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Confecciona
ropa para sus marionetas que viven en el teatrillo que le ha hecho su
padre, un zapatero pobre que se irá a la
guerra y de regreso lo dejará huérfano. Detrás de esas maderas viejas, los
muñecos interpretan múltiples historias. La imaginación del muchacho es un
motor encendido las veinticuatro horas, un mecanismo que no para jamás y que
casi no necesita combustión.
Canta, recita diálogos con voz de princesa,
con ronquidos de ogro, con incesantes parloteos de feria. En el barrio los muchachos le tiran piedras, se burlan de su
cuerpo desgarbado, de sus juegos solitarios. Pero él no se siente solo. A su
alrededor, los objetos más insignificantes le descubren sin pudor sus corazones
emparchados. Y también a ellos les otorga una voz. Muchos años después contará
sus vidas melancólicas: un viejo farol a punto de ser desechado, un soldadito
de plomo sin una pierna, una tetera arrogante que termina astillada, unos
zuecos que hacen viajar hacia sus deseos a quien se los calce, un ruiseñor a
cuerda que entretiene a un emperador, un fardo de harapos de distinta
procedencia que discurren sobre su lugar de origen, unos zapatos rojos que no
paran de bailar. En los primeros años del siglo XIX, en Odense. Dinamarca, Hans
Christian Andersen descubre que todo lo que lo rodea, hasta el
objeto más insignificante, puede ser narrado. Por eso no lo doblegan los
delirios alcohólicos de su madre, ni lo
amilanan las burlas y los golpes que recibe en la escuela. Las historias que imagina son una
coraza protectora y, como muchos de esos seres que cobran vida por las noches,
cuando el sueño no llega, él siente que está destinado a ser un grande, que
toda Dinamarca repetirá con orgullo su nombre, pero todavía no sabe por qué.
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En
el manicomio donde trabaja su abuela cuidando el jardín y su madre lavando ropa
descubre a la literatura. Descubre que con una simple cerilla se puede encender
la imaginación, engañar al estómago vacío y aliviar al cuerpo aterido de frío. Escucha a las internas que, mientras hilan,
cuentan historias, algunas vulgares, otras maravillosas, otras de impactante
terror y toma nota.
En
casa ha leído las tragedias de Shakespeare que le ha legado su padre, pobre
pero fantasioso, y las ha revivido una y otra vez en el mísero teatrillo.
Todavía no es el avezado autor de
cuentos de hadas, pero allí, en su infancia, está el germen de un género del
que será creador personalísimo. Dirá más tarde cuando ya es un autor consagrado
y los públicos diversos aplaudirán sus lecturas públicas refiriéndose a sus
cuentos: “Los escribí de la manera en que se los contaría a un niño.” En una
época en que la incipiente literatura destinada a la infancia era didáctica y
moralizante, el danés contó historias llenas de fantasía pero en las que
también habló de la inestabilidad de la condición humana, de la inclemencia de
los poderosos, de los que se mueren de frío, de amor, de injusticia. Su mirada clemente de narrador exalta al
pobre, a la niña que se sacrifica por librar del hechizo a sus hermanos, al
patito más feo de la granja, al soldadito defectuoso al que le falta una pierna
por defecto de fabricación. “El pueblo como el niño- dice Graciela Montes_ está
en situación social de desvalimiento y se identifica fácilmente con los héroes
perseguidos, con los relegados, y se siente reivindicado con el final feliz”[1]
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Otra cosa que hace durante toda su vida
es viajar, viaja como tantos escritores para escribir sus impresiones de viajes
y para contar al regreso. También dibuja paisajes en sus cuadernos con trazo
diestro. Lleva en su valija el diario de viaje y el cuaderno de dibujo. Como
muchos viajeros célebres cultiva el género y escribe en un diario sus
impresiones sobre los itinerarios que realiza. Un cosmopolita que visita países
que resultan exóticos para su época como España, Grecia, Turquía. Su vida es un
viaje que, como sus cuentos, debe ser narrada. Se convierte en un guía experto
por los países Nórdicos y Alemania. Ama las torres de Núremberg, se deleita con
la exótica melancolía de Málaga.
En Bratislava dirá de esta ciudad que lo
maravilla: “Me esperaba una bienvenida espectacular. Me
encanta esta ciudad, es tan viable y llena de colores. Las tiendas parecen como
si fueran trasladadas aquí desde Viena. Hay mucho que ver – me dijo un
ciudadano – subamos a las ruinas del castillo allí en la roca. Desde allí se
puede ver el puente flotante, la ciudad entera y los campos de trigo en sus
alrededores” Es junio de 1841 y va en
viaje de Estambul a Viena. Entusiasta
afirma: “Me piden que les cuente un cuento. ¿Para qué? Si
vuestra ciudad es un cuento.” Muchos años después, los habitantes de la capital de Chequia
erigirán una estatua del cuentista danés
en la
plaza Hviezdoslavovo námestie. Y para que no
se sienta solo, lo rodean de los personajes de sus cuentos más famosos.
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Sus relatos son tristes, muchos de ellos nacen de las
historias con que tropieza en la isla de Fionia, en su Odense natal. Cuentos
salidos de la boca de rústicas tejedoras, de campesinos, del pobrerío de los
barrios bajos. Otros encubren escenas autobiográficas. El patito feo es su
propia historia contada en clave animal. El pato más feo termina en cisne y
corrobora el síndrome de Aladino que padece Andersen. Tanta confianza tiene en
su buena estrella que así como Aladino , hijo de un padre artesano termina colmado de riquezas,
él hijo de un zapatero llegará muy lejos.
En ese viaje que comienza cuando va a
Copenhague a probarse como actor, cantante, bailarín y terminará amparado por
la burguesía ilustrada lo impulsa la vanidad, el deseo de agradar y su complejo
de advenedizo.
Heinrich Heine lo definió sin piedad: “Parecía un sastre. Su
figura revela una especie de servilismo que tanto complace a los príncipes. Es
un vivo ejemplo de cómo quieren los príncipes que sea un poeta.”
Aunque muchos aman sus historias, la
vanidad y el carácter de Andersen lo torna un personaje bastante incómodo. En
1847 Charles Dickens lo invita a
Gad Hill Place, cerca
de Rochester, una residencia que acababa de comprar y que estaba bastante
aislada. Ambos escritores se admiran, pero algo sucede. El danés alarga su
estadía y la familia se impacienta. Cuando al fin hace las valijas y parte,
Dickens escribe en el espejo: «Hans
Andersen durmió en esta sala durante cinco semanas que a la familia nos
parecieron siglos».
Andersen conoce a los poderosos de
cerca. Los frecuenta, los adula, se beneficia de sus contactos y sabe de sus
defectos. Sus cuentos hablan del emperador vanidoso que estrena traje nuevo
todos los días y que, su ostentación y la adulación de los súbditos lo hacen
salir desnudo a la calle o de aquel poderoso de la china que agota a su
capricho la vida útil del ruiseñor mecánico.
Y en casi todos, encontramos la revancha
de los débiles. La vendedora de fósforos es recibida por su abuela cuando
muere, la sirenita que no ha podido cumplir su sueño consigue el alma eterna.
Elisa, la niña de Los cisnes salvajes
es recompensada cuando rompe el maleficio de sus hermanos. Todos los personajes
son sometidos a duros sufrimientos.
En el mundo Andersen cualquier felicidad
se consigue después de un largo viaje en el que el viajero debe sortear
obstáculos, superar envidas, ser humillado, tocar fondo en los más imaginativos
infiernos y, si algo tiene claro el lector, es que la nieve termina
derritiéndose y los duros corazones acaban ablandándose, porque en los cuentos
de hadas que este desgarbado soñador de galera escribe para deleitar a los
chicos y a los grandes, en este o en el otro mundo siempre hay revancha.
[1] Montes, Graciela, nota preliminar a El cuento infantil, CEAL,
Buenos Aires, 1977
Ensayo que obtuvo el Primer Premio en el concurso de relatos de la Fundación El Libro 2018
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