martes, 7 de febrero de 2012

Dickens, Copperfield y el libro de los cocodrilos


Al cumplirse los 200 años del nacimiento de Charles Dickens, intenté acordarme de las novelas que leí en mi infancia: David Copperfield y Oliver Twist, es decir, intenté acordarme de quién era yo cuando leía esas novelas que anegaban mis ojos de lágrimas y cómo las leía. Porque hay dos caras de un mismo libro: el que es en realidad y el que recordamos haber leído. Por eso cada relectura es, en sí misma, una nueva lectura. Ni somos los mismos, ni los textos nos dicen las mismas cosas que en el pasado.
Pero vuelvo a David Copperfield y me sumerjo en mi biblioteca tras su rastro. Sé que era un libro que ya en mi infancia se deshacía entre las manos, que era una edición más rústica que los libros de la colección La Nación, pero que sus tres tomos ocupaban el último estante del mueble de madera que alberga los cientos de novelas encuadernadas en tela de la Biblioteca La Nación de 1909 que fueron propiedad de unas tías abuelas.
Ahí están los tres tomos de David Copperfield, con las tapas descoladas, en los que Dickens es Carlos y no Charles, una traducción de Gregorio Lafuerza, publicados en Buenos Aires en 1916.
Una edición que me contó la historia de un muchacho que se va fortaleciendo con las desgracias en la cruel Inglaterra victoriana del siglo XIX. No sé cuántos años tenía y cómo atravesé esas casi 1000 páginas. De aquella lectura me quedan ciertas escenas y personajes. La casa del hermano de la criada Peggotty a donde es llevado David para unas breves vacaciones,  una vivienda hecha con una barca, en cuyo interior todo estaba limpio y ordenado. Creo que, cuando leí la novela por primera vez hubiera dado cualquier cosa por pasar una noche en la alcoba destinada a David, dormir en esa cama estrecha mirando el espejo con marco de conchas y  no dejarme amedrentar por el olor a pescado que se respiraba en el ambiente.
Revisando el tercer tomo llego al último capítulo, el  LXII, “Última mirada retrospectiva”. En él, Copperfield hace un racconto de su vida, se detiene para “dirigir una postrer mirada hacia atrás”.  Entre las cosas que recuerda de su niñera Peggotty, está su fascinación por la lectura: “En el bolsillo de Peggotty abulta un objeto de gran tamaño: es el antiguo libro de los Cocodrilos, cuyo estado no puede ser más deplorable. Muchas de sus hojas han sido prendidas al volumen con alfileres, lo que no impide que Peggotty lo enseñe todos los días a los niños con orgullo. Me encanta ver reproducida en una segunda generación mi carita de niño extasiándose ante la vista de los cocodrilos.”
Uno siempre recuerda los libros que nos hicieron emocionar y nos extasiaron con sus aventuras. Dickens  no sólo sabía contar buenas historias, sino que nos recordaba que los libros siempre nos hacen mejores

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