sábado, 27 de agosto de 2011

Ficciones con lluvia



“Llueve y el agua al canturrear, una serenata en mi balcón” solía recitar mi padre entre dientes, como para que no lo escucháramos o lo escucháramos apenas y el murmullo de esas palabras nos fuera impregnado la ropa como las gotas sobre las paredes del jardín. Cada vez que llueve la voz de mi padre me llega desde la infancia. Era un vals de Magaldi y Lary de 1937 titulado Sonata, que Google me ayuda a rectificar su letra:

Llueve y el agua al canturrear
su sonata en mi balcón
trae su tristón tic tac.

La lluvia, ya se sabe, es un tema que la literatura y el cine ha explotado en sus múltiples variantes, desde los diluvios que duran cuatro años, once meses y dos días de Cien años de soledad, “la atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos” hasta las que caen en lugares inexistentes como en el poema de Borges:

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.”

Lluvias que “pareciera que están lavando el mundo mientras el vecino de al lado piensa escribir una carta de amor” en el poema de Juan Gelman o que repican en las calles de París en la película de Woody Allen (Mindnigth in París) mientras
Gene Kelly chapalea sobre los charcos y canta “I´m singing in the rain”.

La lluvia hace reír a Fabio Cáceres en Don segundo Sombra y le hace pensar que su poncho no aguantará el chubasco, pero él ríe al requintar el ala del chambergo para que el chorrito de agua baje por su espalda.
La lluvia también es metáfora del olvido. Roy, el replicante de Blade runner, la película de Ridley Scott dice cuando siente su final: "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir."
En Un gato bajo la lluvia de Hemigway, la lluvia es el marco de una escena cotidiana. Una pareja de americanos conviven monótonamente en un cuarto de hotel. De pronto la mujer, mirando por la ventana, descubre a un gato acurrucado bajo un banco y siente la necesidad de poseerlo frente a la indiferencia del marido que lee en la cama. La lluvia se cuenta así: “El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia”.
Porque la lluvia es de los fenómenos atmosféricos el más literario, el que mejor le cuadra a la ficción. Ni tornados, ni vientos, ni granizo, ni nieve (la nieve también tiene su prestigio), ni ciclones. La lluvia mansa, esa que cae sobre los chopos medio deshojados en la Balada de otoño de Serrat