A los doce años yo ya había leído casi todo lo publicado por la editorial Minotauro de Ray Bradbury. En las noches de verano, cuando todos se iban a dormir suspirando por el calor y los mosquitos yo me quedaba con la luz del velador encendida recorriendo junto a Montag esa pesadilla que era un mundo en el que los libros estaban prohibidos y eran quemados. Me gustaba sobre todo Clarisse Mac Clellan, la chica que de alguna manera le abre los ojos a ese futuro lector que es el bombero cuando aún no sabe que la lectura le dará vuelta su concepción del mundo y me indignaba con Mildred, su mujer, que era una boba mirando la televisión mural y tomando pastillas para soportar su vida alienada. Bradbury imaginaba en 1953 lo que vemos a diario en el siglo XXI: gente ausente mirando sus pantallas de celulares o riéndose de los payasos inconsistentes de la televisión. Quema de libros también hemos visto durante la dictadura. Así que en aquella novela leída en la adolescencia, “Farenheit 451” ya estaba nuestro mundo de hoy. Esas cosas tiene la ciencia ficción, nos cuenta el futuro cuando todavía no ha llegado.
Pero también estaban los cuentos melancólicos de “El país de octubre”. “El lago” narraba una historia triste de un adulto que reencontraba en la playa a la niña ahogada en un fin de verano de su infancia, intacta como cuando desapareció y junto a ella un castillo de arena sin terminar, y luego se alejaba sin volver la cabeza para no ver cómo las olas lo deshacían, “como se deshacen todas las cosas”. O el cuento de la ciudad muerta debajo de la ciudad real, un mundo al que se accedía por las alcantarillas los días de lluvia, un mundo que llamaba y llamaba y llevaba los cuerpos de los amantes que se encontraban después de muertos.
También recuerdo el cuento “Sol y sombra” de “Las doradas manzanas del sol”, donde Ricardo, un hombre de un poblado que se resiste a ser parte del escenario de un fotógrafo que hace fotos a una modela buscando en las grietas de las casas y la pobreza del barrio un escenario pintoresco, y se baja los pantalones para reafirmar su dignidad.
Y por no hablar de lo que me fascinaba en los primeros años de los 70, cuando el tema de los ovnis y de los extraterrestres era habitual en los diarios, leer “Crónicas Marcianas”, donde se contaba la colonización y el despojo de un mundo bello y melancólico para sustituirlo por quioscos de panchos y gasolineras. De ese libro, “Encuentro nocturno” me sigue pareciendo terriblemente bello. Dos hombres de épocas distantes se encuentran en el milagro de una noche de fiesta. El hombre que ha bajado del cohete y el marciano, ambos van a fiestas distintas, no saben en definitiva quién pertenece al pasado y quién al presente, porque en el mundo de Bradbury la magia disuelve toda certeza.
Bradbury fue mi infancia, me entrenó como lectora, me creó el deseo de contar historias melancólicas en las que una sirena llama desesperadamente desde las profundidad de un abismo (“La sirena”) o una vieja fascinante que enamora con sus relatos a un periodista que no ha salido nunca del pueblo, porque el muchacho puede ver todavía las plumas del cisne en las fauces del dragón.
Y así podría seguir citando de memoria otros cuentos que iluminaron mi vida, porque como la espalda del hombre ilustrado esas imágenes que fluyen de la escritura de Bradbury siguen moviéndose y armando otras historias en mi mente. Cuentos para nada inocentes, cuentos que, muerto su autor, seguirán en la memoria de los que lo hemos leído con fervor adolescente y lo releemos ahora para comprobar que los hilos de seda, las arañas de oro y las lunas mellizas, el lago de vino verde y las barcazas que recorren un mundo extinguido, son parte de la resistencia de la imaginación frente a la alienación tecnológica.
Releo la contratapa de Farenheit 451: “Mientras escribía Farenheit 451 pensé que estaba hablando de un mundo que aparecería dentro de cuatro o cinco décadas. Pero hace sólo cuatro semanas, una noche en Beverly Hill, un hombre y una mujer se cruzaron conmigo, paseando un perro. Me quedé mirándolos, absolutamente estupecfacto. La mujer llevaba en la mano un aparato radio del tamaño de un paquete de cigarrillos con una antena que temblaba en el aire. Unos alambrecitos de cobre salían del aparato y terminaban en un conito que la mujer llevaba en la oreja derecha. Allí iba ella, ajena al hombre y al perro, prestando atención a vientos y suspiros lejanos, a gritos de melodrama, sonámbula, mientras el marido que podía no haber estado allí, la ayudaba a subir y bajar las aceras. Esto no era ficcción; era un hecho nuevo en una sociedad que está cambiando."
Miro a mi alrededor: la gente va hablando sola por las calles con sus teléfonos celulares y las pantallas nos invaden en el espacio urbano y en el interior de nuestras casas. Muchos chicos ya no pueden escribir en cursiva porque teclean sus mensajes en las aparatos quela tecnología nos ha regalado. Bradbury nos contó el presente. Pero todavía quedan los lectores resistentes que recuerdan a Shakespeare, partes del Quijote, o la República de Platón. Los lectores que también llevan en su memoria los libros de este escritor que ha muerto pero que sigue más vivo que nunca en sus iluminadas páginas.
1 comentario:
hola cristina
me recordó tu texto a mi propio acercamiento a Bradbury
publiqué un minicuento en el que me comentaron que tenía un rastro similar a el cuento de las gentes ausentes, aunque el fondo pasó por otro lado...no deja de ser una consecuencia más;parece que la memoria reserva cosas leídas aparentemente olvidadas y por ahí ante una situación sentida aparece disfrazada de musa
miro la foto en tu blog de Bragado y me trajo mil momentos en esa ciudad con familia,eran parte de las vaciones de verano
un abrazo desde quilmes
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