sábado, 3 de octubre de 2020

Un conejo en los cuadernos de Hawthorne

Un conejo en los cuadernos de Hawthorne

Por María Cristina Alonso

Si papá no escribiera, ¡qué bien la pasaríamos todos!”, recordó Julián Hawthrone que había dicho su hermana Una.  Ese papá que escribía era nada menos que el autor de la novela La letra escarlata, cuya primera edición -que había salido en 1850- se agotó en diez días y de muchos cuentos, como “Wakefield” que, un siglo después, conmovió a Borges y lo llevó a decir que en él encontró “sabor a Kafka”.



                                                                       Ilustración de Beatrix Potter

Cuando no escribía sus obras memorables, Nathaniel Hawthrone (Salem, 1804- Plymouth, 1864) llenaba cuadernos en los que anotaba argumentos de posibles cuentos: “Unos gnomos diminutos viven dentro de un diente hueco. Uno descubre que el diente fue empastado en oro y lo explotan como si fuera una mina”. “Un hombre muere dentro de una chimenea y acaba ahumado, como un trozo de tocino. Podría mencionarse de paso, al consignar los destinos de los personajes de un cuento”.  Llegó a redactar tres volúmenes de diarios que abarcan los años 1935 a 1852. Hoy los conocemos como Cuadernos norteamericanos (American Notebooks).

Pero en la casa de los Hawthorne había otros cuadernos en los que su esposa Sophia y los hijos, Julián y Una, anotaban rutinas domésticas, dibujos y garabatos.

En 1951 la familia dejó Salem y se trasladó a Lenox, en el condado de Berkshire, a una granja con una casa de paredes rojas a la que Hawthorne denominó Taglewood, como una de sus obras, nombre que perdura hasta la actualidad asociado a un festival de música. Se instalaron en la casita roja -propiedad de una amiga de su esposa Sophia- con la intención de encontrar un lugar tranquilo y agreste.  Aunque el escritor calificó de horroroso (“Detesto Berkshire con toda mi alma, y vería con placer que sus montañas fueran
allanadas
”) en ese lugar pasó días felices. Estaba casado con Sophia Peabody que era una mujer inteligente con la que compartía ideas progresistas sobre la educación  de los hijos, jugaba con  los niños, cultivaba hortalizas y daba de comer a las gallinas.



Llevaba una vida retirada y solo iba a la ciudad a recoger el correo a la Oficina Postal. Pero en ese aislamiento recibía la visita de quien escribiría la gran novela americana, nada menos que Herman Melville, con quien entabló una inspiradora amistad, intercambiaron cartas y hablaron de sus respectivos trabajos. Melville, que era más joven, veía en Hawthorne a un maestro. Le hablaba de la ballena que iba creciendo en sus escritos. Según Paul Auster que dedicó un ensayo a esta amistad, Moby  Dick estaba pensada como una novela de aventuras pero, por influencia de Hawthorne, dio un giro hasta el punto de convertirse en la más rica novela del siglo XIX. Se la dedica a su amigo admirado: “En señal de admiración por su genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne”.

Mientras tanto, en los cuadernos de Hawthorne se van llenando de sus observaciones sobre las actividades de sus hijos.  « Una dibuja una vaca y dice: “Con una patada voy a hacer que mueva un pie”. Hay una feliz energía en esta expresión. En su calidad de creadora. Una se identifica por completo con la vaca, consciente de ejercer plenos podres sobre cada uno de sus sentimientos» .

« Julián, tras haber recogido el otro día un puñado de hojas de arce, todas rojas: “Mira papá: un ramillete de fuego” ». Y su hijo nuevamente: “Julián me ha preguntado si la noche está encerrada en el dormitorio de tía Elizabeth”.

 

El 26 de julio de 1851 Sophia Hawthorne se fue de viaje a visitar a sus padres que vivían en West Newton, en las afueras de Boston, en compañía de sus hijas -Una y la bebé Rose- y su hermana mayor, Elizabeth Peabody. Dejó a Julián, de cinco años, al cuidado de su padre en la granja de Lenox hasta el 16 de agosto.

 Durante ese período el escritor famoso que, según sus críticos ya había escrito las mejores páginas, queda a cargo de la casa y del niño y decide registrarlo en un cuaderno aparte que lleva por título Veinte días con Julián y conejito.

El texto de Hawthrone está compuesto de múltiples instantáneas de su hijo en esos días en que están solos en la casita roja.

Registra juegos: arrojan piedras al agua, Julián talla  escarbadientes con una navaja, juegan a la guerra con los cardos imaginándose que “son dragones de
múltiples cabezas e hidras, y que tenían vástagos tan altos
que pasaban por gigantes.” Hawthorne arma un bote que tiene un trozo de periódico por vela, juntos recogen grosellas.

Nada pasa casi en el relato, pero el paisaje, minuciosamente descripto desfila por el cuaderno de Hawthorne como un bordado de momentos intrascendentes: se desplazan las pesadas nubes, discurre el agua en el lago, aparecen las protuberancias azules de las montañas lejanas, el sol se refleja en el lago. El paisaje va variando por los efectos de la luz.

Julián reflexiona sobre lo que ve y su padre lo anota: “Entre otras cosas, durante la recolección de grosellas, estuvo especulando sobre los arco iris, y me preguntó por qué no los llamaban arcos de sol (sun-bows) o arcos de lluvia solar (sun-rain-bows). Después me explicó que la cuerda de su arco estaba hecha de hilos de araña, y que esa era la razón por la que no podíamos verla.
De a ratos lo oía recitar poemas, con énfasis y buena entonación. Jamás se enfurece ni desanima, y ciertamente es tan feliz como largo es el día”.

El padre amoroso y paciente con su hijo deja, por momentos, escapar comentarios irónicos propios de quien no está acostumbrado a que caiga todo el peso del cuidado del niño sobre sus hombros.

“Julian se divirtió mucho hoy con mi navaja, que por tener
el filo de una azada le di para que se pusiera a tallar. Así que
hizo lo que él llamó un bote, y manifestó su intención de hacer
escarbadientes para su madre, para él, para Una y para mí.
Cubrió dos veces el piso del tocador con virutas, y encontró en
eso un entrenamiento tan inagotable que pienso que compensaría con creces la pérdida de uno o dos de sus dedos”.

 


También el Conejito del título tiene un espacio en las anotaciones de Hawthorne. Si al principio no parece interesar mucho al niño puesto que solo come y duerme: “A primera vista es más bien imponente y aristocrático;- dice de él- pero al examinarlo más de cerca aparece vagamente risible. Julián ahora le presta muy poca atención, y deja que sea
yo quien le junte sus hierbas; de otra forma, la pobre bestia
moriría de hambre. Me siento profundamente tentado por El
Maligno a asesinarlo a escondidas, y deseo con todo mi corazón que la señora Peters pueda por fin ahogarlo
”.

Pero páginas más adelante,  Conejito aparece de mejor aspecto, sobre todo cuando sale afuera de la casa y se sobresalta con el más mínimo ruido, oportunidad que aprovecha para saltar al regazo de Julián. Se intranquiliza en espacios abiertos. Sobre el final de las anotaciones, nos enteramos que Conejito aparece muerto.

“Conejito parece estar intranquilo en los espacios abiertos y soleados; y su primer impulso es buscar la sombra -la sombra de una mata de arbustos, o la de Julian, o la mía-. Da la impresión de sentirse en grave peligro -él, un personaje tan importante- en el jardín abierto, y aprovecha toda oportunidad para saltar al regazo de Julian”.

Los días pasados juntos quedaron para siempre en los cuadernos del escritor norteamericano. Mucho tiempo después, Julián recordará en su libro Nathaniel Hawthorne and his wife los días idílicos pasados junto a su padre, aunque admite que, para un hombre de mediados de siglo XIX, la tarea debería haber  resultado bastante pesada.

Nathaniel y Sofía fueron influidos por las ideas trascendentalistas profesadas por Emerson y Thoreau, y la educación que propiciaron para sus hijos no fue para nada ortodoxa, en un tiempo en que la severidad y los castigos físicos eran moneda corriente. Ambos creían que se educaba teniendo infinita paciencia, mucha ternura y magnanimidad.  Esas ideas emanan de Veinte días con Julián y Conejito: mucha paciencia y comprensión. Hawthorne refrena su ira cuando el niño lo saca de quicio, aunque en general se muestra tolerante y afable y se alegra de ver feliz a su hijo “¡Disfruta tanto de esta libertad!”, escribe. Y casi al final, cuando la nostalgia por su esposa Sophia lo embarga: “Permítaseme decir claramente, por una vez que es un niño dulce y encantador, y que se merece todo el cariño que soy capaz de darle. ¡Gracias a Dios por habérmelo dado! Que te bendiga por ser la mejor esposa y madre del mundo!”

El relato de los veinte días de camaradería es un libro en sí mismo y fue ignorado por mucho tiempo. Después de la muerte de su marido Sophía se negó a publicar este relato junto con los apuntes de los cuadernos: “Hawthrone jamás habría deseado que se hiciera pública una historia tan íntima y doméstica como ésa”. Recién vio la luz en 1932.



Stockbridge Bowl y Shadowbrook Lenox Mass 1902

 

El paisaje registrado con sus cambios transporta al lector a esos días lejanos en que un padre y un hijo escriben la historia de una aventura juntos. Son instantáneas de una vida sencilla, de cuestiones domésticas que un hombre del silgo XIX difícilmente era proclive a dejar constancia. Hawthorne oficia de padre y de madre, siente terror cuando deja de ver a Julián por una hora - “tengo, sumadas a las mías, todas las inquietudes de su madre”- debe atender una picadura de abeja, dolores de panza, peinarlo sin mucho éxito y cambiarlo cuando se hace pis: “…le oí gritar cuando estaba a cierta distancia detrás de él, y, al acercarme, vi que caminaba separando las piernas- ¡Pobre hombrecito! Tenía completamente empapado los calzones”.



 En la correspondencia de Sophia y en los textos de Julián aparece un Hawthrone menos sombrío que el que emana de sus relatos. Asoma un compañero de juegos  divertido que sube a los árboles, hace de Mago y se deja tapar con hojas de hierba por sus hijos.

 Veinte días de Julián y Conejito es el álbum de momentos mínimos. Un texto lleno de poesía y ternura, escrito por un hombre que se obsesionó con el bien y el mal y con la idea de pecado pero que, en sus cuadernos de trabajo bordó con palabras esos días en los que el sol fue girando sobre la casa roja, mientras él se instalaba a tiempo completo en el mundo de su hijo.

 

 

Bibliografía:

Auster, Paul, Hawthorne en familia, Ensayos completos, Buenos Aires, Planeta, 2013

Schierloh, Eric, HAWTHORNE, Nathaniel, prólogo a  Veinte días con Julián & Conejito. / Nathaniel Hawthorne. 1ra ed. Buenos Aires: Barba de Abejas, mayo de 2013.

Berti, Eduardo, prólogo a Cuadernos nortemaericanos, Bogotá, Norma, 2007.