domingo, 16 de julio de 2017

Profesores que escriben

Heme aquí, ya profesor (de Mientras duren los libros)

 Me pregunté durante mucho tiempo: ¿se puede escribir y ser una profesora de secundaria? Pienso en Haroldo Conti, dando clases de latín mientras escribía Mascaró,  en Cortázar en las escuelas de Bolívar y de Chivilcoy, en la década del 40, o  en Antonio Machado y sus cursos de francés en la España de la Segunda República. Sobre estas cosas trata este capítulo de Mientras duren los libros


Durante mucho tiempo soy una profesora que anda a los tumbos y apenas si puede orientarse en el salón de clase. La juventud nos llena la cabeza de sueños. El mío es el de convertirme en escritora y en poder leer sin que nadie me interrumpa durante horas. Pero no hay caso. No hay tiempo para nada. Además de las horas que paso frente a alumnos, en dos turnos, tengo que asistir a reuniones, hacer planificaciones, escribir discursos para los múltiples actos que se suceden a lo largo del año y corregir parvas de evaluaciones y trabajos escritos.

Corregir, esa es la condena del profesor. Los chicos     escriben como si estuvieran colgados de una ventana mirando el precipicio. Letras de múltiples formas con biromes de todos los colores pero nunca escritura legible. Un profesor es un criptógrafo, un aspirante a Champollión, un descifrador de jeroglíficos. Pasa horas mirando las hojas de carpeta intentando dilucidar lo que han querido escribir sus alumnos y, cuando lo logra, en general no hay nada consistente.
Horas de corrección. Me instalo frente a la ventana con el mate, pongo música, me reclino sobre almohadones, pero la pila de escritos no avanza. Cuando ya tengo cinco corregidos me acuerdo de que hay que ir a descolgar la ropa porque va a llover o pienso que el cubo del agua del perro estará vacío. Me levanto incontables veces para consultar libros de la biblioteca que me vienen a la cabeza, los abro, leo unos párrafos y los vuelvo a colocar en los estantes. Me digo que, para corregir los cinco cursos que se apilan sobre mi mesa, debería atarme a la silla con una cadena. Me muero de aburrimiento. No soy buena profesora, odio corregir siempre las mismos errores, esas largas oraciones sin puntos ni comas, esos errores ortográficos que horrorizan, esas diez palabras que conforman casi todo el vocabulario de los adolescentes que tiene siempre cosas más interesantes que hacer que dedicarse a escribir una página decente para la prueba de lengua.
Sueño con hojas de carpeta Rivadavia garabateadas con birome, con los extremos doblados, con florcitas dibujadas en los extremos, con la marca de agua con esa R estirada y llena de firuletes que atraviesa la hoja. Justo Rivadavia, un tipo que no me cae para nada simpático. Y trato de no hacer la cuenta de los trabajos escritos que corrijo en el mes, en el año, al cabo de los años. Por suerte, de tanto en tanto, algún adolescente escribe una historia interesante o incurre en errores graciosos.
Me pregunto ¿se puede escribir y ser una profesora de secundaria? Pienso en Haroldo Conti, dando clases de latín mientras escribía Mascaró,  en Cortázar en las escuelas de Bolívar y de Chivilcoy, en la década del 40, o  en Antonio Machado y sus cursos de francés en la España de la Segunda República. Y me respondo que se puede. Entonces corro las evaluaciones agobiantes y pongo una hoja en la Olivetti Lettera 32 anaranjada o más adelante enciendo la computadora y escribo.
Una mañana llevo un libro de poesías completas de Antonio Machado a clase. Él también fue profesor. Un reposado profesor que escribe mientras camina por los campos de Castilla bordados de olivares polvorientos: "Heme aquí ya, profesor/ de lenguas vivas (ayer  maestro de gay-saber, /aprendiz de ruiseñor)/ en un pueblo húmedo y frío,/ destartalado y sombrío, / entre andaluz y manchego". Es Antonio Machado que,  en 1912, después de la muerte de su amada Leonor, se traslada a Baeza, en Jaén, a casa de su madre y, hasta 1919, enseñará Gramática Francesa en el Instituto de Bachillerato instalado en la Antigua Universidad baezana.
Sus ex alumnos lo recordarán como un hombre benevolente y un tanto ausente del mundo cotidiano. Su cabeza estaba llena de poesía pero también preocupado por el clima político que se respiraba durante la Segunda República. Le inquietaban los males nacionales y les decía a sus alumnos: No aceptéis la cultura postiza que no pueda pasar por el tamiz de vuestra inteligencia. Hay que aprender a pensar, a razonar, a utilizar el cerebro; a distinguir “los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces”
La pena por la pérdida de Leonor, que había muerto a los 18 años, se notaba en su  desaliño. Solía decir: Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado, puede ser un sabio, un héroe, un santo. El birrete de un doctor puede cubrir el cráneo de un imbécil.
Escribe el hispanista Ian Gibson que Machado fue catedrático por casualidad pero que, una vez que ganó la cátedra de Lengua Francesa en el Instituto de Soria, en 1907, se aplicó muy en serio a su profesión y a sus obligaciones. Había pensado trabajar en un banco, y también había querido ser actor. Fue su maestro Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, quien lo encaminó hacia la docencia y le propuso opositar a una cátedra en el Instituto.  Sabía francés como su padre y abuelo, le interesaba la literatura francesa contemporánea, había estado en París. Por lo tanto, ya que como escritor no iba a poder ganarse la vida,  comenzó a dar clases. Y no fue un profesor convencional. Aunque su misión era enseñar francés con los libros de textos oficiales –por aquel entonces el francés era considerado una materia “de adorno”, como la gimnasia- se las ingeniaba para que sus clases fueran entretenidas y dinámicas. Aligeraba el aburrimiento de la gramática enseñando la lengua a través de la literatura, no sólo francesa, sino también española. Tampoco, parece, suspendía a ningún alumno. Podemos imaginar que en aquellas “lecturas comentadas” – dice Gibson- habría frecuentes alusiones a la literatura española, e incluso a poetas amigos del catedrático. Y lo más grande, era que los alumnos sabían que, pasara lo que pasara, el bueno de don Antonio nunca los iba a suspender.
Leo en voz alta Canciones y cantares, leo “A un olmo seco”. Un chico de pecas me mira soñoliento, una que no puede dejar tranquilos a sus rulos encendidos bosteza, desde el último banco se escucha el ruido de un sacapuntas. Las virutas van cayendo sobre el piso y me alejan de los campos de Castilla, de Antonio Machado exiliándose en Coilleur, de su melancolía. Suena el timbre.

Tampoco suspendía a sus alumnos Haroldo Conti,  que desapareció el 4 de mayo de 1976, secuestrado por una patota en los comienzos de la dictadura. En ese entonces daba clases en el Liceo Nacional N° 7 “Domingo Faustino Sarmiento”, de Buenos Aires.
Un profesor diferente, como lo recuerda una ex alumna, Ramy Alvarez Freita, cuyo testimonio está registrado en el libro Haroldo Conti, biografía de un cazador, de Néstor Restivo y Camila Sánchez: “No era lo que se dice un profesor común. En absoluto. A nosotros nos dictaba latín, en segundo año, en el 72”. “No hablaba mucho de sus libros. Tanto que muchas compañeras, creo, ni siquiera sabían que al frente de la clase estaba un escritor de muy alto nivel.”
Y la directora del Liceo donde Conti enseñaba recordó con horror que una noche encendió el televisor y lo vio a Haroldo Conti entrevistado por Julio Lagos, que decía: “Sí, yo dicto en una escuela latín…la verdad es que cumplo la mitad del programa.” Y pensó que al día siguiente iba a tener que llamarle la atención. Como cuando faltaba y ella le decía: “Conti, no me haga tener que pasarle una observación escrita.”
El mismo Conti dirá, en un reportaje publicado en el diario La Opinión del 15 de junio de 1975:”Ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras y hubo una época de silencio en la que me dediqué a estudiar y, voluntariamente, dejé todo ese tipo de inquietudes (se refiere a sus deseos de ser escritor). Por ese camino acabé siendo un triste profesor de escuela secundaria. Hace veinte años que enseño latín.”
Y, reflexionando sobre su situación económica: “Miren mi caso personal; tengo seis o siete premios internacionales y sin embargo mi ingreso fijo siguen siendo los doscientos mil pesos mensuales que gano como profesor de latín en una escuela secundaria. Otros halagos económicos no tengo. Me gusta viajar. Creo que para mi oficio es imprescindible conocer lugares y gentes. Viajaría eternamente, pero los viajes me los tengo que financiar yo, generalmente. De modo que un viaje hacia lo desconocido y maravilloso puede ser irme a mi pueblo, a doscientos kilómetros; es toda una hazaña, pero cuesta muchos pesos.”
Conti se desempeñó como profesor de latín en el Liceo N°7, de Buenos Aires, desde 1967 a 1976. Luego de su desaparición, durante dos años, se le siguieron computando las ausencias y, recién a mediados de 1979, el Ministerio de Educación, envió al establecimiento una notificación que lo declaraba cesante por "abandono de tareas".
Escritores que enseñan, que dan clases para vivir pero que andan por los pasillos de las escuelas con sus ficciones a cuestas. Mientras van pasando los años y escribo libros, mientras transcribo notas a planillas cuadriculadas, corrijo evaluaciones y asisto a interminables reuniones de profesores cuya finalidad es hacernos sentir siempre en falta y culpables, pienso en Cortázar enseñando Instrucción Cívica en la escuela normal de Chivilcoy entre 1939 y 1944 y escribiendo cuentos en la pensión Varzilio.
Chivilcoy está a cincuenta kilómetros de la ciudad donde vivo. Envidio a los chivilcoyanos por haberlo tenido a Cortázar vagando por sus calles.
Leo un prólogo que Cortázar escribe para una edición de los cuentos de Felisberto Hernández  -“Carta en mano propia”-  y puedo entrar, guiado por sus palabras a la pensión Varzilio.
Para envidia del resto de los pensionistas, la habitación de Cortázar da a la calle y parece que es la mejor de la casa aunque el futuro escritor se queje no sólo de ella, sino de la aplastada ciudad de la pampa bonaerense.
Cuando no está en la escuela, Julio escucha discos que pasa en una victrola rasposa, según la descripción que hace a un Felisberto que ya no puede leerlo porque está muerto.  Por la ventana de la pensión Varzilio salen aires de Mozart, de Bach, tangos de Gardel,  los blues de Jelly Roll Morton y las canciones de Bing Crosby.
La vida de Cortázar en Chivilcoy se reparte así: cada tanto un concierto en el club social y de lunes a miércoles, cinco horas de geografía, nueve de historia y dos de instrucción cívica. Los almuerzos compartidos en la larga mesa con viajantes de comercio y empleados bancarios.
El joven Cortázar se está volviendo un experto en pueblos, antes de Chivilcoy ha estado en Bolívar, “ese peldaño del infierno que se llama Bolívar”,  le escribe a una amiga, describiendo las ventajas de Chivilcoy: De no existir la inapreciable ventaja de escaparse cada fin de semana, acaso habría más problemas de vida aquí que en aquel pueblo sin alma. No sabe usted las cosas que me han ocurrido... y que me ocurren: la suma de miserias y torpezas que caracterizan a una ciudad del interior.
  Lo cierto es que  antes de Rayuela y el boom latinoamericano, antes de Cuba y de su hermano, el Che, que iba por los montes mientras él  dormía y  Nicaragua tan violentamente dulce, Cortázar es un docente que enamora a alguna de sus alumnas y debe abandonar el pueblo acusado, en 1944, de comunista, anticlerical, anarquista y trotskista por no besar el anillo del obispo de Mercedes, que visita la institución.

María Cristina Alonso

Obras mencionadas en este capítulo:
Mascaró, de Haroldo Conti. “Campos de Castilla”, “A un olmo seco”, de Canciones y cantares, de Antonio Machado. Haroldo Conti, biografía de un cazador,  de Néstor Restivo y Camila Sánchez. Rayuela, de Julio Cortázar, “Che” en “Carta a Adelaida y Roberto Fernández Retamar” de Cartas 1964-1968, de Julio Cortázar en Edición a cargo de Aurora Bernárdez.


domingo, 9 de julio de 2017

Gendarmes y niñeras (Capítulo 3 de Mientras duren los libros)

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Cuando empecé a estudiar Letras en la facultad de Humanidades de La Plata no pensaba en ser profesora de secundaria. Elegí la carrera porque… ¿qué otra cosa podía estudiar alguien a quien sólo le interesaba leer? Llegué a la facultad en tiempos revueltos. Era 1973, la primavera camporista. Yo venía de un pueblo y lo primero que recuerdo de aquellos pasillos de la facultad que ya no existen  son las paredes con imágenes del Che y pintadas con fusiles atravesados por lanzas haciendo la V de la victoria. Después, en el 76, cuando el golpe militar, las paredes se limpiaron y sólo corría por los pasillos el miedo y las noticias terribles de  compañeros que desaparecían.
En el último año hice mis prácticas en Bellas Artes, colegio que dependía de la Universidad.
La Profesora de Prácticas era una mujer de sonrisa fácil, parecía comprensiva. Ingenuamente propuse un poema de Cortázar para trabajar con los alumnos del  segundo año que me habían asignado: “El niño bueno”.

“No sabré desatarme los zapatos y dejar que la ciudad me muerda los pies
no me emborracharé bajo los puentes, no cometeré faltas de estilo.
Acepto este destino de camisas planchadas,
llego a tiempo a los cines, cedo mi asiento a las señoras.
El largo desarreglo de los sentidos me va mal. Opto
por el dentífrico y las toallas. Me vacuno.
Mira qué pobre amante, incapaz de meterse en una fuente
para traerte un pescadito rojo
bajo la rabia de gendarmes y niñeras.

De ninguna manera -dijo la Profesora de Prácticas- A los alumnos hay que darles siempre textos positivos, que hablen de acciones correctas y no de rebeldías estériles. Era septiembre de 1976, la dictadura se ensañaba con los jóvenes militantes, los secuestros se multiplicaban y proliferaban los centros clandestinos de detención. El 16 fue la famosa Noche de los lápices. Un grupo de estudiantes secundarios que habían participado de marchas por el Boleto Escolar Secundario y que eran militantes políticos, de la UES, fueron secuestrados por grupos de tareas conducidos por el general Ramón Camps[1]. Eran estudiantes secundarios como los alumnos con los que yo debía hacer mis prácticas, que asistían a escuelas secundarias de La Plata, entre ellas al Colegio de Bellas Artes. Es decir que, mientras mi Profesora de Prácticas me rechazaba un poema que no era “moral”, en aulas cercanas a la mía quedaban bancos vacíos de los chicos que ya estaban en campos de concentración sufriendo torturas.
El niño bueno que Cortázar describe en su poema significará para siempre aquella época. Tiempo en que nadie podía desatarse los zapatos, ni emborracharse, ni ser impuntual porque siempre había gendarmes y niñeras que nos decían todo el tiempo lo que debíamos leer, lo que debíamos escribir, lo que debíamos enseñar.
Cuando obtuve el título volví al pueblo y transité muchos años pensando que daba clases para vivir, pero que mi destino estaba en la escritura. Me alentaba pensar que otros escritores tuvieron que dar clases para sobrevivir.
A fines de 1977 conseguí unas horas en cuarto año del bachillerato en un Colegio Nacional. Año duro, terrible. Muerte, desapariciones, censura. Ese era el pesado bagaje que  llevaba en mi portafolio de docente principiante. Porque en mis primeras clases me compré un portafolio de esos serios de maestra aplicada. Después no lo usé más. Preferí llevar los libros en la mano o en una bolsa, como si estuviera de paso. Los portafolios son objetos feos, se llenan de papeles que después uno nunca saca, de pelusas, de pedazos de tiza, de planillas ajadas que debieran haber sido entregadas en tiempo y forma. Y, además, van sufriendo transformaciones a lo largo del día. El cuero parece brillante y lustroso en la primera hora, pero va cambiando a medida que las clases se suceden. El portafolio se va blanqueando con la tiza, se le pelan los extremos al rozar con los bancos, se va inflando a medida que recibe las hojas con las evaluaciones de los alumnos. Al final de la jornada es una especie de hipopótamo intoxicado que pesa como si uno llevara a todo el curso a su casa.
Así que dije basta a los portafolios y me colgué una bolsa  colorida al hombro que, si bien cumplía la misma función que el portafolio era más informal, me hacía sentir que no iba a estar cinco horas seguidas en la escuela con todo lo que significa de horarios, normas, estatutos, acuerdos disciplinarios y burocracia sino que iba a charlar sobre libros en una tertulia imaginaria.
Pero no era verdad. La escuela es una de las tantas instituciones de encierro, como las cárceles y los hospitales. La literatura es, como todas las artes, un espacio de libertad. “Mientras leo -escribió una vez Andrés Rivera- no hay censores, no hay celadores que vigilen nuestra mente”. Eso fue para mí lo paradójico de enseñar literatura. Leer no resiste el imperativo, y sin embargo siempre estamos diciendo: “tenés que leer”, “¿no leíste para hoy?” “¿dónde está tu libro?”, “Prestá atención”.
Los alumnos se resisten a leer por imposición. Siempre me dio resultado hablarles de los libros que leo por gusto propio y de los que pienso que podrían interesarles. Mantener a la literatura como algo vivo que circula entre los bancos, como algo deseable.
La literatura sucede cualquier día, en cualquier trimestre, en cualquier estación. Estoy en un salón de clases. Hay treinta o más adolescentes que me escuchan. Hablamos de los géneros, el policial y sus claves, el terror y sus marcas. Los miro, he mirado a mis alumnos muchas veces con cierta consternación. Adelante suele sentarse el Mejor Alumno, ese que tiene las respuestas antes que uno  formule las preguntas; más allá el Distraído, orbitando en su mundo; la Más Linda, mirándose disimuladamente en un espejito; y también la Feminista, la que cuenta que en su familia su abuela, madre y hermanas siempre se las arreglaron solas; el Solitario, ese que jamás dice una palabra y baja la cabeza cada vez que uno pronuncia su nombre. En el fondo se sienta el Chistoso, ese que  dice cualquier cosa para llamar la atención. Están los Resentidos, los Quisquillosos, los Simpáticos, los Burlones, la más Estudiosa, la Imaginativa, el Tapado. Alumnos. Siempre me gustaron más los rebeldes que los aplicados, los contestatarios que los conformistas, los que se pintan la cabeza de verde a los que lucen ropa de marca. No voy a idealizarlos románticamente. Pero algunos me gustaron mucho, me encanta escucharlos, leer sus escritos, confrontar ideas. Con ellos realizamos muchos viajes: hacia islas solitarias, a pueblos caribeños, al futuro distópico,  al pasado lejano. Gracias a los libros hemos traspasado los límites del tiempo y del espacio, hemos viajado también al interior de nosotros mismos. Porque, como dice el escritor Muñoz Molina “La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también  un espejo. Quiero decir: es necesaria.”

Obras mencionadas en este capítulo:
“El niño bueno”, de Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar. “La disciplina de la imaginación”, conferencia de Antonio Muñoz Molina. 

María Cristina Alonso




[1]El 16 de septiembre es una fecha que ha sido fijada en el  calendario escolar por diferentes legislaciones, debe su impulso a quienes la sintieron como propia desde la recuperación de la democracia: los estudiantes. Entre los jóvenes secundarios que fueron secuestrados por las Fuerzas Armadas estaban: Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Ángel Ungaro, Daniel Alberto Racero, María Clara Ciocchini, Pablo Díaz, Patricia Miranda, Gustavo Calotti y Emilce Moler.