sábado, 19 de junio de 2010

Viajando por mi biblioteca


Hay muchas formas de viajar. Se viaja a lugares lejanos en avión, colectivo o auto, y también a través de un libro. La literatura es una agencia de turismo de posibilidades insospechadas. Puede viajar a la Mancha o al Congo, a Macondo Yoknapatawpha, si es la hora de Cervantes, Conrad, García Márquez o Faulkner.
Uno de los viajes posibles es hacer un derrotero por la propia biblioteca, ordenándola o revisándola. Hoy me fui a caminar por los estantes de todas las que tengo en casa. La primera posta fue la vieja biblioteca de “La Nación”, con sus libros y mueble incluido, que data de 1909.
La historia de la Biblioteca de “La Nación se remonta a 1901 y el diario la anunciaba mediante un sistema de suscripción. Su surgimiento fue, como lo señalaba el diario antes de su lanzamiento, “una iniciativa alturista”. Con la adopción de las máquinas linotipo para la composición del diario, buena parte de los tipógrafos que quedaban sin trabajo lo recuperaban con esta colección de libros que se anunciaba como “Lectura al alcance de todos”. Esa accesibilidad la permitían los prólogos que aportaban claves de lectura.
La mayoría de los títulos que alberga la que hay en mi casa, todos editados en 1909, son en su mayoría textos de autores extranjeros, muchas novelas francesas hoy olvidadas, pero también se incluyen clásicos de todos los tiempos como “EL ingeniosos hidalgo don Quijote de la Mancha”, “La cabaña del tío Tom” de Harriet B. Stowe o “María” de Jorge Isaac.
Entre todos los libros que atesora ese mueble que venía incluido con la Biblioteca, hay una novela de Florence Warden, “La casa del pantano”, que leí en mi adolescencia y que revisité cuando escribí “Aventuras en borrador”.
La novela tenía todos los condimentos del género gótico: protagonista cándida, institutriz que se empleaba en una casa al borde de un pantano del que se levantaba una blanca y espesa niebla, dueño enigmático y de discurso escalofriante, mujer demacrada encerrada en la torre y sirvienta cómplice.
La planificación de los títulos de la Biblioteca de “La Nación” evidencia una superioridad de la literatura extranjera en detrimento de la nacional.
Entre las joyitas encuentro un ejemplar de Stella,(1905) firmada por César Duayen que no era otra que Emma de la Barra de de la Barra que firmó con identidad masculina respondiendo a la moral de la época. Fue un suceso editorial de 1905, que le hace decir al prologista: “César Duayen, en su misterio, tiene derecho a estar satisfecho y recibir con justicia el saludo de respeto y bienvenida que ha de dirigirle los cultores de las letras argentinas”
"El frenesí del público era tal - recuerda un librero - que devoraba con no igualada rapidez
hasta entonces, las pilas nutridas de ejemplares, hasta que un letrero adherido al escaparate
del afortunado editor, anunció triunfalmente: "Agotada la edición de mil ejemplares en tres
días." Stella se reeditó, firmada por César Duayen. Todos se preguntaban, por aquel entonces quién era ese escritor capaz de un éxito semejante. Se sospechaba de un periodista y folletinista, Julio Llanos, el segundo marido de Emma. Lo acosaban en su casa y Emma sonreía. Finalmente se develó el misterio el director de “El Diqrio” : "El autor de Stella", dice la nota, "una bella pesquisa literaria. El autor es una dama: la señora Emma de la Barra." Y así, De la Barra nace a la fama. Se venden nueve ediciones de mil ejemplares cada una en dos meses, es traducida al italiano con prólogo de Edmundo D´Amicis. Stella fue un hecho único en la literatura argentina de la época.
La novela revela la propia vida de Emma. La protagonista es una señorita de clase alta obligada a casarse con un señor muy acaudalado. En un pasaje de la obra, una amiga opina de ella: “A Stella no le han enseñado a pensar”. Stella tiene su contraparte en otro personaje femenino, Alejandra, quien dice: “Una persona del género femenino tiene derecho a saber algo más que Colón descubrió América, tocar piano, cantar, coser y bordar en seda china”.
Estas novelas las leían mis tías abuelas y luego mi hermana y yo en incontables tardes de adolescencia. Desde aquellas lejanas épocas, cada vez que vuelvo a revisar sus títulos, viajo un poco al siglo pasado. Los tomos encuadernados en tela de la biblioteca La Nación resisten al tiempo, como si recién hubieran salido de la imprenta.

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