente en un best sellers leído más tarde, por varias generaciones. Partió de la idea de acompañar a las mujeres de la familia March a lo largo de un año mientras el padre estaba en la Guerra de Secesión. Y, como Alcott consideraba que el estímulo económico era la mejor motivación para escribir profesionalmente, su novela Mujercitas tuvo una segunda parte que se convirtió a su vez en éxito explosivo.
A Mujercitas le siguieron continuaciones: Little Men (Hombrecitos) y Jo's Boys (Los muchachos de Jo), en las que se muestran a hijos, sobrinos y alumnos de las hijas de los March armando sus propias vidas.
Robert Louis Stevenson  sostenía  que  un  buen  relato “debía  comunicar  una  anécdota,  un  incidente  que  actuara  sobre  la  imaginación  y  sobreviviera  más  claramente  en  la  memoria  que  los  ínfimos  detalles  de  la  novela  pretendidamente  social”. Hay una escena de Mujercitas, que se reitera cuando les pido a mis amigas –mujeres todas entre cincuenta y setenta años- que traten de recordar la lectura infantil de la novela  para escribir esta nota con la excusa de que se cumplieron 150 años de su publicación en septiembre de 1868.  La escena memorable, como Robinsón  Crusoe  retrocediendo  ante  la  huella  y  Ulises  doblando  el  arco, es ese momento en que Jo se saca la gorra y muestra su pelo corto. Ha vendido sus hermosas trenzas por 25 dólares para ayudar a Marmee que viaja a Washington a ver al padre enfermo. Ese gesto de automutilación para realizar un acto generoso ha quedado indeleble en el recuerdo de varias generaciones de lectoras.
Jo es, según señalan los críticos, el gran personaje femenino de la literatura norteamericana del siglo XIX, y su innovadora construcción ha quedado inalterable en el imaginario femenino porque asume la rebeldía que tantas mujeres quisieron y no pudieron expresar para sacudirse la opresión de la sociedad patriarcal.
En uno de sus recuerdos de la lectura, Adriana, una profesora de Ciencias Naturales, dice que, si la historia de Alcott estuviera ambientada en esta época, las mujercitas  llevarían el pañuelo verde y estarían a la cabeza reivindicando derechos.
En los mails y  audios de whatssap, mis amigas responden entusiasmadas a mi requerimiento. El título de la novela más leída por las chicas de varias generaciones atrás es un talismán, un pasaje, un boleto de regreso a esa patria, a esa tierra incógnita que es la infancia.
Lectoras con distintas profesiones y recorridos vitales me cuentan recuerdos fragmentados de una novela que les quedó grabada en forma indeleble. Para muchas, la evocación del libro viene unida al adulto que lo regaló. “Mi tía Chicha, una maestra frustrada, nos regalaba libros muy a menudo. Mujercitas vino de su mano, cuenta Marta, que pasó su infancia en un pequeño pueblito lechero. Y Marita, que hizo la primaria en una escuela rural, evoca al maestro de séptimo grado, un comunista deseoso de que todos los chicos estudiaran,  que le regaló un ejemplar de Mujercitas a fin de año, dándole de leer, así, la primera novela de buena literatura que superó las manoseadas  historietas y novelitas rosa.
Las muchachas March eran mujeres que se animaban a todo, “mujeres que trataban de salir por sus propios medios adelante”, define María Elena, una profesora de historia y voraz lectora que admira a esa comunidad femenina autosuficiente en que se convierte el hogar de los March, con el padre en la guerra. Lasque han tenido hermanas sostienen que jugaban a identificarse con los personajes que inventó Alcott en la segunda mitad del siglo XIX. “Con los trapos nos armábamos esos trajes largos que las vestían a las hermanas March, en las tapas duras de aquella edición amarilla cuyo nombre no recuerdo.  Y entonces, yo me convertía en Meg (que era la más responsable y fina y elegante, como yo aspiraba ser) y mi hermana, en Jo (tan machona y mal hablada como el personaje). Y así pasábamos toda la tarde reproduciendo las escenas que más nos habían gustado”, recuerda Marta, arrancando ese recuerdo de una infancia pasada en un pueblo rural en los años cuarenta.
Capítulo aparte merece el personaje más nombrado por todas las lectoras que evocan esta novela. Y es Jo, que con su masculinidad expresa: silba, se sienta como un muchacho, habla desmañadamente, no le preocupan los vestidos y dice sin ruborizarse: “Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos” (Mujercitas, El juego de los peregrinos, Primera parte).
Es que Jo, como su autora, armó su vida con la tensión entre la obligación femenina de formar un hogar, atender a padres e hijos y la libertad creadora.“Si tengo que mencionar un hecho de Mujercitas es cuando se encierra a escribir y cuando logra la primera publicación”, me mensajea Silvia, una autora de novelas históricas, confirmando que muchas de las escritoras de su generación son hijas de esa Jo que se ponía ropa especial, se calzaba un gorro rojo con una pluma para encerrarse en la buhardilla a escribir, comer manzanas y hablar con un ratón.
Me identificaba plenamente con Jo March y detestaba a Amy por vanidosa y superficial –escribe Norma, una amiga de Facebook que vive en La Plata- Jo era independiente, imaginativa, tomaba decisiones, como cuando vendió su pelo para que su madre llevara dinero en el viaje al hospital de campaña en donde estaba el padre. Resumiendo, adoraba ese libro y me frustré mucho con el matrimonio de Laurie con Amy ¡Qué injusticia!
Leí Mujercitas durante mi infancia. El libro pertenecía a la colección Billiken tapas rojas y duras, tamaño ideal. Escasas ilustraciones, para ver más imágenes releía cada tanto una versión resumida de Mujercitas pero en un libro grande de tapas duras con más ilustraciones que textos que tenía mi prima. Inmediatamente me identifiqué con Jo, era la rebelde, la machona, poco femenina, no se callaba nada, era la distinta en su época”, dice Silvia, una profesora de arte y fan del Club Atlético de Lanús.
Y no sólo Jo aparece reiteradamente en la memoria de estas lectoras puestas a evocar un libro fundacional. También el objeto libro es mencionado una y otra vez: “Mujercitas fue mis siestas de verano, leído en la colección Billiken que comprábamos con esforzados ahorros”, evoca Graciela desde la orilla del río Paraná, en una ciudad entrerriana. La misma edición que recupera la lanusense Silvia. Tal vez la misma de ese libro llave que un maestro comunista le regaló a Marita frente a la tranquera de la escuela.
He leído muchas notas sobre Mujercitas escritas para este aniversario. Pero he querido hacer el experimento de releer la novela con la paciencia de la primera vez. Para mi sorpresa, la prosa de Alcott en la traducción de Gloria Méndez sigue siendo fresca e invita a continuar con su lectura. Claro que esta versión, tomada de la original publicada el 1 de octubre de 1868, no fue la que leímos en la infancia sino la de 1880. La propia Louisa Alcott permitió que apareciera con varios cambios textuales, y la prosa vigorosa fuera reemplazada por una más trivial y propia de una dama, simplificando  las alusiones literarias para que llegaran a un público más amplio.
Y mientras avanzaba por las más de quinientas páginas, trataba de acordarme cómo fue esa primera lectura, dado que, como me lo cuentan mis amigas, por aquel entonces vivíamos lo que leíamos.A la hora de la siesta-me cuenta Marta-, mi hermana –la segunda- y yo, aprovechando que los demás dormían, sacábamos colchas y telas de la habitación y las llevábamos al galpón. Allí espantábamos a las gallinas, apretábamos las bolsas y el espacio se convertía rápidamente en el cuarto de las mujercitas.”
Mujercitas ha sido una lectura inspiradora. Hay un libro en el que creí ver reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Yo quería a toda costa  ser Jo, la intelectual. Compartía con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo escribía, y para imitarla empecé mis primeros cuentos cortos”, escribe Simone de Beauvoir en Memorias de una joven formal, su autobiografía.
Leída por feministas que vieron en la historia la tensión entre la obligación femenina y a creación artística, lo cierto es que la obra de Alcott sembró ideas renovadoras en varias generaciones de mujeres. Fue una escritora que abrevó en las ideas del trascendentalismo tomadas de los grandes hombres del círculo de su padre, el pedagogo Amos Alcott; Emerson, Nathaniel Hawthorne, el predicador Theodore Parker y Thoreau,  fue partidaria fervorosa de la causa abolicionista y de la lucha por el voto femenino. Ella supo inocularnos con la creación de esa muchacha desgarbada y laboriosa, la idea de que  la escritura era un acto de rebeldía capaz de atravesar la dura cáscara del patriarcado. Tal vez por eso, casi todas las chicas que han leído y leen Mujercitas quieren ser, para siempre, Jo.

miércoles, 3 de octubre de 2018

PREMIO NACIONAL Y LATINOAMERICANO DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
“LA HORMIGÜITA VIAJERA”
Edición 2018
AUSPICIADO POR ABGRA (ASOCIACION DE BIBLIOTECARIOS GRADUADOS DE LA REPUBLICA ARGENTINA)

EDUCACIÓN Y PROMOCIÓN DE LA LIJ: MARÍA CRISTINA ALONSO

martes, 7 de agosto de 2018

El mundo de Andersen en la 11° Feria del Libro de Bragado

El sábado 4 de agosto, en La Feria del libro de Bragado recreamos el mundo de Hans Christian Andersen teatralizando el cuento El traje nuevo del emperador. La puesta y actuación de Estefanía Etulain y Betiana Grosso Cosentino.










El traje nuevo del Emperador

Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

Los fósforos que encienden los cuentos de Andersen por María Cristina Alonso


1
Confecciona ropa para sus marionetas que   viven en el teatrillo que le ha hecho su padre, un zapatero pobre que  se irá a la guerra y de regreso lo dejará huérfano. Detrás de esas maderas viejas, los muñecos interpretan múltiples historias. La imaginación del muchacho es un motor encendido las veinticuatro horas, un mecanismo que no para jamás y que casi no necesita combustión.
 Canta, recita diálogos con voz de princesa, con ronquidos de ogro, con incesantes parloteos de feria. En el barrio los  muchachos le tiran piedras, se burlan de su cuerpo desgarbado, de sus juegos solitarios. Pero él no se siente solo. A su alrededor, los objetos más insignificantes le descubren sin pudor sus corazones emparchados. Y también a ellos les otorga una voz. Muchos años después contará sus vidas melancólicas: un viejo farol a punto de ser desechado, un soldadito de plomo sin una pierna, una tetera arrogante que termina astillada, unos zuecos que hacen viajar hacia sus deseos a quien se los calce, un ruiseñor a cuerda que entretiene a un emperador, un fardo de harapos de distinta procedencia que discurren sobre su lugar de origen, unos zapatos rojos que no paran de bailar. En los primeros años del siglo XIX, en Odense. Dinamarca, Hans Christian Andersen   descubre que todo lo que lo rodea, hasta el objeto más insignificante, puede ser narrado. Por eso no lo doblegan los delirios alcohólicos de su madre,  ni lo amilanan las burlas y los golpes que recibe en la escuela. Las  historias que imagina  son  una coraza protectora y, como muchos de esos seres que cobran vida por las noches, cuando el sueño no llega, él siente que está destinado a ser un grande, que toda Dinamarca repetirá con orgullo su nombre, pero todavía no sabe por qué.
2
En el manicomio donde trabaja su abuela cuidando el jardín y su madre lavando ropa descubre a la literatura. Descubre que con una simple cerilla se puede encender la imaginación, engañar al estómago vacío y aliviar al cuerpo aterido de frío.  Escucha a las internas que, mientras hilan, cuentan historias, algunas vulgares, otras maravillosas, otras de impactante terror y toma nota.
En casa ha leído las tragedias de Shakespeare que le ha legado su padre, pobre pero fantasioso, y las ha revivido una y otra vez en el mísero teatrillo. Todavía no es el avezado  autor de cuentos de hadas, pero allí, en su infancia, está el germen de un género del que será creador personalísimo. Dirá más tarde cuando ya es un autor consagrado y los públicos diversos aplaudirán sus lecturas públicas refiriéndose a sus cuentos: “Los escribí de la manera en que se los contaría a un niño.” En una época en que la incipiente literatura destinada a la infancia era didáctica y moralizante, el danés contó historias llenas de fantasía pero en las que también habló de la inestabilidad de la condición humana, de la inclemencia de los poderosos, de los que se mueren de frío, de amor, de injusticia.  Su mirada clemente de narrador exalta al pobre, a la niña que se sacrifica por librar del hechizo a sus hermanos, al patito más feo de la granja, al soldadito defectuoso al que le falta una pierna por defecto de fabricación. “El pueblo como el niño- dice Graciela Montes_ está en situación social de desvalimiento y se identifica fácilmente con los héroes perseguidos, con los relegados, y se siente reivindicado con el final feliz”[1]
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Otra cosa que hace durante toda su vida es viajar, viaja como tantos escritores para escribir sus impresiones de viajes y para contar al regreso. También dibuja paisajes en sus cuadernos con trazo diestro. Lleva en su valija el diario de viaje y el cuaderno de dibujo. Como muchos viajeros célebres cultiva el género y escribe en un diario sus impresiones sobre los itinerarios que realiza. Un cosmopolita que visita países que resultan exóticos para su época como España, Grecia, Turquía. Su vida es un viaje que, como sus cuentos, debe ser narrada. Se convierte en un guía experto por los países Nórdicos y Alemania. Ama las torres de Núremberg, se deleita con la exótica melancolía de Málaga.
En Bratislava dirá de esta ciudad que lo maravilla: “Me esperaba una bienvenida espectacular. Me encanta esta ciudad, es tan viable y llena de colores. Las tiendas parecen como si fueran trasladadas aquí desde Viena. Hay mucho que ver – me dijo un ciudadano – subamos a las ruinas del castillo allí en la roca. Desde allí se puede ver el puente flotante, la ciudad entera y los campos de trigo en sus alrededores” Es  junio de 1841 y va en viaje de  Estambul a Viena. Entusiasta afirma:Me piden que les cuente un cuento. ¿Para qué? Si vuestra ciudad es un cuento.” Muchos años después, los habitantes de la capital de Chequia erigirán una estatua del cuentista danés  en la plaza Hviezdoslavovo námestie. Y para que no se sienta solo, lo rodean de los personajes de sus cuentos más famosos.
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Sus relatos son tristes, muchos de ellos nacen de las historias con que tropieza en la isla de Fionia, en su Odense natal. Cuentos salidos de la boca de rústicas tejedoras, de campesinos, del pobrerío de los barrios bajos. Otros encubren escenas autobiográficas. El patito feo es su propia historia contada en clave animal. El pato más feo termina en cisne y corrobora el síndrome de Aladino que padece Andersen. Tanta confianza tiene en su buena estrella que así como Aladino , hijo de un  padre artesano termina colmado de riquezas, él hijo de un zapatero llegará muy lejos.
En ese viaje que comienza cuando va a Copenhague a probarse como actor, cantante, bailarín y terminará amparado por la burguesía ilustrada lo impulsa la vanidad, el deseo de agradar y su complejo de advenedizo.
Heinrich Heine  lo definió sin piedad: “Parecía un sastre. Su figura revela una especie de servilismo que tanto complace a los príncipes. Es un vivo ejemplo de cómo quieren los príncipes que sea un poeta.”
Aunque muchos aman sus historias, la vanidad y el carácter de Andersen lo torna un personaje bastante incómodo. En 1847 Charles Dickens lo invita a
Gad Hill Place, cerca de Rochester, una residencia que acababa de comprar y que estaba bastante aislada. Ambos escritores se admiran, pero algo sucede. El danés alarga su estadía y la familia se impacienta. Cuando al fin hace las valijas y parte, Dickens escribe en el espejo:  «Hans Andersen durmió en esta sala durante cinco semanas que a la familia nos parecieron siglos».
Andersen conoce a los poderosos de cerca. Los frecuenta, los adula, se beneficia de sus contactos y sabe de sus defectos. Sus cuentos hablan del emperador vanidoso que estrena traje nuevo todos los días y que, su ostentación y la adulación de los súbditos lo hacen salir desnudo a la calle o de aquel poderoso de la china que agota a su capricho la vida útil del ruiseñor mecánico.
Y en casi todos, encontramos la revancha de los débiles. La vendedora de fósforos es recibida por su abuela cuando muere, la sirenita que no ha podido cumplir su sueño consigue el alma eterna. Elisa, la niña de Los cisnes salvajes es recompensada cuando rompe el maleficio de sus hermanos. Todos los personajes son sometidos a duros sufrimientos.
En el mundo Andersen cualquier felicidad se consigue después de un largo viaje en el que el viajero debe sortear obstáculos, superar envidas, ser humillado, tocar fondo en los más imaginativos infiernos y, si algo tiene claro el lector, es que la nieve termina derritiéndose y los duros corazones acaban ablandándose, porque en los cuentos de hadas que este desgarbado soñador de galera escribe para deleitar a los chicos y a los grandes, en este o en el otro mundo siempre hay revancha.



[1] Montes, Graciela, nota preliminar a El cuento infantil, CEAL, Buenos Aires, 1977

Ensayo que obtuvo el Primer Premio en el concurso de relatos de la Fundación El Libro 2018

domingo, 29 de julio de 2018

Infernales de Laura Ramos


Una biografía gótica
por María Cristina Alonso


 
Así como James Boswell, para escribir la biografía de Samuel Johnson, partió de la correspondencia, de los testimonios orales, de la frecuentación directa puntillosa y obsesiva del biografiado, fundando la biografía moderna como género, Laura Ramos arma en su libro Infernales (Taurus, 2018) -con la misma obsesiva indagación en anteriores biografías, en relatos de viajes al corazón de Haworth y en lecturas meticulosas de las obras ficcionales- las fantasmales y productivas vidas de los hermanos Brontë.
Hay mucho de novelista en un biógrafo que crea un mundo y debe poblarlo alrededor de sus personajes, con la diferencia de que la biografía exige basarse en testimonios más o menos fiables.
Laura Ramos nos lleva con su libro de viaje a la región de Yorkshire en la primera mitad del siglo XIX y nos deja instalados en un páramo cruzado por los vientos que da, entre sus mejores frutos,  escritores. Y no cualquier escritor: tres novelistas formidables que encendieron la curiosidad y despertaron devociones en los lectores de todas las épocas, y un poeta que hubiera sido brillante si el opio, los amores desdichados, el alcohol y la decisión de sus hermanas de ignorarlo, no lo hubieran casi borrado de la historia. Tales son las vidas de Charlotte, Emily, Anne y Bradwell Brontë.
La reconstrucción del mundo Brontë no puede ser más minuciosa, y a la vez fascinante. Tiene la virtud de incitar al lector que se inicia en la reconstrucción de esa factoría donde se forjaron novelas inolvidables como Jane Eyre y Cumbres borrascosas, a completar el repertorio de ficciones que estas inglesas de Yorkshire legaron a la humanidad. Biografía, entonces, que no sólo reelabora los pensamientos de estos escritores e imagina opciones de ese pasado cuando era presente, sino que nos insta a releer sus textos.  
En Infernales encontramos la explicación y el origen de una de las literaturas más potentes del siglo XIX. Desde los juguetes que inspiraron los primeros textos literarios de los hermanos, como la caja de soldaditos de madera que el padre les llevó de Leeds, pasando por la literatura edificante que se leía en las escuelas para hijos de clérigos pobres a las que asistían. Cuentos poblados de niños sufrientes -que mantenían la fe pese a las adversidades- como los que integraban  El amigo de los niños del reverendo Wilson. Y los fantasmas que escapaban de los cuentos que Tabby, la cocinera, les contaba junto al fuego hasta el clima melancólico del cementerio junto a la rectoría donde vivieron, los efluvios de El Toro negro, la taberna sobre cuyo mostrador Brandwell escribió algunos versos, y el otro fantasma inevitable, el de las enfermedades que fueron diezmando a la familia impiadosamente.
¿Qué tiene de nuevo este libro sobre unas escritoras bastamente visitadas por biografías y películas? La autora, las páginas finales, nos comparte su plan de trabajo. “Me apropiaría de todas las investigaciones hechas hasta el momento, haría la ruta Brontë británica, la irlandesa y la belga, pero también abrevaría en las fuentes desacreditadas chismes, videntes, farmacéuticos, borrachos, fantasmas, la cuñada del guardia.”
Sobre el final de Infernales, Laura Ramos nos cuenta el origen de esta obsesión Brontë, de “su trauma” como ella misma lo denomina, que le llevó diez años de investigación y escritura. El descubrimiento de Jane Eyre en la edición española  titulada Juana Eyre de Carlota Brontë, hallada en el banco de la iglesia del colegio donde estaba pupila una vecina. Libro cuya lectura le borró el mundo hasta que las monjas la rescataron,  y el incumplido deseo del padre, Abelardo Ramos, de que su hija visitara el Museo Británico  para ver el escritorio de Carlos Marx. Ella, en su lugar, se fue a Haworth, a casa de las hermanas Brontë.
Y lo nuevo que trae este libro es el rescate del hermano ignorado, despejando la leyenda maldita de Patrick Brandwell Brönte, un romántico  poeta  cultísimo que escribió poemas en prosa y fue el primero de los hermanos editados.
También devela aspectos de las tres hermanas -que comenzaron a publicar bajo seudónimos, como Curren, Ellis y Acton Bell- desmintiendo la imagen de solitarias muchachas virginales perdidas en un páramo escribiendo novelas. Nos presenta a Charlotte, Emily y Anne como mujeres cultas, que viajaron, que se educaron en Bruselas, como Charlote y Emily, que  se enamoraron,  (Charlotte de dos hombres casados), que fueron egoístas con su hermano cuando decidieron utilizar la herencia de la tía muerta para financiar sus obras, que despreciaban el único trabajo que las mujeres cultas y pobres podían hacer, el ser institutrices y gobernantas, y que abandonaron sus sueños modestos de crear una escuela para convertirse en escritoras profesionales.
Laura Ramos nos revela la génesis de estas escritoras que fueron feministas cuando nadie tenía conciencia de la igualdad de género, que decidieron no casarse y hacerse cargo de sus vidas, que escribieron una obra que limita con las pasiones humanas más salvajes, más tenebrosas. Nos lleva a los tiempos en que, siendo niñas, escribieron pequeños libros en retazos de papeles contando historias de mundos como la Confederación de la ciudad de Cristal, Angrial o Gondal, y los poemas escritos a la luz de las velas mientras pelaban papas.
Infernales es una biografía gótica que se propone deconstruir el mito Brontë con una escena fundante: la noche en que Charlotte y Emily se presentan ante George Smith, de la librería y editorial Smith & Elder, en Londres, para dejar en claro que ellas eran las autoras de las famosas novelas firmadas con los seudónimos de Currel, Ellis y Acton Bell. “Somos tres hermanas”, dijeron al editor y terminaron en la Ópera donde daban El barbero de Sevilla.  Capítulo introductorio  que concluye con los puntos suspensivos con que la autora invita al lector a visitar los páramos de Yorkshire y no abandonarlos más hasta la última página.