martes, 7 de agosto de 2018

El mundo de Andersen en la 11° Feria del Libro de Bragado

El sábado 4 de agosto, en La Feria del libro de Bragado recreamos el mundo de Hans Christian Andersen teatralizando el cuento El traje nuevo del emperador. La puesta y actuación de Estefanía Etulain y Betiana Grosso Cosentino.










El traje nuevo del Emperador

Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

Los fósforos que encienden los cuentos de Andersen por María Cristina Alonso


1
Confecciona ropa para sus marionetas que   viven en el teatrillo que le ha hecho su padre, un zapatero pobre que  se irá a la guerra y de regreso lo dejará huérfano. Detrás de esas maderas viejas, los muñecos interpretan múltiples historias. La imaginación del muchacho es un motor encendido las veinticuatro horas, un mecanismo que no para jamás y que casi no necesita combustión.
 Canta, recita diálogos con voz de princesa, con ronquidos de ogro, con incesantes parloteos de feria. En el barrio los  muchachos le tiran piedras, se burlan de su cuerpo desgarbado, de sus juegos solitarios. Pero él no se siente solo. A su alrededor, los objetos más insignificantes le descubren sin pudor sus corazones emparchados. Y también a ellos les otorga una voz. Muchos años después contará sus vidas melancólicas: un viejo farol a punto de ser desechado, un soldadito de plomo sin una pierna, una tetera arrogante que termina astillada, unos zuecos que hacen viajar hacia sus deseos a quien se los calce, un ruiseñor a cuerda que entretiene a un emperador, un fardo de harapos de distinta procedencia que discurren sobre su lugar de origen, unos zapatos rojos que no paran de bailar. En los primeros años del siglo XIX, en Odense. Dinamarca, Hans Christian Andersen   descubre que todo lo que lo rodea, hasta el objeto más insignificante, puede ser narrado. Por eso no lo doblegan los delirios alcohólicos de su madre,  ni lo amilanan las burlas y los golpes que recibe en la escuela. Las  historias que imagina  son  una coraza protectora y, como muchos de esos seres que cobran vida por las noches, cuando el sueño no llega, él siente que está destinado a ser un grande, que toda Dinamarca repetirá con orgullo su nombre, pero todavía no sabe por qué.
2
En el manicomio donde trabaja su abuela cuidando el jardín y su madre lavando ropa descubre a la literatura. Descubre que con una simple cerilla se puede encender la imaginación, engañar al estómago vacío y aliviar al cuerpo aterido de frío.  Escucha a las internas que, mientras hilan, cuentan historias, algunas vulgares, otras maravillosas, otras de impactante terror y toma nota.
En casa ha leído las tragedias de Shakespeare que le ha legado su padre, pobre pero fantasioso, y las ha revivido una y otra vez en el mísero teatrillo. Todavía no es el avezado  autor de cuentos de hadas, pero allí, en su infancia, está el germen de un género del que será creador personalísimo. Dirá más tarde cuando ya es un autor consagrado y los públicos diversos aplaudirán sus lecturas públicas refiriéndose a sus cuentos: “Los escribí de la manera en que se los contaría a un niño.” En una época en que la incipiente literatura destinada a la infancia era didáctica y moralizante, el danés contó historias llenas de fantasía pero en las que también habló de la inestabilidad de la condición humana, de la inclemencia de los poderosos, de los que se mueren de frío, de amor, de injusticia.  Su mirada clemente de narrador exalta al pobre, a la niña que se sacrifica por librar del hechizo a sus hermanos, al patito más feo de la granja, al soldadito defectuoso al que le falta una pierna por defecto de fabricación. “El pueblo como el niño- dice Graciela Montes_ está en situación social de desvalimiento y se identifica fácilmente con los héroes perseguidos, con los relegados, y se siente reivindicado con el final feliz”[1]
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Otra cosa que hace durante toda su vida es viajar, viaja como tantos escritores para escribir sus impresiones de viajes y para contar al regreso. También dibuja paisajes en sus cuadernos con trazo diestro. Lleva en su valija el diario de viaje y el cuaderno de dibujo. Como muchos viajeros célebres cultiva el género y escribe en un diario sus impresiones sobre los itinerarios que realiza. Un cosmopolita que visita países que resultan exóticos para su época como España, Grecia, Turquía. Su vida es un viaje que, como sus cuentos, debe ser narrada. Se convierte en un guía experto por los países Nórdicos y Alemania. Ama las torres de Núremberg, se deleita con la exótica melancolía de Málaga.
En Bratislava dirá de esta ciudad que lo maravilla: “Me esperaba una bienvenida espectacular. Me encanta esta ciudad, es tan viable y llena de colores. Las tiendas parecen como si fueran trasladadas aquí desde Viena. Hay mucho que ver – me dijo un ciudadano – subamos a las ruinas del castillo allí en la roca. Desde allí se puede ver el puente flotante, la ciudad entera y los campos de trigo en sus alrededores” Es  junio de 1841 y va en viaje de  Estambul a Viena. Entusiasta afirma:Me piden que les cuente un cuento. ¿Para qué? Si vuestra ciudad es un cuento.” Muchos años después, los habitantes de la capital de Chequia erigirán una estatua del cuentista danés  en la plaza Hviezdoslavovo námestie. Y para que no se sienta solo, lo rodean de los personajes de sus cuentos más famosos.
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Sus relatos son tristes, muchos de ellos nacen de las historias con que tropieza en la isla de Fionia, en su Odense natal. Cuentos salidos de la boca de rústicas tejedoras, de campesinos, del pobrerío de los barrios bajos. Otros encubren escenas autobiográficas. El patito feo es su propia historia contada en clave animal. El pato más feo termina en cisne y corrobora el síndrome de Aladino que padece Andersen. Tanta confianza tiene en su buena estrella que así como Aladino , hijo de un  padre artesano termina colmado de riquezas, él hijo de un zapatero llegará muy lejos.
En ese viaje que comienza cuando va a Copenhague a probarse como actor, cantante, bailarín y terminará amparado por la burguesía ilustrada lo impulsa la vanidad, el deseo de agradar y su complejo de advenedizo.
Heinrich Heine  lo definió sin piedad: “Parecía un sastre. Su figura revela una especie de servilismo que tanto complace a los príncipes. Es un vivo ejemplo de cómo quieren los príncipes que sea un poeta.”
Aunque muchos aman sus historias, la vanidad y el carácter de Andersen lo torna un personaje bastante incómodo. En 1847 Charles Dickens lo invita a
Gad Hill Place, cerca de Rochester, una residencia que acababa de comprar y que estaba bastante aislada. Ambos escritores se admiran, pero algo sucede. El danés alarga su estadía y la familia se impacienta. Cuando al fin hace las valijas y parte, Dickens escribe en el espejo:  «Hans Andersen durmió en esta sala durante cinco semanas que a la familia nos parecieron siglos».
Andersen conoce a los poderosos de cerca. Los frecuenta, los adula, se beneficia de sus contactos y sabe de sus defectos. Sus cuentos hablan del emperador vanidoso que estrena traje nuevo todos los días y que, su ostentación y la adulación de los súbditos lo hacen salir desnudo a la calle o de aquel poderoso de la china que agota a su capricho la vida útil del ruiseñor mecánico.
Y en casi todos, encontramos la revancha de los débiles. La vendedora de fósforos es recibida por su abuela cuando muere, la sirenita que no ha podido cumplir su sueño consigue el alma eterna. Elisa, la niña de Los cisnes salvajes es recompensada cuando rompe el maleficio de sus hermanos. Todos los personajes son sometidos a duros sufrimientos.
En el mundo Andersen cualquier felicidad se consigue después de un largo viaje en el que el viajero debe sortear obstáculos, superar envidas, ser humillado, tocar fondo en los más imaginativos infiernos y, si algo tiene claro el lector, es que la nieve termina derritiéndose y los duros corazones acaban ablandándose, porque en los cuentos de hadas que este desgarbado soñador de galera escribe para deleitar a los chicos y a los grandes, en este o en el otro mundo siempre hay revancha.



[1] Montes, Graciela, nota preliminar a El cuento infantil, CEAL, Buenos Aires, 1977

Ensayo que obtuvo el Primer Premio en el concurso de relatos de la Fundación El Libro 2018