domingo, 16 de septiembre de 2012

Escuela y Literatura: un antidiscurso de despedida

  Primera escena:

Entro a la escuela de la mano de mi padre que ha dejado por un momento de dibujar planos sobre su tablero y ha caminado las dos cuadras por la calle Núñez, tal vez con un nudo en la garganta porque es una primera vez, y como todas las primeras veces conmueven como las últimas. Es 1960. Mi madre ha preparado el desayuno escuchando la radio y yo estoy orgullosa porque entro al jardín de infantes vestida como mi hermana que ya está en sexto. Entro en la escuela sin imaginar que pasaré más de cuarenta años recorriendo las galerías, inventando historias sobre sus paredes llenas de láminas, atisbando la misteriosa mapoteca donde un cuerpo de yeso muestra las vísceras azules y rojas. Por varios años leo libros de lectura que tienen títulos tan poco atractivos como “El niño y su lectura” o “Fuentes de vida”, el manual del estudiante bonaerense que desalienta desde sus tapas grises, recorto soldados de San Martín del Billiken. Pero también leo Mujercitas y, sentada en un banco de cuarto o quinto grado, quiero ser desesperadamente como Jo, la chica rebelde que escribe en una bohardilla. En la escuela, además de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas entra el odio de Ahab, el capitán de Moby Dick, por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne los liliputienses de Swift y el detestable Kurtz de El corazón de las tinieblas. Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o empañados por la lluvia, yo sé que late el desierto con sus arenas resplandecientes o la selva de Horacio Quiroga acecha con sus yararás y sus hombres malditos por el alcohol. La escuela me da esas visiones que emanan de las páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los libros: “Así era el mundo y yo era el rey: / Para mí zumbaban las abejas, volaban para mí las golondrinas”.

 Segunda Escena:
 Es una mañana fría de invierno tal vez de 1970. Todavía no se ha encendido la estufa a kerosene y, mientras mi madre prepara el café con leche le digo desde el dormitorio, calzándome las medias en los pies helados: -Nunca voy a tener un trabajo que me obligue a madrugar. Todavía me falta terminar la secundaria y los años de universidad pero, paradójicamente y contra ese deseo primigenio, desde que me recibí de profesora en letras y durante treinta y cuatro años escuché bramar al despertador como un animal acorralado, me levanté a la madrugada para ir a mis clases y me calcé las medias en los pies helados refunfuñando. Desde el principio, supe que, la literatura y las madrugadas eran dos cosas que nunca se llevarían bien en mi vida. No obstante, el olor del café con leche aquel día de mi infancia en que pronuncio la sentencia incumplida, inunda la casa y yo termino de salir de la cama pensando en que más frío -porque hasta que la estufa de kerosene agarra viaje la casa tarda en calefaccionarse -más frío había pasado Fiedor Dostoievski en la cárcel de Omsk, en Siberia, experiencia que contaría tiempo después en su libro Recuerdo de la casa de los muertos y que yo he encontrado en una caja en el galpón, medio roído por las lauchas, entre muchos otros que resumen la biblioteca de una tía lejana que ha muerto y cuyas escasas pertenencias han ido a parar a mi casa. Ese libro y otros autores rusos que leo después consuelan mis inviernos. Porque yo voy muchas veces a San Petersburgo, camino por la avenida Nevsky con Gogol y sin capote, y veo las cúpulas de San Isaac desde el canal con las luces de las farolas proyectándose sobre el río Neva, un paisaje que sigo recordando cuando un alumno, muchos años después, me dice en una primera hora de la secundaria, una mañana muy fría y destemplada, que ha leído El jugador de un tirón durante una noche de insomnio. No es de los más estudiosos, pero lee lo que le cae en la mano y escribe mejor que cualquiera de los que siguen mis clases aplicadamente. Un alumno que lee a Dostoievski sin que nadie se lo pida es una especie de felicidad inexplicable para una profesora de Literatura.

Tercera escena:

Suena el timbre del recreo. Es una mañana de cualquier día de 1981, en cualquiera de las escuelas donde trabajo. Estamos en dictadura y la literatura, como otras cosas en el país está rigurosamente vigilada. Salgo del aula con una bolsa llena de libros colgada del hombro. Los pasillos se llenan de alumnos, de voces, de gritos. Paso por delante del despacho de la directora que hace que lee unas planillas pero vigila detrás de sus anteojos. Sonrío. Su trabajo es vigilar. El mío el de no levantar sospechas. Llevo conmigo a unos tipos impresentables que no serían de su agrado y que -si los descubriera- serían invitados a abandonar el establecimiento inmediatamente. Uno por ejemplo es un loco que, de tanto leer libros de caballería se cree un caballero andante, confunde molinos con gigantes y anda liberando galeotes. Otro se despierta convertido en insecto con el vientre abombado y parduzco, moviendo las patas sobre el cobertor. Va también Long John Silver, el Largo, un marinero aparentemente trabajador y honrado que es, en verdad, un pirata feroz al que le falta una pierna y lleva un loro posado en su hombro. A dos gauchos que se exilian en tierra de indios- uno de ellos ha roto la guitarra y tiene dos lagrimones que le ruedan por la cara. Hace barra con ellos una mujer adúltera, Emma Bobary, natural de Tostes, compradora compulsiva que terminará sus días ingiriendo arsénico en polvo. Y una muchacha suicida que escribe poemas desesperados y dice “Alejandra, Alejandra/ debajo estoy yo/ Alejandra” y sentencia que “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”. Y, para empeorar las cosas, también estoy con otro tipo que se la pasa vomitando conejos y es imparable. Yo no sé que voy a hacer si la escuela se llena con los conejos de Cortáza, que no se culpe a nadie. Pero por momentos lo imagino, conejos saltando sobre la mesa de la sala de profesores, escondiéndose en los mapas enrollados, saltando sobre los ficheros, saliendo desde dentro del cajón de la secretaria que pierde los anteojos con la impresión. Y ni hablar si suelto a los leones que han estado agazapados en la pradera artificial del cuarto de los niños del cuento de Ray Bradbury. No quiero que la directora me llame. Seguro que me pedirá que le haga un informe sobre el rendimiento de los alumnos, que pase notas en huidizos casilleros, que llene una declaración jurada con toda mi carga horaria. Y yo ando con mi bolsa, de aula en aula, tratando de que el capitán Ahab, deje por un rato su obsesión por la ballena blanca llamada Moby Dick y que los gitanos de García Lorca no griten tan fuerte dentro de la fragua. A pesar de que siento la mirada helada que me lanza tras sus anteojos de miope, paso por delante de sus narices con todos esos indisciplinados que llevo adentro de mi bolsa, que hablan a mis alumnos con el discurso revulsivo de la literatura. A veces he intentado explicárselo cuando me agobia con reuniones de departamento y de padres. No puedo hacerle entender que, más allá de los programas oficiales y las recomendaciones pedagógicas, un profesor de literatura es un guía de lecturas, alguien que da de leer sus textos preferidos, que habla sobre lo que lee o escribe, que expone ante sus alumnos su biblioteca personal, los personajes que lo han marcado, las páginas que lo han emocionado. Soy la suma de los libros que leo y doy de leer, tengo la armadura de mi biblioteca para soportar los embates de una profesión signada por las palabras. Con ese caudal me visto para afrontar las incontables horas de clase, los humores diversos de los alumnos y colegas, ese universo kafkiano que es una escuela cuyo mejor espacio es el aula de clase cuando todo está por inventarse.
Cuarta escena:
 Esto sucede cualquier día, en cualquier trimestre, en cualquier estación. Estoy en un salón de clases. Hay treinta o más adolescentes que me escuchan. Hablamos de los géneros, el policial y sus claves, el terror y sus marcas. Los miro, he mirado a mis alumnos muchas veces con cierta consternación. Adelante suele sentarse el Mejor Alumno, ese que tiene las respuestas antes que uno formule las preguntas, más allá el Distraído, orbitando en su mundo, La Más Linda, mirándose disimuladamente en un espejito, y también La Feminista, la que cuenta que en su familia su abuela, madre y hermanas siempre se las arreglaron solas, El Solitario, ese que jamás dice una palabra y baja la cabeza cada vez que uno pronuncia su nombre. En el fondo se sienta el Chistoso, ese que dice cualquier cosa para llamar la atención. Están los Resentidos, los Quisquillosos, los Simpáticos, los Burlones, la más Estudiosa, la Imaginativa, el Tapado. Alumnos. Siempre me gustaron más los rebeldes que los aplicados, los contestatarios que los conformistas, los que se pintan la cabeza de verde a los que lucen ropa de marca. No voy a idealizarlos románticamente. Pero algunos me gustaron mucho, me encanta escucharlos, leer sus escritos, confrontar ideas. Con ellos realizamos muchos viajes: hacia islas solitarias, a pueblos caribeños, al futuro distópico, al pasado lejano. Gracias a los libros hemos traspasado los límites del tiempo y del espacio, hemos viajado también al interior de nosotros mismos. Porque como dice el escritor Muñoz Molina “La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también un espejo. Quiero decir: es necesaria.
Última escena:
Estoy en una mesa de examen del Profesorado primario, es finales de febrero y por las ventanas abiertas del aula se filtra la noche con sus rumores, acaso no hay luna. Voy examinando a las alumnas y, sorpresivamente los trabajos que escucho son en general muy buenos. Miro a las profesoras que me acompañan y pienso que todo huele a final. Mi última mesa de examen, la última vez que estoy en la escuela como profesora activa. Y eso tiene un olor, tiene una forma, tiene múltiples imágenes que se van colocando unas dentro de otras como en cajas chinas. Lleno planillas, pongo las notas, firmo el acta y pienso que todo final tiene también un principio, que como una víbora que se muerde la cola vuelvo, a través del aire suave que entra por la ventana, a las escenas anteriores. Recuerdo un texto de Isidoro Blaisten: “Escribir es perdurar en la palabra, creo que sólo la ausencia puede nombrar a la ausencia. Pronunciar una palabra es fundar ya el olvido.” Salgo a la noche calurosa de fin de verano y no digo adiós. Pronunciar esa palabra es fundar el olvido. Se me ocurren muchas escenas de despedidas. Me quedo con una: en la novela de Güiraldes, Fabio Cáceres se despide de su maestro y mentor Don Segundo Sombra. Ha dejado de ser un gaucho pobre y se ha convertido en patrón. Los dos personajes se dicen adiós al borde de una laguna y luego Fabio, ve cómo la silueta del padrino aparece en la lomada. Siente tristeza, piensa en su soledad y dice dando vuelta a su caballo “me fui como quien se desangra”.