(Las fotos de Ezequiel)
La abuela de un ex alumno, biólogo y recién instalado en Viena llama a mi puerta blandiendo un pequeño álbum de fotografías, de esos que dan en las casa de revelado. Al principio no entiendo qué es lo que me trae pero me habla de su nieto y antiguo alumno mío en el Colegio Nacional de Bragado del que está orgullosa como lo estamos muchos argentinos porque es uno de los científicos que consiguieron desentrañar el mecanismo que opera en el reloj biológico de plantas e insectos. Un joven científico que ha dado que hablar en el mundo y que ahora está en Viena con una beca para seguir sus investigaciones.
La mujer me dice que Ezequiel, su nieto, quería participarme de una experiencia que había vivido hacía un par de años, que siempre había pensado escribirme pero en un viaje relámpago a su pueblo, me dejaba el testimonio gráfico porque como buen científico, sabía que yo no necesitaba palabras para entender.
La abuela me sigue contando de su nieto que hace poco se ha casado, que ha viajado a Viena con la esposa y la gata y mientras tanto, sigue blandiendo ante mis ojos el álbum cuyas fotos aun no he podido ver. Al fin las deposita en mis manos y yo las voy pasando: la conocida entrada al campo con la leyenda “El trabajo hace libres”, con las letras recortadas en hierro, los barrancones , las alambradas con su púas sobre un cielo sembrado de nubes, la cámara de gas, las torres de vigilancia. En unas pocas fotografías se despliega el horror de Auschwitz y, con apenas una mirada interpreto el mensaje de mi ex alumno que en alguna mañana de su escuela secundaria leyó conmigo el Diario de Ana Frank y hablamos de la Shoá, de los campos de concentración de la Alemania nazi, acaso de los campos de la dictadura cívico militar argentina.
Acostumbrado a desentrañar los misterios de animales y plantas, este doctor en biología molecular no pudo comprender –como nadie puede hacerlo- el horror del nazismo. Se lo ve en una de las fotos con los ojos enrojecidos, a punto de llorar. Su abuela me cuenta que había sido tal el impacto de la visita a ese centro de muerte que jamás podría volver a pisarlo.
Sin duda, las palabras de Ana Frank, escritas en el escondite y leídas muchas décadas después en la clase de Literatura de una escuela pública quedaron grabadas en la memoria y en el corazón de aquel adolescente que muchos años después, ya convertido en un científico reconocido, encaminaron sus pasos a ese museo de la memoria. Ana escribió en las primeras páginas que “el papel es más paciente que los hombres”. Los libros que se leen en la juventud van sedimentado en el interior de ciertos hombres y marcan caminos.
Cuando se fue la abuela de Ezequiel desplegué las fotos sobre la mesa de la cocina. No necesité palabras para componer el mensaje que mi antiguo alumno me enviaba a través del tiempo y la distancia. Un profesor sabe que un libro recorre derroteros indescifrables, que viaja con la gente, que crece con ella y que un día despierta ante los ojos del hombre de treinta años que lo evoca mientras camina por los senderos de Auschwitz, cerca de la ciudad polaca de Oswiecim, junto con otros turistas, ante los ojos de ese adolescente que seguía la lectura del diario de Ana, sentado en la primera fila, una mañana de hace una década, en mi clase de Literatura.
(Ezequiel Petrillo es doctor en Biología Molecular por la Universidad de Buenos Aires y uno de los investigadores que consiguieron desentrañar el mecanismo que opera en el reloj biológico de plantas e insectos)
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