lunes, 31 de marzo de 2008

LEER PARA NO MORIR


Leer es una de las aventuras más apasionantes que pueda realizar el ser humano a lo largo de su vida. Con la lectura se obtiene felicidad, entretenimiento, conocimientos, acercamiento a problemas complejos y -por ende- permite pensar el país, pensar el estar en el mundo. Y aún más, la lectura -y me refiero en especial a los libros de ficción- salva al hombre del dolor y de la muerte. En una recorrida por un pueblo abandonado, en el que aún persisten unos pocos pobladores, un hombre me dijo que iba a suicidarse porque su mujer y sus hijos lo habían dejado, pero unos pocos libros que había en un rincón de su casa le salvaron la vida. El pueblo se llama Máximo Fernández, situado en la llanura bonaerense. En él aún persevera un puñadito de habitantes que viven alejados del mundo. En otra época, una estancia daba vida y trabajo a esos pobladores rurales. Pero la estancia quedó abandonada y los que trabajaban en ella fueron emigrando. El tren dejó de pasar. El bosque fue comiendo las casas hasta convertirlas en taperas. La vegetación que estalla en verdes intensos es el paisaje en el que Raúl hace quince años vive en una casita sin luz ni agua, con un patio picoteado por las gallinas, sobreviviendo con el escaso provecho que le saca a la tierra.
Las voces del mundo le llegan desde una radio que cuelga en el patio de un alambre y el resto es la soledad de sus días todos iguales.
La historia de Raúl es singular. Vivió de joven en Buenos Aires, pero su deseo utópico de existir en medio de la naturaleza -un tanto robinsonianamente- lo decidieron por ese alejado punto de la tierra en el que el tiempo se cuenta por los autos que pasan por el camino o por el deslizarse del sol entre los árboles. Allí fundó una familia numerosa, pero desde hacía tres años, su mujer y sus siete hijos lo habían abandonad para irse a vivir a una ciudad cercana.
Raúl contaba, para quien quisiera oírlo que, cuando se quedó solo, se sentó en una silla desvencijada del patio y se puso a llorar. Después pensó en morir, pegarse un tiro o tomar veneno de hormigas. Un día, en un rincón del rancho encontró unos viejos libros algo deshojados y se puso a leer. La lectura lo salvó, los acontecimientos que ocurrían en la literatura lo alejaron de la muerte.
Leer para no morir. La lectura de ficción otorga un sentido a la existencia, nos ayuda a desdoblarnos en otros, a ser otros mientras recorremos las páginas de un libro. El lector se construye con la lectura a la vez que, en el acto de leer, reconstruye su propia vida.
Emily Dickinson sentencia en un poema: “No hay mejor fragata que un libro para llevarnos a tierras lejanas”. El libro como metáfora del viaje, la posibilidad de escapar o ausentarse por un tiempo de los sinsabores cotidianos. Es que al lector apasionado, no le alcanza la vida para leer todo lo que sueña. Según cuenta Fernando Savater, las últimas palabras de Marcelino Menéndez y Pelayo, el destacado erudito, fueron “Qué lástima morirse, cuando aún queda tanto por leer”.
Raúl podía decir que la lectura le ayudó a recuperar las ganas de vivir, porque después se hizo socio de la biblioteca de Bragado -la ciudad más cercana- y siguió leyendo a la luz de la lámpara de kerosene, libros de filosofía y novelas hasta que el dolor por la pérdida se atenuó y consiguió resignación.
En todas las épocas la lectura ha sido un acto de resistencia. La palabra escrita, y sobre todo la literatura es también, un lugar en el que el lector continúa sus combates, reorganiza la esperanza, encuentra en los mundos inventados lo que la realidad le escamotea. Podrán cambiar los soportes de lectura, pero el discurso de la ficción quedará como testimonio para las próximas generaciones, mantendrá viva esa posibilidad de hacer más soportable la existencia.

martes, 25 de marzo de 2008

MANSILLA


Sobre el lomo del caballo escribe, Mansilla,
su viaje hacia el interior de los bárbaros
ha conocido, Mansilla, el exótico perfil del Himalaya
los salones de París, las calles de Londres,
los guantes de fino cuero, la levita y el frac
pero, alegre, con ese optimismo decimonónico,
recrea conciliábulos con los ranqueles.
Es el viajero que anda
por el mundo
enamorado
de sus contrastes.

Hablemos de Luico V. Mansilla, que es un héroe diferente. Un héroe feliz. Un hombre que ha viajado por el mundo desde joven, que ha ido a la India a los 18 años y subido al Himalaya, que se ha paseado por los salones de Londres, de París, de Buenos Aires. Es fino y culto, viene de una familia adinerada (sobrino de Rosas) y se enamoró incontables veces. Cree en una Argentina con destino de progreso como todos los hombres de fin de siglo. Sin embargo mira al mundo sin prejuicios y hace ese viaje al interior, a las tolderías, con la misión de establecer tratados de paz, como emisario de la "civilización" que sólo quiere exterminar al indio. Pero él tiene otra cabeza, no ha andado el mundo de gusto y reconoce que los términos civilización y barbarie no son verdades absolutas, que, en muchas ocasiones, los raqueles por ejemplo, son más civilizados, más piadosos y solidarios que los blancos. Piensa que la solución no es el exterminio sino la asimilación a través de la religión y el trabajo.
Me encanta lo que dice en Una excursión a los indios ranqueles: "hay que vivir para experimentar contrastes", tocar los extremos donde se encuentra la felicidad. Y al tocar los extremos se da cuenta de que el mundo occidental sólo ha desplegado su barbarie sobre los más indefensos, los ha llenado de vicios, los ha ido destruyendo lentamente para darles el mazazo final.
Escribe sobre el lomo del caballo, escribe para dar cuenta de su fuerza y salud, de su capacidad de descubrir los verdaderos valores en la naturaleza, en ese viaje interior mucho mejor que en todos los libros y opúsculos del resto de los blancos. Escribe para decir que los ranqueles le han dado lecciones de humanidad y, de paso, porque no es un santo, sino un tipo que quiere a toda costa ocupar altos cargos en el gobierno, que es el hombre ideal, que conoce a la tierra porque ha dormido sobre el caballo mirando las estrellas y sabe apreciar que no hay manjar más grande que una tortilla de avestruz comida a cielo abierto.
Me gusta Mansilla. Se muere viejo, se muere enamorado, en París como era de esperar, luciendo una estampa vigorosa a pesar de su ceguera, a los ochenta años. Me gusta releer su Excursión, es la obra de un vanidoso, de alguien que se sobrevalora, pero que también sale del corral ideológico de su época. Es un turista, pero un turista inteligente y sagaz que hace del viaje una fiesta para él y para nosotros, que lo leemos.

sábado, 22 de marzo de 2008

DISCURSOS DE LA MEMORIA


Frente a la conmemoración de otro aniversario del golpe militar es necesario reflexionar sobre cómo circularon los discursos sobre la represión en todos estos años después de recuperada la democracia y cómo la literatura fue reflejándolos acaso en un principio tímidamente para después aparecer en textos que hoy son emblemáticos. También de qué manera se fueron incorporando esos discursos en la educación pública, cómo la escuela fue haciendo un desvío y soslayando el tema porque también ella era parte de una sociedad que se negaba a trabajar con la memoria.
Digamos que, hasta la derogación de las leyes de obediencia debida y de punto final, la institución escolar fue esquivando la revisión del pasado porque a la sociedad le costó revisar ese período negro de nuestra historia. No así la literatura que -antes y después- se hizo cargo de ficcionalizar el horror.
Con respecto al silencio, recordemos lo que refiere Tzvetan Todorov en su artículo “Frente al límite” sobre un sueño recurrente que tenía Primo Levi en Auschwitz. Levi rehacía regularmente la misma pesadilla: libre del campo, volvía a su casa y hacía un relato detallado de sus infortunios. Pero, de repente, se daba cuenta de que ninguno de los asistentes lo escuchaba, que hablaban entre ellos, que ni siquiera se percataban de su existencia; más aún se levantaban y se iban sin decir palabra. Este sueño volvía después de su liberación, y Levi descubrió que estaba lejos de ser el único en haberlo tenido, que otros sobrevivientes se lo contaban en forma parecida. Dice Todorov que este sueño contiene gran parte de verdad. En el momento en el que los campos existían, los relatos acerca de ellos no faltaban en los países neutrales o adversarios a Hitler. Sin embargo uno se resistía a creerlos, pues de prestarle atención, se obligaba a repensar radicalmente su propia vida. Hay penas, dice Todorov, que uno prefiere ignorar.
Paul Ricoeur y otros filósofos hablan del trabajo de la memoria y también del “deber de la memoria” en el sentido de que el deber de recordar debería estar complementado por el trabajo científico, por el trabajo del historiador. Porque la memoria -y especialmente cada aniversario del golpe militar más sangriento de nuestra historia- es una construcción, un replanteo incesante que la sociedad y la escuela deben hacer para que los jóvenes encuentren un real significado a la violencia vivida en nuestro país que todavía es presente y no historia cerrada. Ciertos mecanismos autoritarios no han sido aún desarticulados y la sociedad tiene -a pesar del tiempo transcurrido- en carne viva dolores como la desaparición, la muerte, la tortura, el robo de bebés que aún siguen intactos.
Hasta hace muy poco no era tan fácil instalar estos temas en las aulas, muchos docentes sentían que eran cuestiones que no les correspondían abordar o simplemente les eran indiferentes. No todos, por supuesto. Otros, a pesar del vacío, hicieron y hacen su trabajo.
En una sociedad que ha visto como desde el poder se quemaban o censuraban los libros –baste pensar en los libros del centro Editor de América Latina, consumidos por el fuego, o en los libros y revistas que por esas épocas debimos hacer desaparecer para preservar nuestras vidas- aún quedan secuelas de miedo y silencio.
Suelo comenzar mis clases de Lengua y Literatura dándoles a mis alumnos a leer un artículo de Pérez Reverte que salió publicado en el suplemento del diario Clarín, en 1996. Se titula Vida y Muerte de los libros. En él, el autor español parte de un hecho desgarrador que presenció como corresponsal de guerra en Bosnia Herzegovina, el incendio de la Biblioteca de Sarajevo que guardaba libros fundamentales, patrimonios invalorables de la humanidad. A partir de ese hecho puntual, Reverte reflexiona sobre el significado que ha tenido en nuestra cultura la destrucción de libros, desde la antigüedad hasta nuestros días en los que se nos impone una cultura descartable. Porque para este escritor, matar un libro es asesinar el alma del hombre, su memoria y su inteligencia.
Ya lo había dicho Heine, palabras que se actualizaron en 1933 cuando el ministro de Hitler, Goebels, mandó a los estudiantes de la universidad a quemar libros de autores “pornógrafos” en la plaza de Berlín: “Allí donde se queman libros también se quemarán hombres”, sentenció. Y así fue, como también ocurrió en nuestro país donde no sólo se arrasó con una generación que ya no está sino que también se creó un vacío cultural que aún hoy nos cuesta remontar.
Sobre los textos de los escritores desaparecidos aún se escribe la historia de aquellos años terribles: Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Héctor Oesterheld, por citar a los más conocidos, escribieron textos que anticiparon o relataron los años crueles, a los que debe sumarse los escritos del exilio como los de Héctor Tizón, Osvaldo Soriano, Osvaldo Bayer y el mismo Julio Cortázar, que fueron armando el discurso de la resistencia.
Pero la literatura que se fue escribiendo para dar cuenta de la dictadura no tuvo, en su momento, la circulación que hoy posee. Pensemos en un texto ineludible y lúcido como La carta abierta a la junta militar de Rodolfo Walsh escrita con una claridad meridiana a un año del golpe, que circuló clandestinamente pero que era desconocida por la mayoría; en los autores que se dejaron de leer como Haroldo Conti, que implicó no sólo su desaparición física sino también su ausencia en las librerías y en los textos escolares; o los relatos que tenían un mensaje cifrado como Respiración artificial de Piglia, que hablaba en clave sobre la desaparición y la censura.
Hoy, se rescatan nuevamente a poetas como Paco Urondo o aparecen en los programas escolares El Eternauta, una historieta de Oesterheld, otro desaparecido que, escrita en 1957 narraba un Buenos Aires invadido como ocurrió después. Es decir que, si a partir de las conmemoraciones que se sucedieron cumplidos los 30 años del golpe, la sociedad empieza a legitimar el tema porque también la justicia está revisando el pasado a partir de nuevos juicios, los discursos de la memoria vuelven a estar vigentes es porque como sociedad hemos crecido.
Entonces me parece que en la sobreabundancia de información, en esta nueva etapa no hay que correr el riesgo de fosilizar la memoria y convertirla en un tema al que se va vaciando de significado. Debemos pensar que aprender con la memoria no es sólo recitar palabras clisés sino estar atentos a las circunstancias cotidianas, sociales y políticas para que aquellos hechos ocurridos durante la dictadura militar no vuelvan a suceder.
La memoria es un trabajo de años, se marca por la coherencia de compromisos tomados aún en los tiempos en que el discurso oficial proponía leyes de obediencia debida y punto final.
He aquí el quid de la cuestión. Los primeros que tenemos que aprender sobre cómo reivindicar la democracia, promover la solidaridad social, transmitir la memoria del horror, conocer la verdad, detectar los resabios autoritarios que aún quedan después de 32 años en la instituciones, somos los escritores, los docentes, los artistas que, con nuestro trabajo, podremos contribuir a construir una sociedad tolerante de las diferencias y respetuosa de esa generación que tuvo ideales que fueron cercenados por el terrorismo de Estado.
Haroldo Conti en el prólogo de Mascaró habla del permanente regreso de los que se fueron pero que quedan en nuestra memoria:
"Ahora, a diferencia de esas otras veces, no he quedado triste y vacío porque Mascaró sigue vivo y me demanda nuevos caminos. Siento, eso sí, la breve tristeza de despedirme de él para que comience a compartir su camino con otras gentes.
Aquí estamos, pues, a un costado de ese camino diciendo los adioses y estrechando su firme mano. Pero yo sé que volverá. Yo sé que volverás, compadre. Por eso te digo hasta siempre. No te olvides de mí, ni de mi compañera, los que tanto te amamos. Volvé pronto para que podamos seguir viviendo y amando, oscuro jinete, dulce cazador de hombres. Mascaró, alias Joselito, Bembé, alias la Vida.”

miércoles, 19 de marzo de 2008

UNA VIEJA CARTILLA DE FÍSICA

(Ilustración de Manuel Pagani Alonso)
Cuando mi hijo iba a quinto grado encontró en mi biblioteca dos libros del bisabuelo, uno era una Cartilla de Física de Luis Felipe Mantilla, editada por George R. Lockwood, de Broadway, Nueva York, fechado en Octubre de 1875. El otro, una Gramática francesa de primer año, de M.M. Larive et Fleury, editada por la Librairìe Classique Armand Colin, de la rue de Mézières, en 1889. En la primera hoja de ésta última, el bisabuelo estudiante había escrito con tinta negra, que ya viraba hacia el sepia, su nombre: “Mariano Alonso, Bragado, Enero 1893”. En la última había garabateado algunas cuentas de dividir y la caricatura de un marinero con un cigarro en la boca, debajo de la que se leía esta enigmática frase: “El cadete González, víctima de la juventud del juez”. También había unas salpicaduras de tinta.
Eran dos libros de textos de alguien que fue un chico hace más de un siglo. Ambos tenían tapas duras, de un color celeste envejecido, pero todavía conservaban su dignidad después de cien años. Mi hijo y yo recorrimos sus páginas con fascinación, esos dos libros nos proponían un viaje en el tiempo, nos permitían, de alguna manera, reconstruir una parte de ese estudiante secundario que había sido nuestro antepasado. Sus dedos habían quedado estampados en las manchas de tinta que salpicaban de tanto en tanto las páginas. Le conté a mi hijo que hubo un tiempo en el que las biromes no existían y le hablé sobre los tinteros y las plumas que ensuciaban a los alumnos que no eran muy diestros ni muy aplicados. Le inventamos una cara al profesor de francés que le habría indicado a Mariano Alonso, de catorce o quince años que comprara esa gramática, un adusto y duro profesor que en una mañana helada, en una escuela particular a la que asistirían unos pocos chicos, leía del libro el exercice 3: “Distinguez les noms de choses visibles des noms de choses invisibles. Ecrivez est un nom de chose visible”. Y nos reímos del pobre Mariano que acaso sentiría que las palabras en francés se le escapaban por la ventana como moscas asustadas.
La cartilla de Física fascinó a mi hijo, tenía ilustraciones, preciosos dibujos hechos a pluma: dos niños en sube y baja para representar la palanca. Llevaban trajecitos, corbata y el pelo cortado a la melenita. Había en otras páginas globos aerostáticos para explicar que el gas es más liviano que el aire. Ese globo nos llevó a Verne y sus viajes maravillosos, sobre todo a Robur, que era el libro que estábamos leyendo juntos por las noches. Un carro lleno de heno en un terreno en declive ilustraba que, para que un cuerpo se mantuviera sin caerse era preciso que su centro de gravedad estuviera en una línea dentro de su base. Así nos fuimos a los medios de transporte del siglo pasado, ayudados por otros dibujos de carros tirados por caballos y repletos de toneles. Todo un viaje hacia los objetos y máquinas que habían rodeado al bisabuelo.
Las manchas de tinta que tenían las hojas de la Gramática francesa con las huellas digitales de aquel niño que se habría aplicado sobre esas páginas, nos resultaron maravillosas, porque ese libro de texto tan antiguo venía a armar una historia, a construir el recuerdo de una manera de enseñar y de aprender, como ha sido siempre que la escuela se convirtió en un espacio de socialización y aprendizaje.
Mi hijo y yo amamos los libros y, cuando era pequeño, en marzo, nos gustaba ir a la librería a comprar los textos para la escuela. No estoy haciendo falso exhibicionismo docente. Le enseñé a mi hijo que los libros guardan las ansias de conocimiento que todo ser humano tiene y que sólo puede saciar a través de ellos. Porque los libros son puertas, pasadizos por donde se va a muchas partes, desde los secretos del cuerpo humano, la historia de la patria, los lugares que soñamos conocer, el universo y los planetas que flotan en silencio en el espacio, los animales y especies vegetales, los avances tecnológicos de todas las épocas, las abstracciones numéricas, las leyes implacables de la física o los enigmas de otras lenguas. Y también a las zonas de la imaginación, a esos mundos que recrean los cuentos, poemas, novelas, historietas que irán armando esa pasión por la lectura, alimento a que todo niño tiene derecho.
Leer abriga y alarga la vida, nos vuelve más sabios y también más tolerantes. El abuelo Mariano lo sabía, acaso por esa razón guardó para las generaciones futuras sus libros de estudio.
Libros de texto que evocan la primera infancia que es, acaso en el recuerdo, aquel “paraíso perdido” del que todos fuimos desterrados.

lunes, 17 de marzo de 2008

El guardia de García Lorca

Alguien de mi cuadra compartió los últimos momentos del poeta Federico García Lorca.
Justo en la esquina de mi casa de Bragado vivió un ex combatiente de la Guerra Civil española, José González Sánchez, que fue incorporado al bando nacionalista a los 16 años sin poder elegir, pues a pesar de que simpatizaba con los republicanos, en aquellos tiempos terribles, los ciudadanos eran despojados de su documentación y obligados a alistarse en las filas de los rebeldes.
Siempre supe que este inmigrante español había atravesado la terrible experiencia de la guerra, de la que no hablaba casi con sus vecinos a los que proveía de verduras y frutas en su negocio. Más de una vez, ya jubilado, mientras lo veía sentado en la ventana de lo que había sido en un tiempo su verdulería en la esquina de Núñez y Remedios de Escalada, quise indagar sobre la vida que había dejado en España, pero nunca lo hice y me quedé sin conocer por su boca una historia seguramente apasionante. Sin embargo, una mañana de 2007 su nieto, Felipe González, me dio un dato inesperado.
Estábamos leyendo Bodas de sangre en un curso de Primero de Polimodal y, mientras me refería al contexto histórico en el que había vivido García Lorca, le dije a Felipe que recordaba que su abuelo había sido un combatiente de aquella guerra que se cobró medio millón de vidas.
Al día siguiente, Felipe, que había consultado a su padre y a su tía, contó que su abuelo había sido destinado primero al destacamento Benítez, en Málaga y al frente de Órgiva en Granada, donde, entre otras tareas, fue designado en un puesto de guardia en la cárcel de presos civiles, entre los que estaba el poeta Federico García Lorca.
Federico García Lorca, el genial poeta y dramaturgo español fue fusilado en la madrugada del 19 al 20 de agosto de 1936, en los primeros días de la Guerra Civil española y fue una de las víctimas más notables del franquismo.
Un poeta magnífico y multifacético que había alcanzado éxito con obras de teatro como Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y Yerma, que había escrito libros de poemas muy populares como El Romancero Gitano, y que había participado del gobierno de la Segunda República dirigiendo un teatro trashumante, La Barraca, que llevaba a los más recónditos pueblos de España obras clásicas de la dramaturgia española.
Cuando el general Francisco Franco se sublevó encabezando a un sector del ejército a comienzos de 1936 contra el gobierno de la II República española y estalló la Guerra Civil, Federico García Lorca decidió abandonar Madrid para volver a su tierra natal, Granada, buscando la tranquilidad de su familia. Granada fue tomada el 18 de julio por los nacionales y los sublevados comenzaron una caza de brujas para eliminar a los sospechosos de simpatizar con el Frente Popular que apoyaba a la República. Se fusilaron a muchas personas, y el poeta fue llevado de casa de sus amigos, Los Rosales, donde se había refugiado. Lorca fue acusado de ser un espía soviético al servicio de Moscú.
A unos nueve kilómetros de la capital, Granada, se encuentran las localidades de Víznar y Alfácar. Los rebeldes establecieron allí un puesto militar para controlar una posible contraofensiva republicana. Finalmente, el barranco entre estos dos pueblos se convirtió en el lugar de fusilamiento de miles de civiles. Los vehículos que partían del Gobierno Civil ascendían, tras una parada ante el Palacio del Arzobispo Moscoso y Peralta, convertido en cuartel general, hacia Alfacar. Encima de Víznar se encontraba Villa Concha, una residencia de verano para los niños granadinos, que era conocida en el pueblo como La Colonia. La edificación fue empleada como cárcel provisional, un corredor de la muerte fatal. Se cree que durante los días en que Lorca esperaba la muerte fue duramente torturado. Federico pasó allí tres días que debieron haber sido insoportables. En algún testimonio que leí, se señala que, dolorido por los golpes pidió agua a uno de los guardias. ¿Sería mi vecino?
En la madrugada del 19 al 20 de agosto de aquel 1936, Lorca junto con el maestro José Dióscoro y dos banderilleros miembros de la CNT, uno de ellos era Francisco Galadí, fue conducido a una cuneta del camino de Alfacar, ante un viejo olivar, cerca de la Fuente Grande -los árabes la llamaban Aynadamar o "Fuente de las lágrimas". Ahí Lorca fue fusilado junto a los otros y enterrado como tantos en una fosa común sin nombre ni cruz.
En una mañana de 2007, en la escuela pública donde doy clases, en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, el recuerdo de un poeta fusilado dejó, por un momento, de ser un mero dato en un manual para convertirse en historia viva, aún no saldada. Un poeta fusilado y un joven de 16 años que sufrió las crueldades de la guerra y que sobrevivió para contarles a sus familiares que él había estado en el lugar de la ignominia.
“El crimen fue en Granada, ¡en su Granada!”, escribió Antonio Machado en un bello y triste poema. José González Sánchez, mi vecino, lo revivió a través de su nieto.

sábado, 15 de marzo de 2008

UNA EXCURSIÓN AL ÁLAMO CAROLINA DE CONTI

Luli muestra el álamo carolina sobre el camino que va a Warnes y dice, “es un hermoso árbol, cuando cae el sol las ramas se ponen doradas”. Luli es un hombre de anchas espaldas que ha sido alambrador y que conoce los secretos de su pueblo, el mismo que Haroldo Conti describe en el cuento Mi madre andaba en la luz, “un puñado de casitas y tapiales aparece y desparece entre los árboles. Luli se siente orgulloso de mostrarme el álamo carolina que le da el título a uno de los últimos libros del escritor de Chacabuco, desaparecido en 1976, una de las tantas víctimas de la dictadura militar. Porque Luli, el padre de Carolina, una ex alumna que me ha prometido este viaje durante varios años y al fin se concreta, si no hubiera sido alambrador y ahora transportista, hubiera sido poeta, porque él entiende, sin necesidad de teoría literaria alguna, como está contado La balada del álamo carolina, cuál es la perspectiva que elige la narrador para explicar el lento crecimiento de ese árbol que se erige solitario en el camino. “Es el árbol el que va diciendo como se llena de pájaros y como le van creciendo las ramas”, explica cuando ya estamos arriba del auto después de habernos tomados varias fotografías bajo su frondosa copa que en octubre luce exuberante. “Un árbol, en verano –escribe Conti- es casi un pájaro”.
Luli y Mabel Baez viven desde hace muchos años en Warnes, y se sienten orgullosos de pertenecer a un pueblo enclavado en la fértil llanura bonaerense que ha sido refundado en los textos de Conti y, acaso, intuyen que la realidad es apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, da vida, corrige, reinventa. Es que los territorios literarios modifican el ámbito referencial de donde proceden. En una geografía literaria, Dublín no puede pensarse sin Joyce, Balvanera sin Borges, Santa Fe sin Saer, París sin Cortázar y Warnes y Chacabuco sin Haroldo Conti.
En el patio de los Baez, mientras se hace el asado, yo abro la primera edición de La balada del álamo carolina, la de Corregidor de 1975, de tapas verdes donde el árbol célebre del campo de Maruca Cirigliano es reproducido en una versión un poco más joven de la que yo he visto y fotografiado, un libro que perdí y recuperé muchos años después para que pudiera abrirlo en Warnes y preguntarle a Luli si se acuerda de Pampín y su boliche. Le leo:”El rostro blanco y pelusiento emergió lentamente por detrás del mostrador. Era el viejo Pampín en persona que subía del sótano al cual había caído en un descuido algunos años atrás porque la tapa estaba justo detrás del mostrador y a veces la dejaba abierta…” Luli se ríe y recuerda la vieja anécdota que todos en el pueblo comentaban, la imagen del viejo que yendo y viniendo de la balanza a los botellones de caramelos desapareció como por arte de magia y tuvo que ser extraído con unos aparejos. Luli hace un pequeño esfuerzo e intenta recuperar al viejo en sus recuerdos. Don Ramón Pampín, me dice, usaba unos botines pesados, una camisa de grafa, de esas de tela resistente, y un sombrero alto como una especie de galera, de copa redondeada con el ala finita. Tenía cara de ratón. Mis ojos bajan a las páginas de Conti que también lo describe en su cuento: “la carne se le había corrido hacia abajo como si el viejo, el verdadero, se hubiese encogido por dentro, de manera que la piel, salpicada de manchas, le colgaba de los huesos”. Me pide que siga leyendo y me va explicando, en el boliche había un olor particular, un olor diferente, ¿será ese olor a carne ahumada que señala Haroldo?
Ya no puedo saber dónde empieza y termina la literatura en la evocación de Luli, porque él ha leído los cuentos y se le entrecruzan con sus propios recuerdos.
Don Ramón Pampín, el personaje literario y el que cuenta Luli, había venido de Santa Eugenia de Fao, ayuntamiento de Touro, partido de la Coruña, pero había convertido en su propio lugar a ese Warnes polvoriento, dividido en dos por las vías del Ferrocarril Oeste, el mismo que dejó de pasar cuando las privatizaciones y ahora sólo quedan las vías muertas y la estación convertida en delegación municipal, comisaría y biblioteca.
En el recorrido que hacemos con Carolina por Warnes, siempre acompañadas por las palabras de Conti llegamos al boliche que está en una esquina, sobre la calle principal.
Es fácil adivinar, detrás de las oxidadas cortinas de metal, el mostrador oscuro, la balanza de dos platos, la vitrina con velas, agujas y ovillos de hilo, la heladera rota que servía de armario. Tomo una fotografía de la puerta que está en la ochava y casi veo a Pedro Seretti con el bolso en la mano, tomando una caña Legui mientras mira la pila de esqueletos de vino y botellas vacías.
La dueña actual de la propiedad levanta la cortina de la puerta lateral y nos permite husmear en la penumbra. Ya no hay pisos, las vigas del techo han sido desclavadas y bultos y objetos desfragmentan esos mundos que la literatura mantiene intactos. Me muestran donde estaba el sótano, pero ahora está tapado por bolsas y materiales de construcción.
Insospechadamente, un lugar se funda a partir de la escritura, la realidad no deja de ser apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, da vida, corrige, reinventa. Bioy Casares decía que escribir era agregar un cuarto a la casa de la vida, que es otra manera de decir que la literatura duplica el mundo, imprime a la realidad un nuevo aspecto, la modifica, ejerce sobre ella una sugestiva, única percepción del entorno.
Los cuentos de Haroldo Conti construyen un espacio escriturario sobre la tranquila y sencilla vida del pueblo en donde pasó su infancia y a donde volvió una y otra vez para arrancarle personajes e historias. Como habría leído en Cesare Pavese, autor que influyó en su modelo de escritura, “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. Un pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes, en las plantas, en la tierra hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha, siempre nos aguarda.”
Hacia ese pueblo Conti volvía una y otra vez con su mente, es decir con su escritura que era una forma de reinventarlo. Una manera de escribir para que otros existan, de eso se trata, acaso la literatura: “..y entonces vuelvo a golpear otra tecla una y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio”, escribe en Los caminos pensando en sus amigos lejanos. Artificio que el escritor iniciaba en esos “prolijos viajes de la memoria”.
Porque su literatura inicia, desde la memoria, una reconstrucción de un espacio sembrado de objetos, luces y sombras, personajes que viven en la inmediatez del presente pero que pueblan la narrativa de Haroldo que los captaba en sus idas y vueltas al territorio de la infancia. En ese tono siempre evocativo el paisaje se reinventa y, cuando uno desanda esos caminos, el eternamente por asfaltar que une Chacabuco con Bragado, cuyo dinero se lo gastaron tres veces distintas administraciones, o se sienta a la sombra del álamo carolina que está en la antigua chacra de Maruca Cirigliano, o visita la casa, se encuentra con Haroldo porque como le escribiera a Haydé Lombardi “allí donde terminan los caminos, allí estoy yo”. Y seguramente viajar hacia esos territorios tiene mucho de encuentro.
La excursión al Warnes de Conti termina en la chacra de Maruca Cirigliano, la gran amiga del escritor que lo recibía siempre que llegaba desde Buenos Aires. Nos muestran el señalador de caminos que un día llevó a lo de Maruca y que miramos con esa extraña sensación que se tiene frente a los objetos que sobreviven a los hombres. Hablamos con uno de los hijos de Maruca, el hermano de Bachi: “Haroldo venía y venía siempre a esta casa, pero un día no volvió dice, era guerrillero, porque aquello fue una guerra, tal vez se lo merecía.”
Siento que Haroldo, lo que no se merece es que alguien hable así de él, que repita el discurso del poder y no confíe en ese escritor que era amigo de la casa, que absorbió ese paisaje y lo convirtió en hermosos cuentos. Ni a los Baez ni a mí nos gusta lo que estamos escuchando. Otra vez la teoría de los dos demonios, la desmemoria. Miramos por última vez el señalador de caminos en el que se lee las palabras Chacabuco y Bragado y nos vamos.
El álamo, el solitario álamo que crece en el camino, un poco antes de la estancia La Silvina, nos sigue protegiendo, en la distancia, con su frondosa copa de hojas verdes y brillantes. Junto con los pájaros, le andan aleteando las palabras de Haroldo, ese mago viejo como lo llamó Galeano. El álamo sigue erguido y hermoso gracias a personas como Luli que sabe, que en el corazón de su pueblo, la voz de Conti no se apagará jamás, aunque lo hayan secuestrado, torturado, aniquilado. Las palabras siempre son más libres, mucho más.

viernes, 14 de marzo de 2008

El tesoro de la juventud: ¿Un cuento de niños?

Un amigo lejano me cuenta en un mail que le han regalado la colección completa del Tesoro de la juventud. En mi biblioteca los tomos destartalados de la edición de 1920 todavía mantienen su encanto y alimentan mi fantasía.
Imagino a mi amigo mirando las mismas láminas que yo -de tanto en tanto- repaso cuando, al pasar por el comedor penumbroso, me tienta el estante al lado de la chimenea que alberga la enciclopedia. Desconozco el origen de la de mi amigo. Me ha dicho que se la han regalado. La mía viene viajando en el tiempo, de la casa colonial de mis tías abuelas -que la habrán comprado a algún vendedor de libros de esos que recorrían los pueblos allá por el veintipico, o tal vez en Buenos Aires en alguno de sus viajes- hasta llegar a las manos de mi padre, que la debe haber recorrido en su infancia con el mismo placer que lo hice yo cuando la rescaté de un cuarto de tratos viejos, un poco masticada por las lauchas en algunos extremos, pero con las páginas de láminas brillantes intactas.
Su título alude conceptualmente a los bienes del espíritu, a la riqueza del saber humano y a los destinatarios principales de tanto saber acopiado: “El tesoro de la juventud, enciclopedia de conocimientos”. En ella puede encontrarse un poco de todo: el sabor encantado de las narraciones populares, las maravillas del mundo, los adelantos de la ciencia, biografías de famosos hombres y mujeres, interrogantes contestados con intención científica, lecciones de francés e inglés, poesías, costumbres exóticas. La enciclopedia, dividida en secciones, exhibe títulos como “Cosas que debemos saber”, “Historias de libros célebres”, “Juegos y pasatiempos”, entre otros.
Traducida del inglés, fue publicada en España en 1920 por Walter Jackson y distribuida en las capitales más importantes de América con artículos escritos por autores locales. El consultor, compilador y autor de la parte argentina es Estanislao Zevallos, el vocero ideológico de la Campaña al Desierto efectuada por el General Roca, hombre empapado de la idea civilizadora propia de la generación del 80 y que, a juzgar por el prólogo que firma en el Tomo I, conocía tanto a los niños argentinos como a los cafres africanos fotografiados en algunas secciones.
Con su idílica visión de la niñez, Zeballos escribe: “El clima benigno, la facilidad para gozar de la vida al aire libre, la alimentación sana y abundante, las facilidades generales de la lucha, y, probablemente, ciertas influencias termoeléctricas de la tierra aún no bien determinadas, influyeron en la hermosa salud y en el vigoroso desarrollo físico-psíquico de los niños sudamericanos”. Y advierte en el prólogo que la enciclopedia “es una obra civilizadora, pues los hijos de los hogares pobres, expuestos a los peligros de las calles y de los campos, y de la vida vagabunda hallarán en esta lectura reconstituyente un motivo de permanencia en el hogar”
Miguel de Unamuno que, como otros prestigiosos intelectuales de la época -Alberto Edwards, José Enrique Rodó y Adolfo Holmberg- creía que, “hablar con los grandes que fueron es mejor que con los pequeños que son” y justifica la publicación de la enciclopedia a través del incentivo de la imaginación que proporcionan las historias de aventuras. Para él el alimento de la inteligencia debía servir de aliciente y excitación para la fantasía.
Zevallos afirma en alguno de los tomos que “los niños argentinos se distinguen por la precocidad con que aprenden, saben más de historia de Estados Unidos que los propios norteamericanos y que cantan con igual solvencia el Himno Nacional que el Sata Spangled Banner y el Hall Columbia, porque los niños argentinos son bellos y robustos, y predominan entre ellos los rubios y trigueños.”
No obstante la belleza de la páginas de la enciclopedia, de sus láminas aún maravillosas y la diversidad temática, los jóvenes que abrevaron en este compendio del saber, fueron mamando un sutil racismo. En la sección, Los tesoros ocultos de la Tierra, por ejemplo, bajo una foto del aduar donde vivían los mineros negros africanos, puede leerse este epígrafe de neto corte colonialista: “Muchos son los millares de cafres empleados en la minas de oro del Sur de África, y si se tiene cuidado con ellos llegan a salir buenos trabajadores”. Mucho más explícito es el texto de Zeballos en donde explica, en un artículo sobre la Argentina, que “Las tropas pertenecientes al ejército de este país, están formadas por gente blanca y rubia, pues la mezcla con la inmigración ha hecho desaparecer al negro y a las razas inferiores.”
Contrastando las buenas intenciones de los colaboradores –redactar un texto destinado a los niños que no tenían acceso a la educación sistematizada- la segregación racial es una constante, digamos subliminal, en la enciclopedia. En el Libro del porqué se responde de esta manera a la pregunta ¿son necesarias las guerras?: “Hubo guerras que sostuvieron los pueblos civilizados, cuyo número crecía, sin cesar, rápidamente, contra los salvajes. Todas las civilizaciones se han extendido de este modo. Parece que, dado el modo como el mundo está hecho, estas guerras fueron en la antigüedad necesarias, como es necesaria la muerte.”
Más allá de estos conceptos, de las páginas de El tesoro de la juventud saltan para nuestro deleite Alicia la del País de las maravillas, la Cenicienta, Guillermo Tell, Robinson Crusoe, el varón de Múnchausen, califas, princesas, pastores de ovejas y magos. Pura maravilla que mi amigo el que vive tan lejos junto a un mar del fin del mundo y yo, en la llanura pampeana, disfrutamos en tiempos distintos, en casas distintas, en provincias diferentes. Pero sin embargo, esas páginas, las mismas, y también diferentes, nos reúnen en nuestro común país de las palabras. Un lugar en el que los relojes, y las distancias pierden sentido. Un lugar donde los dos podemos jugar a buscar al conejo blanco, a conversar con los liliputienses o a departir con la fauna de los océanos. De esas cosas hablamos, a veces, cuando tenemos ganas de ser niños otra vez.

jueves, 13 de marzo de 2008

Las aventuras del Barón de Münchhausen.



En la hermosa y antigua edición de El tesoro de la Juventud de 1920 que guardo en mi biblioteca, cuyos tomos destartalados me siguen fascinando como en la infancia, hay un relato que quiero compartir: Las aventuras del Barón de Münchhausen. Esta obra fue muy popular en el siglo XIX y se inspiró en las fantásticas narraciones de Karl Friedrich Hieronymus, Barón de Münchhausen (1720-1797), cuyo principal entretenimiento era la narración oral.
Münchhausen fue un barón alemán que había servido como paje de Antonio Ulrico II, duque de Brunswick-Lüneburg y más tarde se unió al ejército ruso. Sirvió en él hasta 1750, tomando parte en dos campañas militares contra los turcos. Al volver a casa, Münchhausen narró varias historias increíbles sobre sus aventuras.
Parece que el público se fascinaba con sus hazañas imaginarias, absolutamente locas y fantásticas y, como los escritores siempre están a la caza de buenas historias, fueron recopiladas en un libro. Primero fueron publicadas en Inglaterra por Rudolf Erich Raspe. Más tarde Gottfried August Bürger (1747-1794) las tradujo al alemán y les dio forma literaria puesto que era poeta y traductor. Su traducción creó el estilo definitivo de las aventuras e introdujo algunas historias arquetípicas que incluían cabalgar sobre una bala de cañon, viajar a la Luna y salir de una ciénaga sacándose tirando de su propia coleta
Tan famosas se hicieron sus historias que el barón se sintió afectado en su reputación aunque hoy se lo conoce por los relatos que se recopilaron en un libro cuyo título completo es: Viajes maravillosos por mar y tierra: Campañas y aventuras cómicas del barón de Münchhausen
El objetivo del Barón, seguramente, no fue otro que el de entretener a sus conocidos, jamás dijo que lo que contaba fuera cierto, pero las historias corrieron de boca en boca y un día terminan encerradas en un libro.

Lo fantástico en este libro se propone como una trasgresión de lo real. Por ejemplo: Dentro de sus "Historias de caza", el Barón se encuentra con un oso salvaje en un bosque. Es sorprendido por el fiero animal mientras destornilla el pedernal de su carabina. El Barón no atina más que a subirse a lo alto de un árbol. En esta acción, se le cae su cuchillo. Ante el peligro, debe disparar. Pero necesita la hoja puntiaguda y filosa para volver a atornillar su arma. Hay un problema a resolver. La dificultad sólo será resuelta por la ocurrencia imaginativa. Pues entonces "se me ocurrió algo tan insólito como feliz. Dirigí el chorro de líquido del que, cuando se tiene mucho miedo, se dispone siempre en abundancia, de forma que cayese precisamente sobre el mango de mi cuchillo. El terrible frío reinante hizo que el agua se helase inmediatamente y, en pocos instantes, se formó sobre el cuchillo una prolongación de hielo que llegaba hasta las ramas bajas del árbol. Agarré aquel mango prolongado y tiré del cuchillo hacia mí, sin gran esfuerzo pero con la mayor preocupación".

En el tomo del El Tesoro de la Juventud en donde se reproducen las aventuras del barón están las ilustraciones de un genial dibujante: Gustave Doré. En cine tuvo muchas versiones, la más conocida es de 1988 por Terry Gillan, titulada Las aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen), rodada en Belchite (España), con John Neville en el papel del barón y la participación, entre otros, de Robin William.
El Barón de Münchhausen presta su nombre al Síndrome de Munchausen, una alteración psicológica en la que el paciente finge los síntomas de diversas enfermedades (o incluso se las provoca, ingiriendo medicamentos o autolesionándose) para recibir así la atención y simpatía de los demás, así como a una variante denominada Síndrome de Munchausen por Poder en la que el paciente es alguien (normalmente un menor) al cuidado de la persona que sufre el anterior desorden.

Viajes y literatura


VIAJAR PARA CONTAR


Desde los textos ficcionales más antiguos que se conocen, contar es siempre contar un viaje, es narrar la experiencia del viaje en busca de historias. Con el paso del tiempo la literatura fue complejizando esta concepción, pero la misma persiste como una matriz. Viajes que, a veces, sólo se hacen con la imaginación. La literatura está llena de viajeros, porque el viajero, a lo largo del camino encuentra una verdad y también se adueña de una nueva mirada sobre el mundo.
En la novela Los premios de Julio Cortázar se narra un viaje marítimo. Comienza en el bar London donde se juntan personajes de distinto niveles sociales que han sido unidos por el azar de una lotería que los ha premiado con un viaje por mar, del que ignoran casi todo. Tan misterioso es el viaje a bordo del Malcom que los pasajeros no pueden hablar con el capitán ni con los marineros, no pueden pasar a popa y no pueden tener ninguna comunicación con la costa.
La experiencia de escribir es en sí misma un viaje a lo desconocido. El escritor sabe de dónde parte pero, como en novela de Cortázar mencionada, el que escribe está en la misma situación que los pasajeros del Malcom: sabe que parte pero no hacia dónde y, como ellos, se le impone la condición de que sólo podrá ocupar la mitad del barco. La otra mitad, que es la metáfora de lo que el escritor desconoce del texto que va construyendo, está atestada de palabras inhalladas, de problemas con la trama o la estructura, de personajes que se mueren antes de aparecer. Esa es la zona secreta de la escritura, el territorio vedado y, a veces, como en el Malcom, las puertas son verdaderamente infranqueables.

DESDE LA NAO, LOS PECES VOLADORES

El viaje en sí mismo incita a contar. Los relatos de viajes conforman todo un género. La conquista de América no sólo se hizo con la fuerza de la espada y la ambición del oro, sino también con palabras. Cristóbal Colón buscaba palabras en su Diario para describir el nuevo mundo que aparecía ante sus ojos. Cronistas oficiales y particulares contaban sus viajes a América y eran leídos con interés por los lectores europeos rivalizando con el género más difundido en el siglo XVI que eran las novelas de caballería. En aquellas crónicas, la fantasía y la realidad se mezclaban. Gonzalo Fernández de Oviedo rememoraba: "Yo me acuerdo una noche, estando la gente toda del navío cantando la salve, hincados de rodillas en la más alta cubierta de la nao, en la popa, atravesé cierta banda de estos pescados voladores, y quedaron muchos de ellos por la nao, y dos o tres cayeron a par de mí que yo tuve en las manos vivos, y los puede ver muy bien."
La travesía es mucho más que un viaje, es un recorrido que no sólo abarca el tiempo que se tarda en ir de un espacio al otro, sino que implica la experiencia que se va acopiando, la apuesta que se hace al salir, que además conlleva una búsqueda en el fondo de uno mismo. Enrique Pessoa recuerda que "antiguos navegantes tenían una frase gloriosa: "Navegar es necesario; vivir no es necesario", y afirma: "Quiero para mí el espíritu de esta frase, adaptada su forma a lo que soy: Vivir no es necesario; lo necesario es crear".
El hombre ha vivido en travesía permanentemente, y si la culminación de cada una de ellas significa avances deslumbrantes, fue la instancia de la travesía lo que le dio sentido a tanto esfuerzo.

VIAJEROS ILUSTRES


Pensemos en las travesías literarias famosas: Ulises volviendo a Itaca y sorteando tempestades y naufragios, cíclopes, hechiceras y ninfas. Dante viajando al más allá, Rodrigo Díaz de Vivar rumbo al exilio, del que volvería cargado de gloria y de botines de guerra. Gulliver visitando mundos, Marco Polo descubriendo las maravillas de Oriente; Don Quijote viajando en su locura para darle forma a sus sueños, Robinson Crusoe con destino a su isla solitaria; el Capitán Nemo en su misterioso Nautilus; Salgari, escapándose hacia mares desconocidos en barcos audaces que enfrentaban huracanes y olas inmensas para sobreponerse a su vida miserable y carente de aventuras. Y otro viajero, Juan Salvo, el de EL Eternauta, la historieta de Oesterheld, atravesando mundos y tiempos para reencontrarse con su mujer y su hija perdidas cuando los Ellos invadieron el planeta. Travesías, múltiples, audaces, desdichadas, felices. De puerto a puerto el bagaje crece, los ojos se tiñen con la luz del asombro que se incorpora. En el desafío de la travesía, la mirada cambia, y un nuevo tiempo se inaugura.
El hombre ha querido contar, en todos los tiempos las fluctuaciones de la realidad. Un viaje es siempre una promesa y también una experiencia apremiante. Porque como escribe Bioy Casares "La impaciencia es un mal que aqueja a los viajeros. Si uno anda, quiere llegar, y si ha llegado, muy poco después quiere partir. ¿Dónde está , pues, el placer del viaje? Como el de tantas cosas, en la mente, en el recuerdo".
Desde otra mirada, Héctor Tizón opina que "la vida de un hombre es un largo rodeo alrededor de su casa".






miércoles, 12 de marzo de 2008

CREDO, POR MURRAY SCHAFER


Lo más conspicuo que hay en el aula es siempre el maestro. Provocativo,dominante, más grande que la vida, el maestro es el rinoceronte. Serdiferente a los demás es una condición natural de la enseñanza, pero jamásun docente deber sentirse avergonzado por eso. El maestro trascendente nosólo es diferente de sus alumnos, sino también es diferente de otrosmaestros. Entonces, cada vez que discutimos de filosofía de la educación,deberíamos utilizar el pronombre personal. Debería tomarse con recelocualquier afirmación o empresa a la que no puedan preceder las palabras"yo creo". Yo creo que cada docente es una idiosincrasia. Creo que cada docente estáprimariamente educándose a sí mismo, y que si esta actividad esinteresante resultará contagiosa para aquellos que lo rodean. Creo quecualquier proyecto educativo que no hace crecer al maestro es falso. Creoque el maestro es fundamentalmente un alumno, y que en el momento que dejade serlo la filosofía de la educación tiene problemas. El pintor Paul Klee acostumbraba a decir que consideraba criminal que susalumnos debieran pagar por las lecciones, cuando él mismo aprendía tantode la experiencia de enseñar. Así es como precisamente debería ser. Cuandola cultura es cambiante, el título de maestro debe permanecer provisional.Algunos docentes deberían tomar prestado mi pronombre personal, o podránsentir que yo tomé prestado el de ellos. Otros, hallándose en desacuerdo,proveerán una antítesis. Aprendiendo uno de los otros llevaremos laprofesión a niveles más elevados. El Rinoceronte en el AulaR. Murray Schafer[1]
[1] Compositor, teórico y pedagogo canadiense, nacido en 1933.

LIBROS ESCRITOS EN LA PIEL


Un lector es hijo de los libros de la infancia. Las imágenes de aquellos primeros textos leídos cuando el tiempo era largo y los veranos interminables nos siguen apareciendo en algún retazo del sueño, en las más insospechadas circunstancias de la existencia. La vida de un lector está construida sobre los textos de los que se fue dejando enamorar y a los que, como un amante infiel, fue abandonando para dejar paso a los nuevos que iban apareciendo con el discurrir del tiempo.
Hay libros que quedan en la memoria y hay libros que se olvidan. Hay libros que no volveríamos a leer por miedo a romper el viejo hechizo que nos proporcionaron sus páginas. Hay otros que, al volver sobre ellos nos desilusionan. Es que entre esos libros y nosotros pasó la vida, cambiaron nuestros gustos, nos volvimos m s exigentes. Están los que siempre nos dicen cosas distintas en sucesivas relecturas. Recuerdo El Principito, de Antoine de Saint Exupery. Leído a los catorce años contaba una historia maravillosa pero por momentos indescifrable. Ahora, de adultos, sabemos que el mundo est poblado de hombres de negocios que sólo suman cifras, reyes que sólo quieren mandar no importa para qué y rosas llenas de espinas que son, en el fondo, terriblemente débiles y orgullosas.
Pero no hay nada más emocionante que pensar en las vivencias que nos dejaron aquellos primeros libros, los leídos en la infancia. Mujercitas de Luisa May Alcott nos regaló una familia a muchas generaciones de mujeres. Nos inculcó la idea de que con sacrificio se podía ser alguien en una sociedad adversa, y todas fuimos hermanas de Jo, la que escribía en una buhardilla con los guantes puestos para no morirse de frío, de Meg, la que se enamoraba de un verdadero príncipe azul y de Amy, a la que todas lloramos cuando se murió tan joven. Creo que en el fondo, todas estábamos enamoradas de Laurie, el chico vecino de la familia March y sufríamos por ese padre que se había ido a la guerra de Secesión. En cambio Sissi, la emperatriz, nos permitía codearnos con la nobleza y pasearnos por los salones austr¡acos casi tan bellos como los de los cuentos de hadas.
Corazón, de Edmundo De Amicis, en cambio, nos dejó sólo enseñanzas y una profunda tristeza. Nos acercó a cierta problemática social que presentaba su autor y, ahogados en un mar de lágrimas, íbamos de los Apeninos a los Andes a buscar una madre que se volvía cada vez más lejana. Con un nudo en la garganta aprendíamos que nada dignificaba al hombre m s que el trabajo y que la pobreza era respetable cuando era honrada. No recuerdo una historia m s triste que esa.
Libros de toda clase, buenos y malos, cualquier lector puede exhibir un corpus de lecturas en el que la diversidad lo fue llevando a conformar un gusto. De las chicas de papel hay dos que siempre me fascinaron. Una era Alicia, la del País de las Maravillas de Lewis Caroll, la otra era Ana Frank, la niña judía que escribía un diario para soportar el encierro. Alicia nos metía de nariz en un mundo absurdo. Allí había gatos que desaparecían empezando por la cola y terminando por la sonrisa, como el Gato de Cheshire y que hablaban con absurdos lógicos, un conejo apurado que miraba la hora en un reloj de bolsillo, naipes que alternaban con Reyes de ajedrez, duquesas que cuidaban bebés con cara de cerdito. Alicia entreveía un jardín al que no podía acceder y tomaba un líquido misterioso que le permitía empequeñecerse o agrandarse según las circunstancias.
El mundo de Ana Frank era diferente pero igualmente absurdo. Una chica de doce años se veía vertiginosamente encerrada en el tico de la casa de la calle Prinsengracht 263 de Amsterdam para huir del horror del nazismo. Otro absurdo, pero esta vez no provenía de la imaginación de ningún Lewis Carroll que alternaba sus clases de matemática con los juegos de la imaginación. Ese libro, el de Ana, contaba hechos reales y nos enfrentaba, acaso por primera vez, al tema de la guerra y de la discriminación racial. El Diario de Ana Frank sigue siendo un libro de todos los tiempos, dice m s de la condición humana que cualquier tratado de historia y sensibiliza m s que la m s encendida proclama contra el autoritarismo. Alicia caía en una madriguera e ingresaba a un mundo cuya leyes eran desconocidas y había que obrar por intuición. Ana Frank, caía en un escondite y pasaba dos años leyendo y escribiendo sobre su manera de ver el mundo. Pero a diferencia de Alicia que descubría que todo había sido un sueño, la chica judía despertaba en Bergen Belsen, uno de los tantos campos de concentración nazis y moría de tifus sin haber cumplido los quince años.
Las primeras lecturas nos permitieron realizar múltiples viajes. Julio Verne nos llevaba De la Tierra a la Luna y dábamos junto con él La Vuelta al mundo en ochenta días. De este último libro, sólo guardo la imagen de aquella hindú que iban a quemar junto con su finado marido y que los viajeros salvaban llevándola con ellos. Salgari era una lectura para varones, pero igual nos encantaban sus h‚roes puros, justicieros e idealistas que luchaban contra los poderes organizados. Sandokán era el prototipo: un hombre que se enfrentaba en combate desigual al imperio británico y buscaba liberar al pueblo de la ocupación extranjera.
En algún momento, las hermanas Brönte, que vivían en un páramo bajo la tutela de un padre tirano y despiadado, nos regalaron Jane Eyre y Cumbres Borrascosas. Las novelas desde entonces, si tenían heroínas sufridas, capaces de enamorarse hasta el sacrificio nos tuvieron ocupadas toda la adolescencia. En Jane Eyre, la protagonista amaba sin esperanzas a Rochester que ten¡a una mujer loca encerrada en las habitaciones superiores de la mansión Thomfield Hall. La casa un día se incendiaba y Rochester se quedaba ciego intentando salvar a la loca. Tiempo después, Jane Eyre lo volvía a encontrar y se casaba con su antiguo patrón sin importarle que estuviera ciego. Al final, él lograba entrever el brillo del broche que ella llevaba en su vestido. Era un mesurado final feliz.
Esos libros, los primeros, nos demostraban que sólo valía la pena vivir dentro de la literatura, la vida real era irremediablemente sosa si se la comparaba con la ficción. Eso ya lo había pensado Flaubert y lo había dicho en Madame Bobary, pero por aquel entonces no la conocíamos.
Cito de memoria. A algunos de estos libros que he mencionado no he vuelto a tenerlos en mis manos desde hace veinte años, acaso más. Otros me han acompañado siempre y en ellos, no sólo leo a sus autores sino que me leo a mí misma. Porque los primeros libros se graban en la piel, son como tatuajes invisibles que se manifiestan en nosotros cuando menos lo pensamos.
Maria Elena Walsh dice que donde no hay libros hace frío. Los inviernos de nuestra infancia eran helados, la calefacción escasa y la escarcha duraba, junto al cordón de la vereda, de un día para otro. Sin embargo, el calor de los libros que leímos aún nos abriga. Los libros de la infancia siguen siendo, en el recuerdo, un acolchado refugio, un paraíso templado al que a veces es bueno retornar.

martes, 11 de marzo de 2008

Reflexiones sobre el crimen, la violencia y la locura



Esa tarde, la del terrible crimen de Juanita Garri, caminábamos por la calle Santa Fe con mi hijo en busca de un libro. Manuel me había pedido que le sugiriera una novela compleja y apasionante, algo que se relacionara con su mirada escéptica sobre el mundo que plasma casi todos los días en su fotolog. Como yo creo que en el único lugar donde se aprende a escribir es en los libros, le dije que debía leer a Juan José Saer, que podíamos buscar una edición de una novela engañosamente policial titulada La pesquisa. Mientras viajábamos en el 39 para ir a El Ateneo le conté algo del argumento. La pesquisa narra una zaga de crímenes de ancianas inocentes en París, ancianas de vida acomodada pero terriblemente solas cuya dilucidación está a cargo del comisario- detective Morvan que tiene perturbaciones psicológicas y es víctima de pavorosas pesadillas. Atardecía en Buenos Aires y yo contaba esa trama novelesca con el convencimiento de que esos crímenes sólo podían ocurrir en las novelas o en las crónicas policiales de los diarios de las grandes ciudades.
A esa hora, a pocos metros de mi casa de Bragado, asesinaban a una anciana parecida a las del relato de Saer. Una anciana digna y solitaria que cerraba la puerta de su casa confiada en que vivía en un barrio en el que todos los vecinos la conocíamos desde hacía una vida y muchos la protegían y estaban pendientes de ella.
La novela de Saer que yo le estaba recomendando a mi hijo en Buenos Aires reflexiona sobre eso que estaba pasando a escasos metros de mi casa de Bragado: el crimen, la violencia y la locura. El autor santafesino nos dice que de por sí, esa locura – la del criminal que aplica su violencia sobre el cuerpo de la víctima inerme- nos es extraña porque la rechazamos con la razón, aunque tiene su propia lógica. Y esa lógica se encuentra en el sistema de inseguridad de una sociedad basada en la corrupción y en la injusticia.
En ese entretejido que hoy todos debaten y nadie da con una explicación - porque el asesinato en sí mismo es una aberración y nos deja a la intemperie y sin respuestas- pienso en Juanita que siempre ha estado ligada a la historia de mi barrio y a la mía propia. Una mujer inteligente que había llegado a los ochenta con una lucidez admirable, una lectora que siempre me dedicaba hermosas palabras cuando pasaba por su casa. Una mujer de avanzada, una maestra que siguió trabajando para la comunidad después de su jubilación. Una dama digna que fue tejiendo su historia con la de sus vecinos.
Cuando me enteré de la noticia en Buenos Aires no dejé de pensarla- aún lo hago- con el estupor que todos hemos sentido en Bragado.
Prefiero recordarla, para que no me duela tanto, en aquellos veranos de mi infancia, cuando yo tenía seis años y ella me llevaba junto a su hijo Roberto a la pileta del Bragado Club. Insistentemente necesito recuperar aquellas viejas imágenes. Verla junto a la pileta atenta, mientras chapoteábamos en el agua con una malla amarilla, feliz, bronceándose al sol, llena de vida. Eran tiempos en que Bragado era un pueblo donde todos teníamos las puertas abiertas y los chicos jugábamos en la vereda por las tardes y, por las noches, cuando en su casa se abrían las ventanas, Oscar –su hijo mayor- se sentaba al piano y la música inundaba la calle mientras todos en el barrio lo escuchábamos ahuyentándonos los mosquitos. Era magnífico, y Juanita sabía que su hijo nos regalaba la felicidad de su música. Nadie temía a nada porque el pueblo era un lugar seguro en el que la gente se quedaba en las veredas conversando amablemente hasta más allá de la medianoche.
Pero mientras pienso en esa otra época feliz, vuelvo al libro de Saer que recomendaba a mi hijo esa tarde en que Juanita se iría de este mundo en manos de la demencia, de la bestialidad y de la locura. Morvan, el comisario- detective de La pesquisa, después de trabajar más de veinte años interrogando a terribles criminales reflexiona que esos actos criminales “nos espantan y nos sublevan, pero no nos está permitido aplicarles el Talión, para no confirmarlos en sus métodos y también para no ser, como ellos, fieras.”