A los diez años iba todos los días a la casa de al lado. Mi madre me mandaba a veces con un pedazo de torta, otras con algún encargo para doña Francisca. Siempre había visitas, mujeres muy viejas que tomaban mate y se quedaban hasta el anochecer contando historias terroríficas. Las amigas de doña Francisca hablaban de muertos y enfermedades con un placer morboso mientras las sombras se iban comiendo las paredes. Las luces no se encendían hasta que se hacía completamente de noche para evitar a los mosquitos. Por la ventana abierta los grillos y las ranas –cuando había tormenta- acompañaban con su música esos relatos que iban inoculando el miedo en mis días de infancia.
En algunas ocasiones entraba por la puerta que tenía un llamador de bronce, pero la mayoría de las veces lo hacía saltando el tapial ayudándome con algunos ladrillos salientes que me servían de improvisada escalera. Por aquel entonces, principios de los sesenta, las chicas no usábamos pantalones. Mi madre me ponía unas polleritas tableadas que dejaban al descubierto las rodillas, casi siempre sucias y llenas de lastimaduras y raspones.
El tapial no era muy alto. Atravesarlo tenía el encanto adicional de encontrar, del otro lado, la panadería en ruinas. Porque la casa de doña Francisca tenía un extenso fondo en donde quedaban los últimos vestigios de una fábrica de pan que, a esa edad, yo lo concebía como un territorio casi mágico que mis lecturas de aquel entonces ayudaban a delinear. Semiderruido, los hornos y la antigua cuadra donde hacían el pan conformaban montañas de escombros cubiertas de hierbas. Subir por ellas me bastaba para imaginar otras geografías diferentes a la chata monotonía de mi pueblo.
Así que, cuando saltaba el tapial para llevarle un mensaje de mi madre a doña Francisca, yo me detenía un tiempo escalando las montañas y me quedaba largo tiempo mirando la calle San Martín o tomaba un vidrio, de los que estaban desperdigados entre los ladrillos, y lo levantaba hasta el sol inundando mis ojos de reflejos.
Había un sector que todavía se mantenía en pie. Era la parte de los hornos, un pequeño pasadizo ennegrecido por antiguos fuegos, una cueva que siempre me daba escalofríos porque dentro de ella reinaba la oscuridad y más lejos, junto a la medianera, una vieja carrocería de una estanciera se oxidaba sin ruedas ni vidrios pero aún conservando el volante.
Yo imaginaba, recorriendo ese fondo derruido que estaba en el centro de la aventura. Era una niña tímida y solitaria. A veces jugaba con alguna chica del barrio, con Malena, la que vivía en la esquina, pero la mayoría de las veces estaba sola leyendo o soñando con ser la protagonista de las novelas de Luisa May Alcott –Mujercitas y su saga- y solía sentir que el mundo era un lugar demasiado ancho y solitario y me quedaba grande por todos lados.
Sentada en la montaña de escombros, con el pedacito de vidrio en la mano, pensaba por aquel entonces, y esa sensación me vuelve de tanto en tanto- que había una lámina transparente entre las cosas y yo.
Después bajaba pelando las puntas de los zapatos de cuero con presilla para cumplir mi misión, pasaba por una puerta de madera que siempre estaba abierta y llegaba al patio de tierra apisonada en donde florecían algunos malvones mustios.
En algunas ocasiones entraba por la puerta que tenía un llamador de bronce, pero la mayoría de las veces lo hacía saltando el tapial ayudándome con algunos ladrillos salientes que me servían de improvisada escalera. Por aquel entonces, principios de los sesenta, las chicas no usábamos pantalones. Mi madre me ponía unas polleritas tableadas que dejaban al descubierto las rodillas, casi siempre sucias y llenas de lastimaduras y raspones.
El tapial no era muy alto. Atravesarlo tenía el encanto adicional de encontrar, del otro lado, la panadería en ruinas. Porque la casa de doña Francisca tenía un extenso fondo en donde quedaban los últimos vestigios de una fábrica de pan que, a esa edad, yo lo concebía como un territorio casi mágico que mis lecturas de aquel entonces ayudaban a delinear. Semiderruido, los hornos y la antigua cuadra donde hacían el pan conformaban montañas de escombros cubiertas de hierbas. Subir por ellas me bastaba para imaginar otras geografías diferentes a la chata monotonía de mi pueblo.
Así que, cuando saltaba el tapial para llevarle un mensaje de mi madre a doña Francisca, yo me detenía un tiempo escalando las montañas y me quedaba largo tiempo mirando la calle San Martín o tomaba un vidrio, de los que estaban desperdigados entre los ladrillos, y lo levantaba hasta el sol inundando mis ojos de reflejos.
Había un sector que todavía se mantenía en pie. Era la parte de los hornos, un pequeño pasadizo ennegrecido por antiguos fuegos, una cueva que siempre me daba escalofríos porque dentro de ella reinaba la oscuridad y más lejos, junto a la medianera, una vieja carrocería de una estanciera se oxidaba sin ruedas ni vidrios pero aún conservando el volante.
Yo imaginaba, recorriendo ese fondo derruido que estaba en el centro de la aventura. Era una niña tímida y solitaria. A veces jugaba con alguna chica del barrio, con Malena, la que vivía en la esquina, pero la mayoría de las veces estaba sola leyendo o soñando con ser la protagonista de las novelas de Luisa May Alcott –Mujercitas y su saga- y solía sentir que el mundo era un lugar demasiado ancho y solitario y me quedaba grande por todos lados.
Sentada en la montaña de escombros, con el pedacito de vidrio en la mano, pensaba por aquel entonces, y esa sensación me vuelve de tanto en tanto- que había una lámina transparente entre las cosas y yo.
Después bajaba pelando las puntas de los zapatos de cuero con presilla para cumplir mi misión, pasaba por una puerta de madera que siempre estaba abierta y llegaba al patio de tierra apisonada en donde florecían algunos malvones mustios.