sábado, 5 de agosto de 2017

Subiendo por la escalera del libro álbum: charla sobre el proceso creativo Presentación de ¿Quién dibujo a Toribio? de Celina Guzmán y Cuento con cuentos de Cristina Alonso

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 Primer escalón: De cómo lo libros álbum llegaron al taller del ilustrador Marcelo Sosa

Queremos contarles nuestro encuentro con los libros álbum y cómo, a partir de su lectura y análisis, surgieron estas dos historias, la de Toribio y Alina en el taller del ilustrador Marcelo Sosa.
Los libros álbum con los que trabajamos fueron los que distribuyó el Ministerio de Educación de la anterior administración a todas las escuelas  públicas.
En primer lugar, nos encontramos con Celina con un interés común, por ser docentes, en la literatura infantil y más precisamente en los libros álbum que tienen características peculiares.
Por lo tanto, el proceso de creación de nuestros libros surgió de un trabajo en conjunto, de aprender en compañía, de compartir saberes, discutir ideas y estimularnos en nuestros proyectos.
Y Marcelo entendió rápidamente cuál era nuestra búsqueda porque él, además de ser un ilustrador y maestro increíble, es también un lector de literatura y nos ayudó a encontrar las claves para contar nuestras historias.
¿Cómo lo hicimos? Sin proponérnoslo fuimos llevando al taller los libros álbum que tenían las bibliotecas de las escuelas. Así, sobre la mesa del taller, fuimos desplegando las páginas de los libros de Antony Browne, de Isol, de Satoshi Kitamura, de Itsvansch, de Sendak, y de otros autores menos conocidos. Tratamos de entenderlos, viendo, ayudadas por Marcelo, la línea, el color, la textura, la perspectiva, la composición, la relación texto/ imagen.

Segundo escalón: Qué vimos en los libros álbum

Los libros álbum nos proponen una forma nueva de leer y nos invita a revisar nuestro propio concepto de lectura.
En el pasado, las ilustraciones que acompañaban a los cuentos no eran nada atractivas ya que el contenido estaba por encima de las imágenes.
Recién en el siglo XVIII se empezó a cuidar las ilustraciones de los cuentos y se comenzó  a considerar a la imagen como  una herramienta ideal para que los niños leyeran, de tal manera que esos libros iban perdiendo el carácter didáctico moralizante de las etapas anteriores y se proponían como lo que debían ser, juegos del lenguaje y juegos con las imágenes.
Y a partir del siglo XIX se colorearon  las ilustraciones gracias al avance de las nuevas tecnologías. Es aquí cuando comienzan los libros a parecerse a lo que conocemos por libro ilustrado en la actualidad.
Es a partir de la década del 60 del siglo pasado cuando las editoriales se atreven a publicar lo que vamos a llamar libro álbum, este tipo de portadores a partir de la idea de texto e imagen en íntima colaboración, como un solo proyecto que se formula en simultáneo y donde ambos lenguajes construyen significados y argumentos.
El álbum, tal como lo entendemos actualmente, es un producto postmoderno: surgió gracias al abaratamiento de la reproducción de imágenes, a los cambios en la educación y a la vocación por la imagen de la cultura actual.
 Los álbumes contribuyen a la educación literaria. Exponen a los lectores que se inician a discursos complejos, y a aspectos de la narración y de la comunicación literaria con los que se encontrarán más adelante al leer literatura. 
Texto e imagen hacen una síntesis; no se apoyan una en el otro. Generan distintas posibilidades de lectura y es el lector el que construye y enhebra el sentido de la decodificación de ambos y su interpretación.
Por un lado, el texto obliga a seguir adelante. Por el otro, las ilustraciones invitan a detenerse, a mirar cuidadosamente, a fijarse en los detalles, a descubrir signos.
Los libros álbum en general se caracterizan por utilizar el recurso de la metaficción, es decir, donde el propio libro aparece como objeto dentro del relato   e introducir referencias intertextuales.
La metaficción es un tipo de ficción que desmonta las convenciones de la ficción y llama la atención del lector sobre la idea de que lo que está leyendo es un artefacto, una creación y no la realidad. Este tipo de ficción es muy frecuente en la literatura postmoderna; para crear este distanciamiento, los autores se valen de técnicas diversas tales como narradores en los que no se puede confiar, salto de los niveles de la comunicación narrativa, préstamos de otras obras, cesión de la autoridad al lector.
Los álbumes metaficcionales exigen una lectura distanciada, muy diferente a la del lector romántico que se mete en la trama y sufre con sus personajes.
En Las pinturas de Willy, de Anthony Browne, además de realizar un homenaje a las obras cumbres de la pintura occidental a través de la parodia, deja abierta una nueva historia cuando en su última página podemos ver que el protagonista, Willy, el chimpancé, abandona la habitación donde estuvo pintando y deja tras de sí una máscara de mono y su chaleco multicolor, ¿Quién es Willy?¿Quién es el autor de esta obra?
A su vez, las imágenes evocan y dialogan con otras imágenes: Así como en la literatura se habla de intertextualidad cuando el texto se relaciona con textos anteriores, en el mundo de la imagen podemos hablar de intertextualidad visual: detrás de una imagen, podemos encontrar muchas otras con las cuales el ilustrador dialoga, cuestiona, imita, ridiculiza, etc. Por ejemplo en En el bosque, de Anthony Browne. Este libro tiene un intertexto ineludible: Caperucita Roja, pero ni los personajes ni la situación que introduce la historia son las mismas. El ruido por la noche y el silencio de la mañana le anuncian que algo ha cambiado en su hogar: papá se ha ido. No lo menciona explícitamente pero imágenes y texto lo dan a entender. Mientras que en la historia tradicional, la protagonista es una hermosa niña, en el libro de Browne el protagonista es un niño que está asustado ante la ausencia de su padre. Aparece en la imagen otro intertexto: Hansel y Gretel, dos niños perdidos en el bosque.
La lectura de un libro álbum convoca a una red de significación donde se ponen en juego elementos del cine, la historieta, la publicidad, en este contrapunto que generan el texto y la imagen. Este género abre un camino más para la formación de lectores activos, y no hay edad para su lectura. Desafía a quienes quieran hojearlo, una y otra vez, reflejando en cada interpretación, en cada significado que le da el lector, su propia historia con la literatura.

Tercer escalón: Cómo leen los niños los libros-álbum
Es interesante probar junto con los chicos textos que desordenen las estrategias, la comodidad conocida para leerlos. En ese sentido, a través de nuestro trabajo como mediadores y del de los chicos como lectores, se generarán nuevos recursos para nuevas lecturas palpitantes, desafiantes y visibles.
Es interesante que nos animemos a correr riesgos con los textos. Y es precisamente lo que proponen los libros álbum. Ejemplo, la hipótesis que realizan los niños cuando se les muestra la tapa de La escoba de la viuda, de Crhis Van Allsburg, por ejemplo.
El libro-álbum sostiene un tramado minucioso entre sus partes. Tapa, contratapa, guardas, ilustraciones, texto, todo es concebido como una unidad, lo que da paso a una obra de arte visual.
Estos libros, entonces, rompen la linealidad de una historia mediante el diálogo que las imágenes establecen con el texto. Y esta complejidad narrativa se pone al alcance de los chicos del Nivel Inicial a partir de la interacción del texto con la imagen y generan una lectura por parte de ellos antes de que sepan leer las letras.
Según un ilustrador, especialista en libros Álbum, Martín Salisbury, los niños valoran a los ilustradores, y con frecuencia intentan entender cómo consiguen los efectos y qué significan. Los jóvenes lectores son sensibles  al color y al tono e incluso  los más pequeños interpretan el lenguaje corporal que probablemente aprenden en los dibujos animados. A los niños les encanta divertirse con los libros álbum pero también quieren desafiar los retos que éstos proponen.

Cuarto escalón: De cómo aparecieron las historias y los dibujos

Entonces, después de leer sobre libros álbum, de experimentar con ellos en el aula, como en el caso de Celina que trabaja en el nivel inicial -casi sin proponérnoslo- en el taller de Marcelo empezamos con los primeros bocetos y a barajar ideas para armar nuestros propios libros álbum.
Como todo trabajo creativo el proceso es largo y arduo. Pensar en una historia en primer lugar que en los dos casos llevaría texto.
Y así escribimos la storyboard o guión gráfico, hicimos bocetos, desechamos ideas que al principio nos parecíamos geniales y que después se iban debilitando, trabajamos con borradores. Los personajes fueron mutando. Tanto Toribio como Alina fueron sufriendo transformaciones.
Pensamos mucho en las técnicas, en el color que predominaría, el barrio y la casa de Alina imponían grises y azules porque la historia comienza cuando Alina se aburre porque nadie le lee los libros que hay en la biblioteca.
Toribio, en cambio, juega con los espacios en blanco, con las líneas inacabadas que expanden los objetos. Dialoga con las formas, deconstruye, arma y vuelve a armar, simplifica objetos. En cambio el mundo de Alina dialoga con la literatura universal, intertextualiza imágenes que remiten a Pinocho, a los cuentos de los hermanos Grimm, a Italo Calvino, a las Mil y una noches.
Las dos trabajamos con acuarelas y microfibras.


¿Quién dibujo a Toribio? de María Celina Guzmán es un libro álbum que fue pensado como un regalo de Celina  para su sobrino Lautaro, que tiene un perro de raza big llamado, como el personaje, Toribio.
El cuento propone el tema universal del doble. El del doppelgänger -literalmente "doble que camina"- es uno más de los mitos engendrados por la idea de dualidad con la que el hombre percibe su entorno. Todo tiene su antónimo: el día en la noche, el fuego en el agua, la vida en la muerte.
El doble es un tema recurrente en la literatura, la tradición y el folclore popular.
El perro Toribio se queda solo en la casa y, robando los fibrones de la mochila de su dueño, se dibuja sobre la pared. Como en todas las historias fantásticas, el dibujo cobra vida y, al salir de la pared se desordena. Hocico por un lado, patas por el otro, cabeza y ojos en el cuarto, orejas en el baño. Ante tal prodigio, Toribio tiene miedo y se mete bajo un sillón. No obstante, se sobrepone y, antes de que llegue Lautaro trata de juntar las partes que forman otro animal muy distinto al que era en origen. Desmontar para resignificar, es entender que en el fondo todo puede ser de otra manera. El dibujo que se desarma se rearma propiciando otra lectura.
Mientras tanto, el lector, irá recorriendo la casa, descubriendo personajes misteriosos que se ubican como espectadores, para seguir el juego que propone la historia. Buscar las partes de ese doble de Toribio que, es, si se lo vincula con la literatura bíblica, una especie de Golem. En la cultura moderna y, particularmente, en el marco coloquial, el Golem es una figura metafórica estrechamente relacionada con el autómata, el ser descerebrado o el hombre masificado que, controlado, sirve desde un plano de conformismo, pero podría, bajo ciertas circunstancias, rebelarse.
El dinamismo de la historia, en la que texto e ilustración se complementan, propone a los niños leer entre líneas y “leer” las imágenes.
El dibujante, el artista, parece decirnos esta historia, es como Toribio, se ve, no como lo ven los otros, sino como es en la realidad de su creación y nos habla, además de la necesidad de estar acompañados aunque nos guste la soledad. El lector, como el Lautaro de la historia, parece un cómplice de la travesura puesto que intuye que algo “extraño” va a pasar.

Cuento con cuentos de María Cristina Alonso nació a partir de un tema recurrente que atraviesa sus escritos, esa sutil frontera que delimita la ficción de la realidad en el espacio de la biblioteca. Las bibliotecas como las entiende Borges, como un universo compuesto de un número indefinido e infinito de libros que remiten a otros libros. Un receptáculo donde siempre están ocurriendo los sucesos que conforman las historias que narran. Un lugar donde se vive la ficción, que contiene todos esos seres creados por la imaginación a lo largo de la literatura universal y que acompañan al lector.
En ese sentido, la historia de Alina está atravesada por intertextos diversos que remiten a la literatura universal y en especial a los relatos tradicionales para niños.
Alina vive en una ciudad que no está en ningún mapa y en una casita chiquita y gris. Se aburre -así lo cuenta la primera página donde se la ve sentada con su perro en la puerta de la casa- pero en ese mundo silencioso hay una biblioteca que nadie lee. Una biblioteca llena de libros siempre es una posibilidad y en ella ocurren cosas: está habitada por navíos, personajes del desierto, animales ruidosos y ciudades colgantes.
Los padres, como muchos adultos, no tienen tiempo de compartir lecturas con Alina (que dicho sea de paso tiene el nombre de la protagonista de Lejana, un cuento de Cortázar). Entonces, como en todo cuento fantástico, los planos se mezclan y de los libros salen las voces de personajes muy conocidos por el público infantil: Gepetto, el creador de Pinocho, el Patito feo, la madrastra de Blanca Nieves. Su parloteo es convocante y Alina se anima a bajar los libros y ponerse a leer.
El cuento nos habla de la inconmensurable compañía que nos hace la literatura, de cómo los lectores nunca estamos solos y la ficción nos ayuda a hacer frente a la soledad, la indiferencia, la incomprensión.

Como dice el escritor español Muñoz Molina: “Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la razón y de la felicidad.” 

domingo, 16 de julio de 2017

Profesores que escriben

Heme aquí, ya profesor (de Mientras duren los libros)

 Me pregunté durante mucho tiempo: ¿se puede escribir y ser una profesora de secundaria? Pienso en Haroldo Conti, dando clases de latín mientras escribía Mascaró,  en Cortázar en las escuelas de Bolívar y de Chivilcoy, en la década del 40, o  en Antonio Machado y sus cursos de francés en la España de la Segunda República. Sobre estas cosas trata este capítulo de Mientras duren los libros


Durante mucho tiempo soy una profesora que anda a los tumbos y apenas si puede orientarse en el salón de clase. La juventud nos llena la cabeza de sueños. El mío es el de convertirme en escritora y en poder leer sin que nadie me interrumpa durante horas. Pero no hay caso. No hay tiempo para nada. Además de las horas que paso frente a alumnos, en dos turnos, tengo que asistir a reuniones, hacer planificaciones, escribir discursos para los múltiples actos que se suceden a lo largo del año y corregir parvas de evaluaciones y trabajos escritos.

Corregir, esa es la condena del profesor. Los chicos     escriben como si estuvieran colgados de una ventana mirando el precipicio. Letras de múltiples formas con biromes de todos los colores pero nunca escritura legible. Un profesor es un criptógrafo, un aspirante a Champollión, un descifrador de jeroglíficos. Pasa horas mirando las hojas de carpeta intentando dilucidar lo que han querido escribir sus alumnos y, cuando lo logra, en general no hay nada consistente.
Horas de corrección. Me instalo frente a la ventana con el mate, pongo música, me reclino sobre almohadones, pero la pila de escritos no avanza. Cuando ya tengo cinco corregidos me acuerdo de que hay que ir a descolgar la ropa porque va a llover o pienso que el cubo del agua del perro estará vacío. Me levanto incontables veces para consultar libros de la biblioteca que me vienen a la cabeza, los abro, leo unos párrafos y los vuelvo a colocar en los estantes. Me digo que, para corregir los cinco cursos que se apilan sobre mi mesa, debería atarme a la silla con una cadena. Me muero de aburrimiento. No soy buena profesora, odio corregir siempre las mismos errores, esas largas oraciones sin puntos ni comas, esos errores ortográficos que horrorizan, esas diez palabras que conforman casi todo el vocabulario de los adolescentes que tiene siempre cosas más interesantes que hacer que dedicarse a escribir una página decente para la prueba de lengua.
Sueño con hojas de carpeta Rivadavia garabateadas con birome, con los extremos doblados, con florcitas dibujadas en los extremos, con la marca de agua con esa R estirada y llena de firuletes que atraviesa la hoja. Justo Rivadavia, un tipo que no me cae para nada simpático. Y trato de no hacer la cuenta de los trabajos escritos que corrijo en el mes, en el año, al cabo de los años. Por suerte, de tanto en tanto, algún adolescente escribe una historia interesante o incurre en errores graciosos.
Me pregunto ¿se puede escribir y ser una profesora de secundaria? Pienso en Haroldo Conti, dando clases de latín mientras escribía Mascaró,  en Cortázar en las escuelas de Bolívar y de Chivilcoy, en la década del 40, o  en Antonio Machado y sus cursos de francés en la España de la Segunda República. Y me respondo que se puede. Entonces corro las evaluaciones agobiantes y pongo una hoja en la Olivetti Lettera 32 anaranjada o más adelante enciendo la computadora y escribo.
Una mañana llevo un libro de poesías completas de Antonio Machado a clase. Él también fue profesor. Un reposado profesor que escribe mientras camina por los campos de Castilla bordados de olivares polvorientos: "Heme aquí ya, profesor/ de lenguas vivas (ayer  maestro de gay-saber, /aprendiz de ruiseñor)/ en un pueblo húmedo y frío,/ destartalado y sombrío, / entre andaluz y manchego". Es Antonio Machado que,  en 1912, después de la muerte de su amada Leonor, se traslada a Baeza, en Jaén, a casa de su madre y, hasta 1919, enseñará Gramática Francesa en el Instituto de Bachillerato instalado en la Antigua Universidad baezana.
Sus ex alumnos lo recordarán como un hombre benevolente y un tanto ausente del mundo cotidiano. Su cabeza estaba llena de poesía pero también preocupado por el clima político que se respiraba durante la Segunda República. Le inquietaban los males nacionales y les decía a sus alumnos: No aceptéis la cultura postiza que no pueda pasar por el tamiz de vuestra inteligencia. Hay que aprender a pensar, a razonar, a utilizar el cerebro; a distinguir “los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces”
La pena por la pérdida de Leonor, que había muerto a los 18 años, se notaba en su  desaliño. Solía decir: Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado, puede ser un sabio, un héroe, un santo. El birrete de un doctor puede cubrir el cráneo de un imbécil.
Escribe el hispanista Ian Gibson que Machado fue catedrático por casualidad pero que, una vez que ganó la cátedra de Lengua Francesa en el Instituto de Soria, en 1907, se aplicó muy en serio a su profesión y a sus obligaciones. Había pensado trabajar en un banco, y también había querido ser actor. Fue su maestro Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, quien lo encaminó hacia la docencia y le propuso opositar a una cátedra en el Instituto.  Sabía francés como su padre y abuelo, le interesaba la literatura francesa contemporánea, había estado en París. Por lo tanto, ya que como escritor no iba a poder ganarse la vida,  comenzó a dar clases. Y no fue un profesor convencional. Aunque su misión era enseñar francés con los libros de textos oficiales –por aquel entonces el francés era considerado una materia “de adorno”, como la gimnasia- se las ingeniaba para que sus clases fueran entretenidas y dinámicas. Aligeraba el aburrimiento de la gramática enseñando la lengua a través de la literatura, no sólo francesa, sino también española. Tampoco, parece, suspendía a ningún alumno. Podemos imaginar que en aquellas “lecturas comentadas” – dice Gibson- habría frecuentes alusiones a la literatura española, e incluso a poetas amigos del catedrático. Y lo más grande, era que los alumnos sabían que, pasara lo que pasara, el bueno de don Antonio nunca los iba a suspender.
Leo en voz alta Canciones y cantares, leo “A un olmo seco”. Un chico de pecas me mira soñoliento, una que no puede dejar tranquilos a sus rulos encendidos bosteza, desde el último banco se escucha el ruido de un sacapuntas. Las virutas van cayendo sobre el piso y me alejan de los campos de Castilla, de Antonio Machado exiliándose en Coilleur, de su melancolía. Suena el timbre.

Tampoco suspendía a sus alumnos Haroldo Conti,  que desapareció el 4 de mayo de 1976, secuestrado por una patota en los comienzos de la dictadura. En ese entonces daba clases en el Liceo Nacional N° 7 “Domingo Faustino Sarmiento”, de Buenos Aires.
Un profesor diferente, como lo recuerda una ex alumna, Ramy Alvarez Freita, cuyo testimonio está registrado en el libro Haroldo Conti, biografía de un cazador, de Néstor Restivo y Camila Sánchez: “No era lo que se dice un profesor común. En absoluto. A nosotros nos dictaba latín, en segundo año, en el 72”. “No hablaba mucho de sus libros. Tanto que muchas compañeras, creo, ni siquiera sabían que al frente de la clase estaba un escritor de muy alto nivel.”
Y la directora del Liceo donde Conti enseñaba recordó con horror que una noche encendió el televisor y lo vio a Haroldo Conti entrevistado por Julio Lagos, que decía: “Sí, yo dicto en una escuela latín…la verdad es que cumplo la mitad del programa.” Y pensó que al día siguiente iba a tener que llamarle la atención. Como cuando faltaba y ella le decía: “Conti, no me haga tener que pasarle una observación escrita.”
El mismo Conti dirá, en un reportaje publicado en el diario La Opinión del 15 de junio de 1975:”Ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras y hubo una época de silencio en la que me dediqué a estudiar y, voluntariamente, dejé todo ese tipo de inquietudes (se refiere a sus deseos de ser escritor). Por ese camino acabé siendo un triste profesor de escuela secundaria. Hace veinte años que enseño latín.”
Y, reflexionando sobre su situación económica: “Miren mi caso personal; tengo seis o siete premios internacionales y sin embargo mi ingreso fijo siguen siendo los doscientos mil pesos mensuales que gano como profesor de latín en una escuela secundaria. Otros halagos económicos no tengo. Me gusta viajar. Creo que para mi oficio es imprescindible conocer lugares y gentes. Viajaría eternamente, pero los viajes me los tengo que financiar yo, generalmente. De modo que un viaje hacia lo desconocido y maravilloso puede ser irme a mi pueblo, a doscientos kilómetros; es toda una hazaña, pero cuesta muchos pesos.”
Conti se desempeñó como profesor de latín en el Liceo N°7, de Buenos Aires, desde 1967 a 1976. Luego de su desaparición, durante dos años, se le siguieron computando las ausencias y, recién a mediados de 1979, el Ministerio de Educación, envió al establecimiento una notificación que lo declaraba cesante por "abandono de tareas".
Escritores que enseñan, que dan clases para vivir pero que andan por los pasillos de las escuelas con sus ficciones a cuestas. Mientras van pasando los años y escribo libros, mientras transcribo notas a planillas cuadriculadas, corrijo evaluaciones y asisto a interminables reuniones de profesores cuya finalidad es hacernos sentir siempre en falta y culpables, pienso en Cortázar enseñando Instrucción Cívica en la escuela normal de Chivilcoy entre 1939 y 1944 y escribiendo cuentos en la pensión Varzilio.
Chivilcoy está a cincuenta kilómetros de la ciudad donde vivo. Envidio a los chivilcoyanos por haberlo tenido a Cortázar vagando por sus calles.
Leo un prólogo que Cortázar escribe para una edición de los cuentos de Felisberto Hernández  -“Carta en mano propia”-  y puedo entrar, guiado por sus palabras a la pensión Varzilio.
Para envidia del resto de los pensionistas, la habitación de Cortázar da a la calle y parece que es la mejor de la casa aunque el futuro escritor se queje no sólo de ella, sino de la aplastada ciudad de la pampa bonaerense.
Cuando no está en la escuela, Julio escucha discos que pasa en una victrola rasposa, según la descripción que hace a un Felisberto que ya no puede leerlo porque está muerto.  Por la ventana de la pensión Varzilio salen aires de Mozart, de Bach, tangos de Gardel,  los blues de Jelly Roll Morton y las canciones de Bing Crosby.
La vida de Cortázar en Chivilcoy se reparte así: cada tanto un concierto en el club social y de lunes a miércoles, cinco horas de geografía, nueve de historia y dos de instrucción cívica. Los almuerzos compartidos en la larga mesa con viajantes de comercio y empleados bancarios.
El joven Cortázar se está volviendo un experto en pueblos, antes de Chivilcoy ha estado en Bolívar, “ese peldaño del infierno que se llama Bolívar”,  le escribe a una amiga, describiendo las ventajas de Chivilcoy: De no existir la inapreciable ventaja de escaparse cada fin de semana, acaso habría más problemas de vida aquí que en aquel pueblo sin alma. No sabe usted las cosas que me han ocurrido... y que me ocurren: la suma de miserias y torpezas que caracterizan a una ciudad del interior.
  Lo cierto es que  antes de Rayuela y el boom latinoamericano, antes de Cuba y de su hermano, el Che, que iba por los montes mientras él  dormía y  Nicaragua tan violentamente dulce, Cortázar es un docente que enamora a alguna de sus alumnas y debe abandonar el pueblo acusado, en 1944, de comunista, anticlerical, anarquista y trotskista por no besar el anillo del obispo de Mercedes, que visita la institución.

María Cristina Alonso

Obras mencionadas en este capítulo:
Mascaró, de Haroldo Conti. “Campos de Castilla”, “A un olmo seco”, de Canciones y cantares, de Antonio Machado. Haroldo Conti, biografía de un cazador,  de Néstor Restivo y Camila Sánchez. Rayuela, de Julio Cortázar, “Che” en “Carta a Adelaida y Roberto Fernández Retamar” de Cartas 1964-1968, de Julio Cortázar en Edición a cargo de Aurora Bernárdez.


domingo, 9 de julio de 2017

Gendarmes y niñeras (Capítulo 3 de Mientras duren los libros)

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Cuando empecé a estudiar Letras en la facultad de Humanidades de La Plata no pensaba en ser profesora de secundaria. Elegí la carrera porque… ¿qué otra cosa podía estudiar alguien a quien sólo le interesaba leer? Llegué a la facultad en tiempos revueltos. Era 1973, la primavera camporista. Yo venía de un pueblo y lo primero que recuerdo de aquellos pasillos de la facultad que ya no existen  son las paredes con imágenes del Che y pintadas con fusiles atravesados por lanzas haciendo la V de la victoria. Después, en el 76, cuando el golpe militar, las paredes se limpiaron y sólo corría por los pasillos el miedo y las noticias terribles de  compañeros que desaparecían.
En el último año hice mis prácticas en Bellas Artes, colegio que dependía de la Universidad.
La Profesora de Prácticas era una mujer de sonrisa fácil, parecía comprensiva. Ingenuamente propuse un poema de Cortázar para trabajar con los alumnos del  segundo año que me habían asignado: “El niño bueno”.

“No sabré desatarme los zapatos y dejar que la ciudad me muerda los pies
no me emborracharé bajo los puentes, no cometeré faltas de estilo.
Acepto este destino de camisas planchadas,
llego a tiempo a los cines, cedo mi asiento a las señoras.
El largo desarreglo de los sentidos me va mal. Opto
por el dentífrico y las toallas. Me vacuno.
Mira qué pobre amante, incapaz de meterse en una fuente
para traerte un pescadito rojo
bajo la rabia de gendarmes y niñeras.

De ninguna manera -dijo la Profesora de Prácticas- A los alumnos hay que darles siempre textos positivos, que hablen de acciones correctas y no de rebeldías estériles. Era septiembre de 1976, la dictadura se ensañaba con los jóvenes militantes, los secuestros se multiplicaban y proliferaban los centros clandestinos de detención. El 16 fue la famosa Noche de los lápices. Un grupo de estudiantes secundarios que habían participado de marchas por el Boleto Escolar Secundario y que eran militantes políticos, de la UES, fueron secuestrados por grupos de tareas conducidos por el general Ramón Camps[1]. Eran estudiantes secundarios como los alumnos con los que yo debía hacer mis prácticas, que asistían a escuelas secundarias de La Plata, entre ellas al Colegio de Bellas Artes. Es decir que, mientras mi Profesora de Prácticas me rechazaba un poema que no era “moral”, en aulas cercanas a la mía quedaban bancos vacíos de los chicos que ya estaban en campos de concentración sufriendo torturas.
El niño bueno que Cortázar describe en su poema significará para siempre aquella época. Tiempo en que nadie podía desatarse los zapatos, ni emborracharse, ni ser impuntual porque siempre había gendarmes y niñeras que nos decían todo el tiempo lo que debíamos leer, lo que debíamos escribir, lo que debíamos enseñar.
Cuando obtuve el título volví al pueblo y transité muchos años pensando que daba clases para vivir, pero que mi destino estaba en la escritura. Me alentaba pensar que otros escritores tuvieron que dar clases para sobrevivir.
A fines de 1977 conseguí unas horas en cuarto año del bachillerato en un Colegio Nacional. Año duro, terrible. Muerte, desapariciones, censura. Ese era el pesado bagaje que  llevaba en mi portafolio de docente principiante. Porque en mis primeras clases me compré un portafolio de esos serios de maestra aplicada. Después no lo usé más. Preferí llevar los libros en la mano o en una bolsa, como si estuviera de paso. Los portafolios son objetos feos, se llenan de papeles que después uno nunca saca, de pelusas, de pedazos de tiza, de planillas ajadas que debieran haber sido entregadas en tiempo y forma. Y, además, van sufriendo transformaciones a lo largo del día. El cuero parece brillante y lustroso en la primera hora, pero va cambiando a medida que las clases se suceden. El portafolio se va blanqueando con la tiza, se le pelan los extremos al rozar con los bancos, se va inflando a medida que recibe las hojas con las evaluaciones de los alumnos. Al final de la jornada es una especie de hipopótamo intoxicado que pesa como si uno llevara a todo el curso a su casa.
Así que dije basta a los portafolios y me colgué una bolsa  colorida al hombro que, si bien cumplía la misma función que el portafolio era más informal, me hacía sentir que no iba a estar cinco horas seguidas en la escuela con todo lo que significa de horarios, normas, estatutos, acuerdos disciplinarios y burocracia sino que iba a charlar sobre libros en una tertulia imaginaria.
Pero no era verdad. La escuela es una de las tantas instituciones de encierro, como las cárceles y los hospitales. La literatura es, como todas las artes, un espacio de libertad. “Mientras leo -escribió una vez Andrés Rivera- no hay censores, no hay celadores que vigilen nuestra mente”. Eso fue para mí lo paradójico de enseñar literatura. Leer no resiste el imperativo, y sin embargo siempre estamos diciendo: “tenés que leer”, “¿no leíste para hoy?” “¿dónde está tu libro?”, “Prestá atención”.
Los alumnos se resisten a leer por imposición. Siempre me dio resultado hablarles de los libros que leo por gusto propio y de los que pienso que podrían interesarles. Mantener a la literatura como algo vivo que circula entre los bancos, como algo deseable.
La literatura sucede cualquier día, en cualquier trimestre, en cualquier estación. Estoy en un salón de clases. Hay treinta o más adolescentes que me escuchan. Hablamos de los géneros, el policial y sus claves, el terror y sus marcas. Los miro, he mirado a mis alumnos muchas veces con cierta consternación. Adelante suele sentarse el Mejor Alumno, ese que tiene las respuestas antes que uno  formule las preguntas; más allá el Distraído, orbitando en su mundo; la Más Linda, mirándose disimuladamente en un espejito; y también la Feminista, la que cuenta que en su familia su abuela, madre y hermanas siempre se las arreglaron solas; el Solitario, ese que jamás dice una palabra y baja la cabeza cada vez que uno pronuncia su nombre. En el fondo se sienta el Chistoso, ese que  dice cualquier cosa para llamar la atención. Están los Resentidos, los Quisquillosos, los Simpáticos, los Burlones, la más Estudiosa, la Imaginativa, el Tapado. Alumnos. Siempre me gustaron más los rebeldes que los aplicados, los contestatarios que los conformistas, los que se pintan la cabeza de verde a los que lucen ropa de marca. No voy a idealizarlos románticamente. Pero algunos me gustaron mucho, me encanta escucharlos, leer sus escritos, confrontar ideas. Con ellos realizamos muchos viajes: hacia islas solitarias, a pueblos caribeños, al futuro distópico,  al pasado lejano. Gracias a los libros hemos traspasado los límites del tiempo y del espacio, hemos viajado también al interior de nosotros mismos. Porque, como dice el escritor Muñoz Molina “La literatura nos enseña a mirar dentro de nosotros y mucho más lejos del alcance de nuestra mirada. Es una ventana y también  un espejo. Quiero decir: es necesaria.”

Obras mencionadas en este capítulo:
“El niño bueno”, de Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar. “La disciplina de la imaginación”, conferencia de Antonio Muñoz Molina. 

María Cristina Alonso




[1]El 16 de septiembre es una fecha que ha sido fijada en el  calendario escolar por diferentes legislaciones, debe su impulso a quienes la sintieron como propia desde la recuperación de la democracia: los estudiantes. Entre los jóvenes secundarios que fueron secuestrados por las Fuerzas Armadas estaban: Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Ángel Ungaro, Daniel Alberto Racero, María Clara Ciocchini, Pablo Díaz, Patricia Miranda, Gustavo Calotti y Emilce Moler.

lunes, 26 de junio de 2017

Un temporal en una taza de té

(De mi libro Mientras duren los libros)

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Suena el timbre del recreo. Es una mañana de cualquier día de 1981, en cualquiera de las escuelas donde trabajo. Estamos en dictadura y la literatura, como otras cosas en el país, está rigurosamente vigilada. Salgo  del aula con una bolsa llena de libros colgada del hombro. Los pasillos se llenan de alumnos, de voces, de gritos. Paso por delante del despacho de la directora que hace que lee unas planillas, pero vigila detrás de sus anteojos. Sonrío. Su trabajo es vigilar. El mío, el de no levantar sospechas. Llevo conmigo a unos tipos impresentables que no serían de su agrado y que -si los descubriera- serían invitados a abandonar el establecimiento inmediatamente.

Uno, por ejemplo, es un loco que, de tanto leer libros de caballería se cree un caballero andante,  confunde molinos con gigantes y anda liberando galeotes. Otro se despierta convertido en insecto con el vientre abombado y parduzco, moviendo las patas sobre el cobertor. Va también Long John Silver, el Largo, un marinero aparentemente trabajador y honrado que es, en verdad, un pirata feroz al que le falta una pierna y lleva un loro posado en su hombro. También llevo a dos gauchos que se exilian -uno de ellos ha roto la guitarra y  tiene dos lagrimones que le ruedan por la cara- en las tolderías. Hace barra con ellos una mujer adúltera,  natural de Tostes, compradora compulsiva que terminará sus días ingiriendo arsénico en polvo. Y una muchacha suicida que escribe poemas desesperados y dice “Alejandra, Alejandra/ debajo estoy yo/ Alejandra” y sentencia que “una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”. Y, para empeorar las cosas, también estoy con otro tipo que se la pasa vomitando conejos y es imparable. Yo no sé qué voy a hacer si la escuela se llena de conejos, que no se culpe a nadie. Pero, por momentos, lo imagino: conejos saltando sobre la mesa de la sala de profesores, escondiéndose en los mapas enrollados, saltando sobre los ficheros, saliendo desde dentro del cajón de la secretaria que pierde los anteojos con la impresión. Y ni hablar si suelto a los leones que han estado agazapados en la pradera artificial del cuarto de los niños.
No quiero que la directora me llame. Seguro que me pedirá que le haga un informe sobre el rendimiento de los alumnos, que pase notas en huidizos casilleros, que llene una declaración jurada con toda mi carga horaria. Y yo ando con mi bolsa, de aula en aula, tratando de que el capitán Ahab deje por un rato su obsesión por la ballena blanca y que los gitanos de Lorca no griten tan fuerte dentro de la fragua.
A pesar de que siento la mirada helada que me lanza tras sus anteojos de miope, paso por delante de sus narices con todos esos indisciplinados que llevo adentro de mi bolsa, que hablan a mis alumnos con el discurso revulsivo de la literatura.
 A veces he intentado explicárselo cuando me agobia con reuniones de departamento y de padres. No puedo hacerle entender que, más allá de los programas oficiales y las recomendaciones pedagógicas, un profesor de literatura es un guía de lecturas, alguien que da de leer sus textos preferidos, que habla sobre lo que lee o escribe, que expone ante sus alumnos su biblioteca personal, los personajes que lo han marcado, las páginas que lo han emocionado.
Soy la suma de los libros que leo y doy de leer, tengo la armadura de mi biblioteca para soportar los embates de una profesión signada por las palabras. Con ese caudal me visto para afrontar las incontables horas de clase, los humores diversos de los alumnos y colegas, ese universo kafkiano que es una escuela cuyo mejor espacio es el aula de clase cuando todo está por inventarse.
Ser profesor y además un lector apasionado es complicado. La rutina de las horas interminables, el cansancio, la voz que se vuelve ronca, la parva de ejercicios para corregir vuelve a la tarea bastante poco atractiva para quien solo quiere tirarse a leer todo lo que -sospecha- no tendrá tiempo de leer en esta vida y ni hablar si además,  quiere escribir. Ser escritor y profesor se vuelve complicado.
El poeta chileno Nicanor Parra se queja de la profesión en su poema titulado Autobiografía. Es profesor en un liceo oscuro, su pobreza lo lleva a vestir como un fraile mendicante. Pierde la voz y la vista dando clases cuarenta horas semanales, “Para ganar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con olor y con sabor a sangre.”
Parra, nacido en 1914 perteneciente a una familia de miembros vinculados a la música y al arte popular, hermano de Violeta, la que escribió ese bello poema, “Volver a los diecisiete”, es -además de poeta- profesor de física y matemática, tarea que ejerció  en Chillán, en el Liceo de hombres y en Santiago mientras leía a Walt Whitman y comenzaba a gestar la antipoesía. “¿Qué es la poesía?”, se pregunta un uno de sus poemas. Y se responde: “Vida en palabras/ Un enigma que se niega a ser descifrado/ Por los profesores/ Un poco de verdad y una aspirina/ Antipoesía eres tú”. Y en Canciones rusas, escrito entre los años 1964- 1967,  nos conmina en su poema titulado “Test”: “Subraye la frase que considera correcta./ Qué es la antipoesía: Un temporal en una taza de té?/ Una mancha de nieve en una roca?
Es un poeta reconocido, recibió el Premio Nacional de Literatura de Chile y el Premio Cervantes, entre otros, de tal manera que las cuarenta horas semanales de clase le permitieron, además,  escribir una obra completamente original. Parra, con su obra,  trascendió la vanguardia, se convirtió en antipoeta, artista visual, ecologista, creador de antidicursos y realizador de Artefactos, poemas visuales para los que utilizó objetos de consumo y los resignificó con una frase. Por ejemplo, una cruz con una leyenda: “Voy & vuelvo” o una zapatilla con la inscripción: “Mensaje en una zapatilla: levántate y anda”. Hizo antipoesía en las célebres bandejas de pastelitos, en una serie que tituló “Trabajos prácticos”. Las bandejitas descartables sirven de soporte, en un caso, para que un suicida escriba una carta y se despida: “Chao, no soporto la música ambiental”.
¿Qué diría mi directora si encontrara uno de los “Artefactos”, de Nicanor Parra, en mi bolsa de libros? Ay, Cristina, qué cosa rara son los escritores.
Lo cierto es que la literatura exige del profesor, y aún más si es un escritor, que plantee a sus alumnos las cuestiones del tiempo que le toca vivir. Porque la literatura no es inocente, y se despliega en múltiples interpretaciones.
Una clase de Literatura no es más que un entramado de voces que pugnan por interpretar las distintas maneras en que los hombres cuentan el mundo en que viven. Voces que se sublevan frente a las injusticias o que pasean su melancolía por las páginas de un cuento o de un poema.
Entre mis primeros trabajos tuve que dar clases en una escuela técnica. Cuarto de técnicos mecánicos. Eran todos varones, yo muy joven. El director me acompañó para presentarme.
Los chicos me miraron. Treinta pares de ojos posados sobre mí con desconfianza.
El director dijo mi nombre y les contó que yo iba a llevar la clase de Literatura.
-Sé- dijo confidente- que la Literatura no les sirve para nada, ustedes van a ser técnicos. Pero esta materia está en el programa y tienen que aprobarla.
Y me dejó con la tiza y el pizarrón lleno de fórmulas de la materia anterior.
-¿Saben para qué sirve la literatura? – pregunté con voz quebrada.
Se hizo silencio. Una tiza voló por los aires. La mayoría de los chicos bajó la cabeza. Uno se rió y emitió un sonido parecido al de un pájaro. Desde el fondo, un chico de cara alargada y llena de granos le tiró una munición de papel al compañero con una cerbatana. Si ellos no contestaban, yo tenía que dar la respuesta. Pero no pude. En ese tiempo había que seguir el programa oficial, Literatura hispanoamericana y argentina. Comenzar con el Inca Garcilaso y sus Comentarios Reales. Sé algunas cosas que aprendí a lo largo de mi larga carrera como profesora de secundaria, una de ellas es que no hay nada más aburrido que leer al Inca describiendo las maravillas de su raza extinguida.
Como  había comenzado con unas clases ya empezadas por la profesora saliente, los Comentarios estaban sobre el pupitre de algunos alumnos. Yo había preparado la clase, había escogido el capítulo.  Comencé a leer “El templo del sol”. El Inca seguramente entretenía en su tiempo, pero no a mis flamantes alumnos de un cuarto año de técnicos mecánicos. Me empeñé con dos páginas pero,  la clase estalló en carcajadas cuando el que estaba sentado en el fondo del salón, vaya a saber por qué pirueta que intentaba hacer, se desparramó en el piso.  En ese momento pensé que el director tenía razón, la literatura del Inca Garcilaso no les iba a servir para nada. Así que busqué en mi bolsa de libros que llevaba por las dudas y, cuando volvieron a hacer silencio les dije:
-Vamos a empezar por las instrucciones- les mostré Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar y luego lo abrí en la parte del “Manual de instrucciones”.
Los miré uno por uno, sobre todo al que se había caído de la silla y ahora estaba acomodándose la camisa que se le había escapado del pantalón.
-¿Podrías explicarnos cómo hiciste para caerte de la silla?- le pregunté.
El chico bajó la cabeza. El resto de la clase milagrosamente hizo silencio. Seguramente esperaban el reto al que estaban acostumbrados. En la escuela siempre pasan dos cosas, te explican y te retan. Pero yo no tenía ganas. Demasiado  habían gritado y perseguido y eliminado a nuestra generación y no había estudiado para policía sino para enseñar.
-Lo que te pido es que expliques, paso a paso, cómo hiciste para caerte de la silla, una especie de instrucción para alumnos que quieran imitarte.
Porque Julio Cortázar me había dado la gran idea. En Historias de Cronopios  escribe instrucciones para cosas tan comunes como subir una escalera o dar cuerda a un reloj. Un libro que nos propone mirar con ojos nuevos las cosas de todos los días. Deconstruir los gestos que hacemos a diario y que ni siquiera pensamos, esa es la propuesta de Cortázar y la que le hice a mi alumno, sólo que él no estaba preparado, porque el Inca Garcilaso y las crónicas de Hernán Cortés no preparan para eso. Les leí las “Instrucciones para subir una escalera” y después les pedí que escribieran instrucciones para lo que quisieran. Salieron muchos textos sorprendentes y otros anodinos. A uno se le ocurrió escribir instrucciones para realizar machetes para copiarse en los exámenes, otros pensaron cómo encender la luz o abrir persianas. El que se había tirado de la silla escribió una serie de instrucciones para molestar a los profesores, y la clase terminó en algarabía.
Después volví al programa oficial y nos aburrimos todo el resto del año. Me había recibido hacía poco tiempo y aún no estaba preparada para plantear innovaciones. No  eran tiempos propicios porque el mismo Cortázar estaba en la lista negra de los escritores censurados.
Tampoco volvimos a tener la visita del director que no había leído un libro en su vida y no podía saber que, a partir de sus palabras de desautorización, la literatura se convirtió en una manera nueva de mirar el mundo, capaz  de desatar una tormenta en una taza de té.

Obras mencionadas en este capítulo:

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. Martín Fierro, de José Hernández. Madame Bovary, de Flaubert. Poemas, de Alejandra Pizarnick. No se culpe a nadie, de Julio Cortázar. “La pradera”, de El hombre ilustrado,  de Ray Bradbury. Moby Dick, de Melville. “Romance de la luna luna”, de Romancero Gitano, de Federico García Lorca.  Poemas  y antipoemas,, Artefactos, de Nicanor Parra.  Comentarios reales, de Inca Garcilaso de la Vega. Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar.

sábado, 17 de junio de 2017

Mientras duren los libros

Como Cervantes escribe en el prólogo de El Quijote," desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse". Pero sólo surgió del recuerdo de mis prácticas docentes a través de tres décadas en las que estuve enseñando literatura a estudiantes secundarios. Pasen y lean.
Mientras duren los libros
 María Cristina Alonso


La lectura ha sido el principal entretenimiento. Mientras duren los libros no hay que temer!” Lucio V. Mansilla, Diario de viaje a Oriente.

“El aula es un lugar de mucho dramatismo. Nunca sabrás lo que les has hecho a, o qué has hecho por, los cientos que vienen y van. Los ves salir del aula: soñadores, insulsos, despectivos, maravillados, sonrientes, perplejos. Después de unos años desarrollas antenas. Sabes cuándo llegaste a ellos, cuándo te los pusiste en contra. Es química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los chicos y, mientras quieras seguir siendo profesor no hay escape. No esperes ayuda de los que han escapado del aula, los superiores. Están ocupados yendo a almorzar y pensando pensamientos superiores.” Frank Mc Court, El profesor.


1.   Los rusos y las estufas de kerosene

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-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar - le dije a mi madre una mañana helada de invierno, a las siete, sentada en la cama y a punto de ponerme las medias.  Estaba tan somnolienta que no me encontraba los pies.
Todavía me faltaba terminar la secundaria y los años de universidad pero, paradójicamente y contra ese deseo primigenio -desde que me recibí de profesora en letras y durante treinta y cuatro años-  me levanté a la madrugada  para ir a mis clases, no emboqué de primera intención las medias en mis pies y escuché bramar al despertador como un animal acorralado. Así, desde el principio, supe que, la literatura y las madrugadas eran dos cosas que nunca se llevarían bien en mi vida.
No obstante, el olor del café con leche aquel día de mi infancia en que pronuncié la sentencia incumplida,  inundaba la casa y yo terminaba de salir de la cama pensando en que más frío -porque hasta que la estufa de kerosene agarraba viaje la casa tardaba en calefaccionarse  -más frío había pasado Fiedor Dostoievski en la cárcel de Omsk, en Siberia, experiencia  que contaría tiempo después en su libro Recuerdo de la casa de los muertos y que yo había encontrado en una caja en el galpón, medio roído por las lauchas, entre muchos otros que resumían la biblioteca de un tío lejano que había muerto y cuyas escasas pertenencias habían ido a parar a mi casa.
Ese libro y otros autores rusos que leí después consolaron mis inviernos. Porque yo estuve muchas veces en San Petersburgo, caminé por la avenida Nevsky con Gogol y sin capote, y vi las cúpulas de San Isaac desde el canal con las luces de las farolas proyectándose sobre el río Neva.  Seguí recordando ese paisaje cuando un alumno, muchos años después, me dijo -en una primera hora de la secundaria,  una mañana muy fría y destemplada-  que había leído El jugador de un tirón durante una noche de insomnio. No era de los más aplicados, pero leía lo que le caía en las manos y escribía mejor que cualquiera de los que seguían mis clases aplicadamente. Un alumno que lee a Dostoievski sin que nadie se lo pida es una especie de felicidad inexplicable para una profesora de Literatura.
Vuelvo a aquella mañana del tiempo de la escuela secundaria. Mi madre me miró con un poco de lástima y mucha paciencia y me anudó el cinturón del guardapolvo con un moño primoroso y arrepollado que yo desataría unos segundos antes de entrar en la escuela. Dos cuadras me separaban del enorme edificio de la Escuela Normal. Dos cuadras, sólo una chica privilegiada puede tener la escuela a dos cuadras de su casa. Pues a mí, esa ventaja, la de llegar muy rápido -por lo tanto levantarme un poco más tarde- no me gustaba. Yo quería vivir lejos para poder atravesar el pueblo y ver cómo se desperezaba, cómo era la gente que iba a trabajar, cómo barrían las calles y la veredas,  cómo era el mundo fuera de ese microcosmos que envuelve a un niño y luego a un adolescente en una especie de cápsula espacial que siempre está orbitando lejos de la vida.
La vida no era la enorme escalera de granito que llevaba al segundo piso donde estaba la secundaria, ni las paredes con afiches coloreados con escenas de próceres en campos de batalla, el rumor de miles de voces en los recreos y ese timbre taladrante que anunciaba el momento de entrar a clase.
 La vida era el aroma a pan recién salido del horno de la panadería de la esquina y las facturas exhibidas en la vidriera, esos sacramentos chorreados con fondant y las tortas negras con la costra de azúcar dorado. La vida estaba en la casa de mis vecinos que tenían un mueble donde guardaban celosamente las revistas “Life” de toda la década del 60 con las de la muerte de Kennedy y Martin Luter King incluidas. La vida circulaba entre las letras en tinta china que mi padre trazaba sobre los planos que dibujaba en un tablero junto a la ventana. En la oficina de mi padre la vida, a veces, tenía el nombre de amigos lejanos o de parientes que irrumpían después de veinte años de silencio y contaban anécdotas con las que se reían mucho y a mí me parecían absurdas.  
En cambio, la escuela tenía una mezcla de olores indescifrables. El de unas pastillitas de goma multicolores que vendían en el kiosco, el de la tiza y el de los sudores de los recreos. También olía a kerosén, como casi todas las casas de ese tiempo en que todavía la red de gas no se había extendido en el pueblo, y el portero entraba en el aula que estaba más fría que la tumba de Drácula con una estufa de velas a la que, de tanto en tanto, había que darle fuelle para avivar la llama.
Llegaba, entonces,  a la escuela en un santiamén para escuchar Aurora  Lo hice  durante cuarenta y siete  años. Los trece que abarcaron desde el jardín de infantes, hasta la secundaria, sumados a los treinta y cuatro como profesora. Casi medio siglo recorriendo esas dos cuadras por las que pasaba el otoño, castigaba el invierno,  despuntaba la primavera y el sol de comienzos del verano no daba tregua para escuchar el aria que compuso Héctor Panizza plagada de expresiones tan herméticas como “azul un ala”, “aurora irradial” o “forma estela al purpurado cuello”. Un verdadero martirio.
.Breve recorrido pero lleno de aventuras. Había una vereda, en la primera cuadra, que nadie pisaba porque traía mala suerte, es decir, pisarla significaba que a uno lo  llamaran a dar esa lección que no había estudiado o que recibiría un reto inesperado. La brujería andaba suelta por ese entonces y había que conjurarla bajando a la calle.
 El itinerario terminaba siempre en el edificio en el que esperaban los griegos y los romanos, las reglas ortográficas, los mapas que dibujaban regiones ignotas de Asia y de África, los gorros rojos de la mazorca, las imágenes de Sarmiento extraídas del “Billiken” y las maestras con guardapolvos blancos inmaculados. Porque en la escuela de antes, las maestras se abocaban a almidonar sus guardapolvos casi con el mismo empeño con el que enseñaban las primeras letras. Sus guardapolvos eran tan tiesos que crujían cuando ellas doblaban el codo para escribir en el pizarrón.
¿Por qué el tiempo es tan lento en la infancia? Nunca tuve respuesta para eso, pero lo cierto es que en la escuela, repitiendo lecciones, la mañana no se terminaba nunca. Una chica viaja de aula en aula con su portafolio, año tras año como si saltara de un casillero a otro, en un juego diseñado por un maestro aburrido. ¿El gran Sarmiento, maestro ejemplar, habría delineado ese juego? Yo lo creía por aquel entonces. Sarmiento, en su escritorio atestado de libros, mientras presentaba el proyecto de reforma de la ortografía adoptada más tarde por el gobierno de Chile, imaginaba miles de niños saltando de casillero en casillero, de un salón a otro. El que pierde retrocede uno, como en el juego de la Oca.
De salón en salón no pasaba mucho, eran todos iguales, pero la escuela atesoraba maravillas increíbles en la opacidad de sus cuartos. Los desnudos cuerpos de yeso abiertos en el vientre por los que se veían los órganos, el corazón palpitante de tintura, los sinuosos intestinos, el hígado marrón. Mientras, en el fondo oscuro de la mapoteca, el esqueleto acechaba con su humor torvo y áspero en las mañanas de invierno.
Por el intrincado laberinto de pasillos y aulas fui viajando  a través de los libros. Por los insípidos de lectura con tantos próceres y dibujos de chicos huérfanos y madres abnegadas, por el Manual Estrada, cuyas tapas grises desalentaban cualquier entusiasmo, y por los otros, los que fui traficando con maestras y compañeras, los que fueron construyendo ese objeto del deseo que es la lectura. En ellos, todo lo humano y lo divino se concentraba en sus páginas y me hacían temblar de emoción. En la escuela -además de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas- entraba el odio de Ahab por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne, las chicas Marchs de Mujercitas,  los liliputienses de Swift y el detestable Kurtz de El corazón de las tinieblas.  Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o empañados por la lluvia, yo sabía que latía el desierto con sus arenas resplandecientes o la selva de Quiroga acechaba con sus yararás y sus hombres malditos por el alcohol. La escuela me dio esas visiones que emanaban de las páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los libros: “Así era el mundo y yo era el rey:/ Para mí zumbaban las abejas, volaban para mí las golondrinas”.
De niña era aficionada a los álbumes. Me gustaba armarlos con fotos o con recortes de revistas, poemas arrancados al suplemento literario de La Nación o de las revistas de modas que recibía mi madre. A veces pegaba figuras imaginarias. En una de ellas está la imagen de la Escuela Normal recortándose en el atardecer sobre un cielo rojizo o palpitando en la noche con su cuerpo de monstruo marino.
-Cuando sea grande, jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar- le dije a mi madre aquella vez mientras Akakiy Akakievich buscaba su capote por las calles de San Petersburgo.
He sido una lectora precoz de los rusos. Encontré la historia de Akaky Akakievich, de Gogol,  en una antología que estaba en  el mismo cajón donde  saqué a Dostoievsky. Se ve que aquel tío, que había sido un lector, se empeñaba en llevarme de viaje a San Petersburgo sin proponérselo, porque los viajes de los libros son insondables. De este modo, el invierno y los autores rusos se asocian inevitablemente a las primeras lecturas que suplantaron los cuentos infantiles.
El capote, de Nikolai Gogol, es un cuento inolvidable. Por algo Dostoiesvky escribió refiriéndose a él: “Todos crecimos bajo el capote de Gogol”.
El cuento relata la historia de Akakiy Akakievich, un insignificante funcionario de un departamento ministerial del imperio zarista, cuya tarea era copiar documentos. Humillado por sus compañeros de oficina, su mundo se constreñía  a esa tarea y a una vida llena de privaciones. Los hechos transcurren en San Petersburgo, a mediados del siglo XIX, y este dato es fundamental para entender el relato. El frío de esa zona es lo que da sentido a las penurias de este personaje, puesto que el conflicto comienza cuando el funcionario descubre que su antiguo capote, casi una bata, está tan roto que su sastre, Petrovich, ya no puede arreglarlo, y debe encargar uno nuevo que le costará ochenta rublos. Con enormes privaciones, conseguirá juntar el dinero para la nueva prenda.
Finalmente, el capote está terminado: “Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto sucedió..., es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich”, escribe Gogol.
Fascinado con su capote, acepta ir a una fiesta que organiza un superior. Será una ocasión para lucir el abrigo. Pero Akakiy Akakievich no disfruta de la reunión y decide volver a su casa. Hace frío y las calles están desoladas. Así describe Gogol la noche petersburguesa: “Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.”
Y entonces unos hombres le roban el capote. La desesperación por la pérdida lo enferma y muere. El cuento no termina ahí, Akakiy  reaparece por las calles de San Petersburgo como fantasma que se dedica a despojar de su abrigo a los viandantes en busca del que le robaron.
Leído como una metáfora del deseo, este cuento nos habla del insignificante Akakiy que logra apasionarse por algo; su vida en pos de un nuevo capote le devuelve el sentido.  Los libros que leía a hurtadillas de las tareas escolares eran mi capote. Desde entonces nada me ha alejado del paraíso  de mi biblioteca.
-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue a madrugar- me repetí muchas veces mientras arrastraba mi portafolio por las calles que en invierno me parecía, como a Akakiy Akakievich, un inmenso y desolado desierto.
Un día estuve del otro lado del mostrador, dando clases de Literatura a adolescentes  que, a veces, no se apasionaban con los libros que incluía en el programa. En ocasiones creí ver a  la niña que fui,  sentada  en el anteúltimo banco con el pelo enrulado atado en una cola. De vez en cuando  me miraba. Tenía un libro entre las manos. Intentaba no reparar en ella y culpaba al cansancio que me hacía ver visiones. Pero ella, juiciosa y atenta, me pedía cuentas.  Y yo, mientras recorría las estrofas del Martín Fierro o hablaba de la locura de Don Quijote, empezaba a tener miedo de haberla traicionado.
  Tenía cinco años cuando mi padre me llevó de la mano y me dejó en la puerta del aula de jardín de infantes. Empezaban los años sesenta y esto que estoy contando se lee con las canciones de Elvis Presley y más tarde con las de los Beatles de fondo.
  En la escuela aprendí a sobrevivir al aburrimiento. Porque no siempre era repetir las tablas, hacer carteles con las reglas ortográficas o escribir monografías sobre la cuenca del Amazonas. Hubo pequeños e imperceptibles milagros. Una profesora inolvidable me regaló la lectura del primer Cortázar, un compañero de banco me enseñó a reír a carcajadas y me habló por primera vez de Maiakosvky. Con algunos maestros desaprendí; con otros, escribí mis primeros cuentos. A los diecisiete me fui con la cabeza llena de esperanzas y de deseos. Más tarde volví con mi título de profesora y descubrí que muchas cosas no habían cambiado.  No cambió, por ejemplo, la canción Aurora que se entona en la escuela todas las mañanas, en ese preciso instante de la rosada aurora  que se describe en el Quijote. A ese cielo rojizo sobre el que la escuela se recorta, me entregué cuando el cansancio me vencía, cuando el timbre acechaba como un animal marino que llamaba y llamaba. Y entonces yo no entraba a la escuela de verdad, sino a la otra, a la ficticia, a la que seguía recorriendo la chica de doce años que fui. Porque había una escuela dentro de otra cuyos contornos se iban diluyendo sobre el cielo, en ese preciso instante en que Don Quijote de la Mancha subía a Rocinante y comenzaba a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel. Justo en ese momento en que el rubicundo Apolo anunciaba la venida de la rosada aurora, se iniciaban las aventuras. Sin embargo, la escuela se tragaba el manchego horizonte y, en sus aulas, don Quijote y yo bostezábamos de aburrimiento. Confirmábamos que la literatura y las madrugadas eran, definitivamente, dos términos antagónicos.



Obras mencionadas en este capítulo:  El jugador, de Fiedor Dostoievesky. Moby Dick, de Herman Melville, Veintemil lenguas de viaje submarino, de Julio Verne, Mujercitas, de Luisa May Alcott, Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Historia de la lectura, de Alberto Manguel, El capote, de Gogol, Martín Fierro, de José Hernández, El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra.