lunes, 9 de agosto de 2021

Una carta para viajar en el sueño

 


por María Cristina Alonso





En su libro La boca del tiempo, Eduardo Galeano  recopila historias que vivió o escuchó. Entre ellas está esta:

 EL PADRE

Vera faltó a la escuela. Se quedó todo el día encerrada en casa. Al anochecer, escribió una carta a su padre. El padre de Vera estaba muy enfermo, en el hospital. Ella escribió:


—Te digo que te quieras, que te cuides, que te protejas, que te mimes, que te sientas, que te ames, que te disfrutes. Te digo que te quiero, te cuido, te protejo, te mimo, te siento, te amo, te disfruto.


Héctor Carnevale duró unos días más. Después, con la carta de su hija bajo la almohada, se fue en el sueño.”
[1] Eduardo Galeano

Eduardo Galeano escribe una breve, minúscula historia  de despedida. Es la de un padre enfermo que se marcha y de una niña, su hija, que le escribe para que viaje  protegido. Ese padre, Héctor Carnevale fue un poeta fugaz, que murió demasiado joven pero que alcanzó a publicar un libro de poemas luminoso: el alimento y los ojos.  El mismo Galeano escribe en la contratapa: “En este poema, la flecha/ es el blanco. Del hambre/ de luz, nacen estos fulgores. / Ellos atraviesan el/ basural de la tierra/ y la noche del cielo y / ardiendo van en busca/ de lo que son:/ la ciega mirada que nos/ perdona, la muda palabra/ que nos comprende.”

   




Publicado en 1993 el alimento y los ojos apenas pudo ser disfrutado por su autor. Héctor Carnevale murió joven. Había nacido en Bragado, provincia de Buenos Aires, en 1952 y había estudiado antropología. Estaba vinculado familiarmente a través de su mujer con el escritor uruguayo.



En el alimento y los ojos las imágenes están trabajadas con los elementos del sueño, con esa fina sustancia del mundo que el poeta sabía que iba a dejar: “He caído en tu jardín/ soy una piedra/ yo/ carne del tiempo”, escribe en el inicio. El libro está estructurado como un largo poema dividido en tres partes que son la desgarrada invocación a un dios de un hombre que siente que la vida se le va y tiene que encontrarle a eso un sentido.

Tamara Kamenszain, en su libro de ensayos La edad de la poesía, dice -refiriéndose a varios poetas que escribieron sobre el final de sus días- que “la poesía es lo más parecido a una autobiografía porque no hay una manera humana de abandonar la primera persona gramatical, aunque se ensayen otras… Escribir en verso, entonces, supone escribir en forma de diario: extremando en cada escansión, en cada suspensión del sentido, en cada parálisis narrativa, lo que se está por terminar”.[2]

 

Es así que como Héctor inicia en primera persona un diálogo con un dios que parece lejano, ofreciéndole lo que el poeta cree tener como único bagaje: “Prueba de mí/  tú, /divina digestión del universo”. El dios al que el poeta habla está muy lejos de la realidad de los hombres. “Suena tan lejos tu música blanca/ y aquí sonido negro cerca del estómago”. Porque la poesía también sirve para dar al hombre la dimensión de su finitud: “Oh, qué pequeño soy”,  reconoce.

En el inicio de ese viaje que el poeta se apresta a realizar ofrenda “esta delicada luz de mi cuerpo de niño/ que ha soñado/ ser/ alimento de los ángeles”. Toda la primera parte es una larga interrogación sobre el dolor humano, el basural del mundo, el tiempo que apresura la muerte. Y si el corazón de dios es alimento, éste a veces se encuentra negado a los hombres: ¿Por qué tan abajo enterrado tu corazón?”, se pregunta. La búsqueda es una travesía, a veces en las tinieblas, donde la Palabra no se encuentra: “Aquí dejo los ojos que me has dado, Señor, / ¡Acéptame la ofrenda!”

Si en la primera parte de este libro el poeta se llena de preguntas, en la segunda, titulada “las ofrendas” éstas continúan “qué has visto en mi carne?” pero aparece la certeza de que hay un lugar en donde todo recupera su sentido: “Sé que todo lo que falta/ tiene su lugar./ Sé que el cielo es/ la completud que busco.”

Por eso el hambre del poeta se sacia con las palabras, ellas son su alimento: “Deja una hogaza en cada estrella// ¡Qué la luna sea tu pan, Señor!”

En la tercera parte el poeta halla la respuesta. Una vez que ha entregado su cuerpo, que ha buscado inútilmente la explicación a los misterios del mundo y a los de su propia e insignificante humanidad, está listo para escuchar el verbo divino que no es otra cosa que el espejo de su propia voz. Por algo Isidoro Blaistein dice, citando a Shakespeare, que “los poetas son los espías de Dios y que Dios es una luz imprecisa que los poeta ven sin enceguecerse, sin entornar los ojos mientras los boquiabiertos tropiezan en la oscuridad.”[3]

En el poema de Héctor Carnevale, Dios habla para devolver al poeta el material con el que construye sus versos. “No tengas miedos -le dice- Yo no hablo con la lengua dulce y extranjera del hombre. / Yo soy la única posibilidad de entender/ Soy la Palabra”.

Es en el poema que este hombre enfermo busca   alguna mínima respuesta. Poesía como alimento, como consuelo, mirador para ver lo que otros no ven, para apreciar la luz y la oscuridad, y para añorar lo que se pierde. Como en los versos de Héctor Viel Temperley, otro poeta que escribió bajo la experiencia de la enfermedad y la cercanía de la muerte, en Hospital Británico: “Es mi parte de tierra la que llora por los ciruelos que ha perdido.

Para un poeta que busca en las palabras magias y fulgores para entrar en lo desconocido, la carta de su hija Vera, como cuenta Eduardo Galeano, debe haber sido el mejor vehículo  para viajar en el sueño.

 


 



[1] Galeano, Eduardo, La boca del tiempo,  Buenos Aires , Catálogos, 2004

[2]  Kamenszain, Tamara, La Edad de la poesía, Beatriz Vitervo Editora, 1996

 

[3] Blaisten, Isidoro. Anticonferencias, Buenos Aires, EMECE, 1983.

viernes, 23 de abril de 2021

Bicicleta con alas

 La bicicleta en la literatura

por María Cristina Alonso


Dibujo de Rafael Alberti para la Balada de la bicicleta con alas”.

En su exilio argentino, en Totoral, Córdoba, el poeta Rafael Alberti recupera la paz y disfruta de una bicicleta. Ha tenido que abandonar España después de la Guerra Civil perseguido por rojo. En su tierra han quedado amigos asesinados o en la cárcel.

 Tiene cincuenta años, la edad en que muchos poseen un yate o un automóvil. Pero él es feliz con su bicicleta. Desterrado y a miles de kilómetros de su patria,  corre sobre ella para detenerse frente al río y ver el atardecer. Es que el poeta descubre que a su bicicleta le han salido alas y lo dice en una balada: “Yo sé que tiene alas./ Que por las noches sueña/ en alta voz la brisa/ de plata de sus ruedas./ Yo sé que tiene alas./ dormida, abriendo al sueño/ una celeste senda./ Yo sé que tiene alas./ Que volando me lleva/ por prados que no acaban/ y mares que no empiezan.” (Balada de la bicicleta con alas)

 Y la ha nombrado. Ha dicho de ella que es una cabra feliz, que es una niña escapada de la aurora, que es una luna perdida. La ha llamado Gabriel arcángel y ha dicho que sus alas le anuncian el aire de los caminos.

 Estuvo 38 años en el exilio –recién pudo volver a España en 1977 después de la muerte de Franco- de los cuales 24 vivió en la Argentina junto a su esposa María Teresa León. En Totoral nació su hija Aitana y escribió Entre el clavel y la espada y La arboleda perdida.

 

Rafael Alberti y María Teresa León en el exilio


Inspiradora de poetas y narradores, la bicicleta ha sido solaz y entretenimiento de muchos escritores. Antes de que la selva  le regalara sus verdes vibrantes y su oscuridad, Horacio Quiroga se fascinaba con la bicicleta que su padrastro le comprara en sus épocas de dandy en Salto, Uruguay.

 En marzo de 1900, con lo que recibe de herencia, Quiroga se embarca a París, ciudad que lo atraía por varias razones. En primer lugar porque París era la aspiración suprema de todo poeta de la época. Pero también confiesa otros intereses. Además de su deseo de asistir a la Cuarta Exposición Universal en Paris viajaba interesado en las competencias de ciclismo.  Lo escribe en el diario que lleva durante su desafortunado viaje. Para el Quiroga joven el ciclismo no era sólo un espectáculo sino también un deporte que había practicado en su tierra y que lo había llevado a fundar el Club Ciclista Salteño. Para el escritor “el gran atractivo de la bicicleta consiste en transportarse, llevarse uno mismo, devorar distancias, asombrar al cronógrafo, y exclamar al fin de la carrera: mis fuerzas me han traído!".

 

 


Horacio Quiroga, joven y dandy

Si en el viaje de ida se había embarcado como un dandy, con ropa recién comprada, valijas ostentosas y en camarote especial, el regreso fue un desastre. En París dilapidó su dinero, se sintió ajeno a la vida artificial de la capital francesa, empeñó su ropa, pidió préstamos, se deshizo de joyas, valijas y ropas y hasta mendigó monedas para comprar un trozo de pan y queso.

 Volvió en tercera, con las solapas levantadas para ocultar que no llevaba cuello y sin equipaje. Sus biógrafos aclaran que aún en el caso de que Quiroga hubiera ido a París atraído únicamente por el ciclismo, esto no significaría que, a su juicio, la vocación deportiva fuera más poderosa que la literaria.


La bicicleta de Horacio Quiroga en la casa museo en Misiones


 Julio Cortázar tenía claras algunas cosas sobre las bicicletas. En Historias de cronopios y de famas incluye un texto sobre los inconvenientes de portar una bicicleta en algunas circunstancias. Dice en Vietato introdurre  biciclette (Prohibido entrar  en bicicleta) que en los bancos y casas de comercio se puede entrar con cualquier cosa sin que importe demasiado. Cita tucanes, repollos, chimpancés con tricotas a rayas, gatos y liebres. “Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa. Para una bicicleta, ente dócil y de conducta modesta, constituye una humillación y una befa la presencia de carteles que la detienen altaneros delante de las bellas puertas de cristales de la ciudad. Se sabe que las bicicletas han tratado por todos los medios de remediar su triste condición social. Pero en absolutamente todos los países de la tierra está prohibido entrar con bicicletas. Algunos agregan: «y perros», lo cual duplica en las bicicletas y en los canes su complejo de inferioridad.”  Pero advierte que si dos príncipes murieron en una guerra de dos rosas, a las bicicletas también le pueden salir espinas y sus manubrios crecer hasta arrasar las vidrieras de las compañías que les niegan la entrada.

Y es más, la bicicleta le sirvió a Julio para explicar su teoría del cuento: “En mi caso, el cuento es un relato  en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final. Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad, el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad, ahí te caes y un cuento que pierde velocidad
al final, pues es un golpe para el autor y para el lector
.


Julio Cortázar

En la Primera Guerra Mundial, Ernest Hemigway, que era un muchacho de 18 años y todavía no había escrito casi nada,  se alistó en el frente italiano como conductor de ambulancias. Como era un apasionado de las bicicletas, recorría las calles de Milán repartiendo cigarrillos  y chocolates a los soldados italianos hasta que sufrió heridas graves en sus piernas  por fuego de mortero. Terminó en el hospital de la Cruz Roja, lo que le permitió reflexionar: «Cuando uno se va a la guerra como joven, tiene una gran ilusión de inmortalidad. Son las otras personas las que mueren, no te ocurre a ti. ... Entonces, al estar gravemente herido por primera vez, uno pierde esta ilusión y sabe que le puede pasar a uno mismo»

Mucho después daría largos paseos en bicicleta por la campiña francesa en compañía de otro escritor, Scott Fitzgerald., con quien tuvo una amistad complicada. Se habían encontrado en París en 1925. Andar en bicicleta era para Hemingway una experiencia especial. Describió en un artículo esta sensación:

"Pedaleando se aprecian mejor los contornos del país, porque uno primero sube las cuestas bañado en sudor y luego las desciende dejándose deslizar por ellas. De ese modo, el ciclista recuerda las pendientes tal como son, mientras que al automovilista sólo le impresionan las colinas de considerable altura".


Ernest Hemigway en la paz y en la guerra

Otro que se piraba por las bicicletas era Alfred Jarry, creador de la seudociencia que llamó Patafísca y autor de la famosa y escandalosa para la época, obra dramática Ubú rey.

Unos días antes del estreno de dicha obra, a finales de noviembre de 1896, Jarry se compró una bicicleta Clement Luxe 96 de pista, que lo llevó y lo trajo por las calles de París hasta su muerte. Cuentan que era tal el amor a su bicicleta que dormía junto a ella aunque nunca terminó de pagarla. Tres cosas mantenía su vida intensa: la absenta, el revólver y la bicicleta.

En sus escritos imaginó delirantes situaciones con la bicicleta: “a Jesús de Nazaret en una competencia a toda velocidad contra Barrabás y en derrapada en ascenso por las 14 curvas en el Gólgota; a Ixión –rey de Tesalia y seductor de la diosa Hera– atado a su rueda de bicicleta por la eternidad; y una quíntupla de ciclistas borrachos y dopados, lanzados en carrera a toda velocidad contra el tren que atraviesa Europa, recorriendo el periplo París-Siberia por exactamente 10.000 millas.”[1]



[1] https://revistapedalea.com/ubu-en-bicicleta-de-alfred-jarry/

Alfred Jarry y su bici


El antropólogo Marc Augé en su libro Elogio de la bicicleta nos dice:. “Nadie puede hacer un elogio de la bicicleta sin hablar de sí mismo. La bici forma parte de la historia de cada uno de nosotros. Su aprendizaje remite a momentos particulares de la infancia y la adolescencia. Gracias a ella, todos hemos descubierto un poco de nuestro propio cuerpo, de sus capacidades físicas, y hemos experimentado la libertad a la que está indisolublemente ligada. Para alguien de mi generación, hablar de la bicicleta es pues evocar, fatalmente, muchos recuerdos. Pero esos recuerdos no son sólo personales; están arraigados en una época y en un medio, en una historia compartida con millones de otros.”


Ladrón de bicicletas

Las bicicletas son narrativamente eficaces a la hora de contar historias. Lo demuestra la indispensable bicicleta robada en la película clave del neorrealismo italiano Ladrón de bicicletas (De Sica, 1948), basada en la novela homónima escrita por Luigi Bartolini. En ella se  narra la desventura de un trabajador en la pobrísima posguerra italiana. Lo corroboran las bicicletas que salvan al extraterrestre en la escena final del film ET (Spielberg, 1982).



 Steven Spielberg cuenta sobre esa escena final, la que todos recordamos de su taquillero film, la importancia que tuvo la música en el momento en que los chicos pedalean frente a la luna: “Yo hacía despegar las bicicletas de ET” -dice- “pero era la música de John Williams la que las mantenía en el aire”.

 

martes, 23 de marzo de 2021

Infancias: Narrar la oscuridad

 


por María Cristina Alonso

¿Cómo se narra la infancia si se ha padecido? Muchos escritores sostienen que, en esos padecimientos nació su literatura. Una recorrida por algunos días de infancia de autoras y autores cuyos primeros años no fueron un paraíso perdido precisamente.

Pero antes de comenzar esta pequeña historia,- escribe Laura Alcoba en el prólogo de su novela de sesgo autobiográfico, La casa de los conejosquisiera hacerte una confesión: si al fin hago este esfuerzo de memoria por hablar de la Argentina de los Montoneros, de la dictadura y del terror, desde la altura de la niña que fui, no es tanto por recordar como por ver si consigo, al cabo, de una vez, olvidar un poco".


Y lo que va a narrar es una infancia vivida en La Plata, en los años previos a la dictadura, cuando comenzaba la violencia institucional. Es 1975 y la madre tiene pedido de captura, por lo tanto deben mudarse de casa y pasar a la clandestinidad. En la nueva vivienda, que está en las afueras se crían conejos. Pero es sólo una fachada, porque en verdad es una casa clandestina de Montoneros y, los que la comparten, van muriendo o desapareciendo en las calles.

La niña que cuenta tiene siete años y con aparente naturalidad nos dice cómo es la vida en la clandestinidad: ““Mi madre se decide finalmente a explicarme, a grandes rasgos, lo que pasa. Hemos tenido que dejar nuestro departamento, dice, porque desde ahora los Montoneros deberán esconderse. Es necesario, ciertas personas se han vuelto muy peligrosas: son los miembros de los comandos de las AAA, la Alianza Anticomunista Argentina, que <<levantan>> a los militantes como mis padres y los hacen desaparecer. Por eso debemos refugiarnos, escondernos; y también resistir. Mi madre me explica que eso se llama <<pasar a la clandestinidad>>


A los once años, Alekséi Maksímovich Peshkov ve a su padre yacer en el suelo de una habitación en penumbras. Parece más largo que nunca envuelto en un lienzo blanco. El niño  repara en los discos negros de las monedas de cobre que tapan los ojos. El semblante sombrío lo aterroriza. A su lado, la madre peina el largo cabello del muerto.

Con esa escena comienza Días de infancia, un relato autobiográfico de Alekséi escrito en 1913, que más tarde firmará sus libros como Máxim Gorki.

Con la muerte del padre, lo que queda de la familia es acogida en casa de sus abuelos.  Así transcurre la infancia de este escritor ruso, signada por una madre casi ausente y una familia brutal en una época  en la que, lo natural era dirimir las cuestiones a los golpes con los más débiles. Los niños recibían palizas terribles  como castigo a sus travesuras y las mujeres eran golpeadas por sus maridos y morían en silencio. En ese mundo cruel, en la casa de sus abuelos donde se dirimen disputas entre hermanos, brilla la abuela Akulina, “Desde esos primeros días- escribe Maxim ya adulto- hice amistad con ella”.

La abuela le pone luz a la oscuridad y a la sordidez de la pobreza con sus relatos: le cuenta historias fantásticas de bandoleros generosos, de ermitaños piadosos, de animales y malignos poderes del infierno.

“Sigue contando”, le pide el nieto que será un futuro revolucionario y se hará amigo personal de Vladimir Lenin y de Stalin. “¿Más aún?”, le responde la abuela, y sigue: “Érase una vez un duende escondido en una chimenea del hogar, que se había clavado un alfiler en la pata y andaba cojeando de un lado al otro y gimiendo”. Y no sólo relata, sino también la mujer interpreta el relato. Recuerda Gorgky “Al decir esto levantó el pie, se lo sujetó con las dos manos, lo movió de un lado al otro y contrajo la cara como si ella misma sintiera dolor.” Y el niño, festejando junto con unos marineros barbudos que escuchan riendo y aplaudiendo volvía a pedir “vamos, abuelita; cuenta algo más”.

                                                                            Atardecer. Rusia 1917

La niña flaca y despistada que andaba entre arrozales en los suburbios de Saigón sin horarios, sin modales acostumbrada a contemplar el crepúsculo sobre el río, es rememorada por Marguerite Duras muchos años después, cuando recupera su permanencia en Indochina y reconoce, cuando ya su nombre, es famoso y son incontables sus lectores que  su escritura nace de esa infancia no demasiado feliz.



Perteneciente a una familia de colonos franceses en Indochina. Permanecerá en ese país desde su nacimiento hasta los 18 años.  La brutal explotación francesa transcurre en un país de noches espléndidas, donde no es posible distinguir las estaciones. Los colonos franceses no sólo les roban las tierras a los campesinos sino que los golpean y cambian los ideogramas chinos con que se escribía la lengua anamita por el alfabeto latino.



En ese contexto la niña Maguerite no sólo vive penurias económicas sino que debe soportar los golpes de la madre, directora de la escuela femenina de Sa Déc. También le da feroces palizas el hermano “"Creía que mi hermano iba a matarme". Golpes por partida doble que acaban poniéndola en brazos de un  amante chino y empujada a la prostitución por su propia familia que espera del chino dinero y favores.

Esa  infancia de desprotección y de abuso da origen, cuando ya está viviendo en Francia a una bella e inquietante novela de impronta autobiográfica El amante.

Narrar la infancia es un tema recurrente y universal, y suelen ser los acontecimientos vividos en los primeros años de vida los que fundan el imaginario de muchos escritores. De los miedos de la infancia nacen los monstruos que Maurice Sendak dibujó en su libro álbum Donde viven los monstruos. El ilustrador, nacido en Nueva York, hijo de una familia judía que había emigrado a Estados Unidos, recordaba su infancia llena de acechanzas: las económicas, -transcurre durante la Gran Depresión- el  horror del Holocausto que devoraba a los parientes que quedaron en Europa, la ferocidad de la Segunda Guerra. Y también un acontecimiento de la crónica policial: el secuestro del hijo de un aviador, Charles Lindbergh, un hecho ampliamente difundido por la prensa, llenó de terror su noches. El niño secuestrado era hijo de un héroe nacional que había sido el primer hombre en cruzar el océano Atlántico uniendo Nueva York y París, y tenía sólo veinte meses. Lo buscaba febrilmente media nación, desde el presidente Hoover hasta Al Capone, y apareció muerto dos meses después.


Maurice, que fue un niño enfermizo y nunca develó a sus padres su homosexualidad. "Lo único que quería -dijo en una entrevista el genial dibujante- era ser heterosexual para que mis padres fueran felices". "Ellos nunca, nunca, nunca lo supieron", señaló como una de sus obsesiones la desaparición de los bebés. "Cuando el bebé Lindberg fue secuestrado ya supe con 4 años que algo que le pasó a ese niño podría pasarme a mí. Nadie me consoló cuando el bebé Lindberg fue encontrado muerto. Creo que los niños pequeños saben cosas que no nos gustaría que supieran"

Escribe la especialista en literatura infantil, Ana Garralón: “Sendak recuerda cómo las historias de su padre siempre incluían niños que se perdían. Un motivo que él retomó como una de las constantes en sus libros, fruto de una inmensa angustia infantil de perderse o ser abandonado. Sendak siempre conecta con ese drama invisible de la infancia: la soledad del niño asaltado por angustias, la cólera, o incluso el miedo a la muerte.[1]

En Informe de interior, Paul Auster viaja a su infancia para recuperar  sucesos que, sesenta años después, todavía siguen siendo el emblema del dolor. En 1952 dice el escritor dirigiéndose a sí mismo en segunda persona, “el año en que cumpliste los cinco, que incluía el verano de Lenny, el comienzo de tu educación oficial y la campaña Eisenhower-Stevenson, una epidemia de polio estalló por toda Norteamérica, afectando a 57 626 personas, la mayoría niños, causando la muerte a 3300 y dejando lisiadas de por vida a un número incalculable de ellas. Eso era miedo. No a las bombas ni a un ataque nuclear, sino a la polio. Deambulando por las calles de tu barrio aquel verano, a menudo te encontrabas con grupos de mujeres que hablaban en compungidos murmullos, mujeres que empujaban cochecitos de niño o paseaban al perro, mujeres con miedo en la mirada, miedo en el apagado timbre de sus voces, y la conversación siempre era sobre la polio, el invisible azote que se extendía por todas partes, que podía invadir el cuerpo de cualquier hombre, mujer o niño en cualquier momento del día o de la noche”

No obstante, si de epidemias se trata, dentro de veinte años o más, una escritora o escritor rememorando episodios oscuros de la infancia, escribirá cómo era la vida en tiempos del covid 19.

Alejandra Pizarnik decía que nació con la oscuridad en su alma. Y fue tejiendo su poesía con los hilos de esa trágica oscuridad. Entre el sueño y la locura, en la trama sutil de sus versos hay niñas que entran en la muerte con los ojos abiertos.  Dice en Infancia: “Hora en que la yerba crece/ en la memoria del caballo./El viento pronuncia /discursos ingenuos/en honor de las lilas,/y alguien entra en la muerte/con los ojos abiertos/como Alicia en el país de lo ya visto.”


La infancia de Alejandra trascurre en Avellaneda, en una familia de origen ruso-judío que arrastra el dolor  de un país marcado por la guerra y el Holocausto.


Estuve en Buenos Aires. Me enfermé. Vómitos y gripe. Cinco días en cama.
Fui a una radio y a la Esma. Me rebautizaron Princesa Peronista y Princesa Rusa. Respectivamente.
En la Esma hablé de fantasmas y estaban ahí.
Vi Infancia clandestina y Mi vida después. Tenía la esperanza de que Infancia clandestina no me gustara/conmoviera, pero no tuve suerte. Fui al teatro dispuesta a llorarme todo apenas la viera a Carla con panza y así fue.
Festejo las lágrimas como goles. (…)

“El día que hablé en la Esma -dije cosas muy sesudas en un congreso muy sesudo- era el aniversario del secuestro de Paty y Jose. Traté de no pensar, pero cuando leí "simbólicamente omnipresentes" se me vinieron encima, ellos y todos sus amigos.
Concluido el evento académico, fuimos caminando con Jota y mi amiga Ana hasta el casino de oficiales. No lo había visto en tres días de congreso pero estaba ahí, detrás de los otros edificios y de los árboles, fosforescente. Fuimos, lo miré de frente, se apagó hasta quedar como lo que es, una construcción más bien pequeña a la que le falta mantenimiento, dije algo así como: los recordamos y los queremos mucho, me di vuelta y me fui por la avenida Néstor. Ana tenía medio porro y lo fumamos debajo de la calesita de las Madres. Lloviznaba.”


La que escribe es Mariana Eva Pérez, dramaturga e investigadora nacida en 1977 que fue criada por sus abuelos paternos después de haber sido entregada a ellos por los secuestradores de sus padres (José Manuel Perez Rojo, responsable militar de la Columna Oeste de Montoneros, y su pareja, Patricia Julia Roisinblit, integrante de la Sanidad de esa columna), secuestrados y desaparecidos el seis de octubre de 1978. Escribe primero en un blog que tituló Una princesa montonera” y luego se convirtió en libro. Es la voz de los hijos de los activistas políticos argentinos desaparecidos. Una voz, como la de muchos hijos desestabilizadora, que propone cruces entre ficción y no ficción poniendo en cuestión lo que se recuerda y por qué y qué vínculos guarda todo ello con la verdad.



La oscuridad en algunas infancias se viste con golpes, discriminación, terrores inconfesados, contextos políticos hostiles, guerras, muertes, desamparo. De esas infancias complicadas nacen relatos en los que, cuando no puede operar la memoria, lo hace la imaginación. Pero siempre suele haber una abuela  Akulina, como la de Gorki, que llega con una historia para iluminar la noche destemplada de un niño que sufre y que intenta comprender el mundo en el que le ha tocado vivir.