Todas fuimos Jo
por María Cristina Alonso
por María Cristina Alonso
Las lecturas de infancia nos
marcan a fuego, quedan en el recuerdo de forma fragmentaria, como barcos
encallados que van perdiendo su aspecto pero que siguen evocando su destino
viajero. A 150 años de la primera publicación de Mujercitas de Louisa May Alcott, varias lectoras adultas son
convocadas para recuperar lo que quedó en su imaginario de ese libro de chicas
que marcó la infancia de muchas.
Louisa May Alcott, (1832-1888) una escritora norteamericana que vivió en Concord, Massachusetts, cuando ya era una autora consolidada, recibió la propuesta de su editor de escribir un “libro para chicas”. Y, aunque se resistió en un primer momento, porque nunca le habían caído bien las muchachas ni había conocido a muchas, salvo a sus hermanas, se puso manos a la obra y así escribió Mujercitas, publicada en 1868, que se convirtió rápidamente en un best sellers leído más tarde, por varias generaciones. Partió de la idea de acompañar a las mujeres de la familia March a lo largo de un año mientras el padre estaba en la Guerra de Secesión. Y, como Alcott consideraba que el estímulo económico era la mejor motivación para escribir profesionalmente, su novela Mujercitas tuvo una segunda parte que se convirtió a su vez en éxito explosivo.
A Mujercitas le siguieron continuaciones: Little Men (Hombrecitos) y Jo's
Boys (Los muchachos de Jo), en las que se muestran a hijos, sobrinos y
alumnos de las hijas de los March armando sus propias vidas.
Robert Louis Stevenson sostenía que
un buen relato “debía
comunicar una anécdota,
un incidente que
actuara sobre la
imaginación y sobreviviera
más claramente en
la memoria que
los ínfimos detalles
de la novela
pretendidamente social”. Hay una
escena de Mujercitas, que se reitera
cuando les pido a mis amigas –mujeres todas entre cincuenta y setenta años- que
traten de recordar la lectura infantil de la novela para escribir esta nota con la excusa de que
se cumplieron 150 años de su publicación en septiembre de
1868. La escena memorable, como
Robinsón Crusoe retrocediendo
ante la huella
y Ulises doblando
el arco, es ese momento en que Jo
se saca la gorra y muestra su pelo corto. Ha vendido sus hermosas trenzas por
25 dólares para ayudar a Marmee que viaja a Washington a ver al padre enfermo.
Ese gesto de automutilación para realizar un acto generoso ha quedado indeleble
en el recuerdo de varias generaciones de lectoras.
Jo es, según
señalan los críticos, el gran personaje femenino de la literatura
norteamericana del siglo XIX, y su innovadora construcción ha quedado inalterable
en el imaginario femenino porque asume la rebeldía que tantas mujeres quisieron
y no pudieron expresar para sacudirse la opresión de la sociedad patriarcal.
En uno de sus recuerdos de la lectura, Adriana, una
profesora de Ciencias Naturales, dice que,
si la historia de Alcott estuviera ambientada en esta época, las mujercitas llevarían el pañuelo verde y estarían a la
cabeza reivindicando derechos.
En los mails
y audios de whatssap, mis amigas
responden entusiasmadas a mi requerimiento. El título de la novela más leída
por las chicas de varias generaciones atrás es un talismán, un pasaje, un
boleto de regreso a esa patria, a esa tierra incógnita que es la infancia.
Lectoras con distintas
profesiones y recorridos vitales me cuentan recuerdos fragmentados de una
novela que les quedó grabada en forma indeleble. Para muchas, la evocación del
libro viene unida al adulto que lo regaló. “Mi
tía Chicha, una maestra frustrada, nos regalaba libros muy a menudo. Mujercitas
vino de su mano”, cuenta
Marta, que pasó su infancia en un pequeño pueblito lechero. Y Marita, que hizo
la primaria en una escuela rural, evoca al
maestro de séptimo grado, un comunista deseoso de que todos los chicos
estudiaran, que le regaló un ejemplar de
Mujercitas a fin de año, dándole de
leer, así, la primera novela de buena literatura que superó las manoseadas historietas y novelitas rosa.
Las
muchachas March eran mujeres que se animaban a todo, “mujeres que trataban de salir por sus propios medios adelante”, define María Elena, una profesora
de historia y voraz lectora que admira a esa comunidad femenina
autosuficiente en que se convierte el hogar de los March, con el padre en la guerra.
Lasque han tenido hermanas sostienen que jugaban a identificarse con los
personajes que inventó Alcott en la segunda mitad del siglo XIX. “Con los trapos nos armábamos esos trajes
largos que las vestían a las hermanas March, en
las tapas duras de aquella edición amarilla cuyo nombre no recuerdo. Y entonces, yo me convertía en Meg (que era
la más responsable y fina y elegante, como yo aspiraba ser) y mi hermana, en Jo (tan machona y mal hablada como el personaje).
Y así pasábamos toda la tarde reproduciendo las escenas que más nos habían
gustado”, recuerda Marta, arrancando ese
recuerdo de una infancia pasada en un pueblo rural en los años cuarenta.
Capítulo
aparte merece el personaje más nombrado por todas las lectoras que evocan esta
novela. Y es Jo, que con su masculinidad expresa:
silba, se sienta como un muchacho, habla desmañadamente, no le preocupan los
vestidos y dice sin ruborizarse: “Ya me
parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los
trabajos y la forma de comportarse de los muchachos” (Mujercitas, El juego de los peregrinos, Primera parte).
Es
que Jo, como su autora, armó su vida con la tensión entre la obligación
femenina de formar un hogar, atender a padres e hijos y la libertad creadora.“Si tengo que mencionar un hecho de
Mujercitas es cuando se encierra a escribir y cuando logra la primera
publicación”, me mensajea Silvia, una autora de novelas históricas, confirmando
que muchas de las escritoras de su generación son hijas de esa Jo que se ponía
ropa especial, se calzaba un gorro rojo con una pluma para encerrarse en la
buhardilla a escribir, comer manzanas y hablar con un ratón.
“Me identificaba plenamente con Jo March y
detestaba a Amy por vanidosa y superficial –escribe Norma, una amiga de
Facebook que vive en La Plata- Jo era
independiente, imaginativa, tomaba decisiones, como cuando vendió su pelo para
que su madre llevara dinero en el viaje al hospital de campaña en donde estaba
el padre. Resumiendo, adoraba ese libro y me frustré mucho con el matrimonio de
Laurie con Amy ¡Qué injusticia!”
“Leí Mujercitas durante mi infancia. El libro
pertenecía a la colección Billiken tapas rojas y duras, tamaño ideal. Escasas
ilustraciones, para ver más imágenes releía cada tanto una versión resumida de
Mujercitas pero en un libro grande de tapas duras con más ilustraciones que
textos que tenía mi prima. Inmediatamente me identifiqué con Jo, era la
rebelde, la machona, poco femenina, no se callaba nada, era la distinta en su
época”, dice Silvia, una profesora de arte y fan del Club Atlético de Lanús.
Y
no sólo Jo aparece reiteradamente en la memoria de estas lectoras puestas a
evocar un libro fundacional. También el objeto libro es mencionado una y
otra vez: “Mujercitas fue mis siestas de
verano, leído en la colección Billiken que comprábamos con esforzados ahorros”,
evoca Graciela desde la orilla del río Paraná,
en una ciudad entrerriana. La misma edición que recupera la lanusense Silvia.
Tal vez la misma de ese libro llave que un maestro comunista le regaló a Marita
frente a la tranquera de la escuela.
He
leído muchas notas sobre Mujercitas
escritas para este aniversario. Pero he querido hacer el experimento de releer la
novela con la paciencia de la primera vez. Para mi sorpresa, la prosa de Alcott
en la traducción de Gloria Méndez sigue siendo fresca e invita a continuar con
su lectura. Claro que esta versión, tomada de la original publicada el 1 de
octubre de 1868, no fue la que leímos en la infancia sino la de 1880. La propia
Louisa Alcott permitió que apareciera con
varios cambios textuales, y la prosa vigorosa fuera reemplazada por una más
trivial y propia de una dama, simplificando
las alusiones literarias para que llegaran a un público más amplio.
Y mientras avanzaba por las más de quinientas páginas,
trataba de acordarme cómo fue esa primera lectura, dado que, como me lo cuentan
mis amigas, por aquel entonces vivíamos lo que leíamos. “A la hora de la siesta-me cuenta Marta-, mi hermana –la segunda- y yo, aprovechando
que los demás dormían, sacábamos colchas y telas de la habitación y las
llevábamos al galpón. Allí espantábamos a las gallinas, apretábamos las bolsas
y el espacio se convertía rápidamente en el cuarto de las mujercitas.”
Mujercitas ha sido una lectura inspiradora.
“Hay un libro en el que creí ver
reflejado mi futuro: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Yo quería a toda
costa ser Jo, la intelectual. Compartía
con ella el rechazo a las tareas domésticas y el amor por los libros. Jo
escribía, y para imitarla empecé mis primeros cuentos cortos”, escribe
Simone de Beauvoir en Memorias de una
joven formal, su autobiografía.
Leída por feministas que vieron en la historia la tensión entre la
obligación femenina y a creación artística, lo cierto es que la obra de Alcott
sembró ideas renovadoras en varias generaciones de mujeres. Fue una escritora que abrevó en las ideas del trascendentalismo tomadas de los grandes hombres
del círculo de su padre, el pedagogo Amos Alcott; Emerson, Nathaniel Hawthorne, el
predicador Theodore Parker y Thoreau, fue
partidaria fervorosa de la causa abolicionista y de la lucha por el voto
femenino. Ella supo inocularnos con la
creación de esa muchacha desgarbada y laboriosa, la idea de que la
escritura era un acto de rebeldía capaz de atravesar la dura
cáscara del patriarcado. Tal vez por eso, casi todas las chicas que han leído y
leen Mujercitas quieren ser, para
siempre, Jo.
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