Al cumplirse los 200 años
del nacimiento de Charles Dickens, intenté acordarme de las novelas que leí en
mi infancia: David Copperfield y Oliver Twist, es decir, intenté acordarme de
quién era yo cuando leía esas novelas que anegaban mis ojos de lágrimas y cómo
las leía. Porque hay dos caras de un mismo libro: el que es en realidad y el
que recordamos haber leído. Por eso cada relectura es, en sí misma, una nueva
lectura. Ni somos los mismos, ni los textos nos dicen las mismas cosas que en
el pasado.
Pero vuelvo a David
Copperfield y me sumerjo en mi biblioteca tras su rastro. Sé que era un libro
que ya en mi infancia se deshacía entre las manos, que era una edición más
rústica que los libros de la colección La Nación, pero que sus tres tomos
ocupaban el último estante del mueble de madera que alberga los cientos de
novelas encuadernadas en tela de la Biblioteca La Nación de 1909 que fueron
propiedad de unas tías abuelas.
Ahí están los tres tomos de
David Copperfield, con las tapas descoladas, en los que Dickens es Carlos y no
Charles, una traducción de Gregorio Lafuerza, publicados en Buenos Aires en
1916.
Una edición que me contó la
historia de un muchacho que se va fortaleciendo con las desgracias en la cruel
Inglaterra victoriana del siglo XIX. No sé cuántos años tenía y cómo atravesé
esas casi 1000 páginas. De aquella lectura me quedan ciertas escenas y
personajes. La casa del hermano de la criada Peggotty a donde es llevado David
para unas breves vacaciones, una
vivienda hecha con una barca, en cuyo interior todo estaba limpio y ordenado. Creo
que, cuando leí la novela por primera vez hubiera dado cualquier cosa por pasar
una noche en la alcoba destinada a David, dormir en esa cama estrecha mirando
el espejo con marco de conchas y no
dejarme amedrentar por el olor a pescado que se respiraba en el ambiente.
Revisando el tercer tomo
llego al último capítulo, el LXII, “Última
mirada retrospectiva”. En él, Copperfield hace un racconto de su vida, se
detiene para “dirigir una postrer mirada hacia atrás”. Entre las cosas que recuerda de su niñera
Peggotty, está su fascinación por la lectura: “En el bolsillo de Peggotty abulta un
objeto de gran tamaño: es el antiguo libro de los Cocodrilos, cuyo estado no
puede ser más deplorable. Muchas de sus hojas han sido prendidas al volumen con
alfileres, lo que no impide que Peggotty lo enseñe todos los días a los niños
con orgullo. Me encanta ver reproducida en una segunda generación mi carita de
niño extasiándose ante la vista de los cocodrilos.”
Uno siempre recuerda
los libros que nos hicieron emocionar y nos extasiaron con sus aventuras.
Dickens no sólo sabía contar buenas
historias, sino que nos recordaba que los libros siempre nos hacen mejores
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