Juan Bautista Alberdi fue el autor de “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, fuente que inspiró a los Constituyentes de 1853 para sancionar nuestra Constitución Nacional. Aquí su testamento y el relato de sus últimos días. Para leer más ver “Juan Bautista Alberdi, el embajador de la soledad”, colección Protagonistas de la cultura argentina, Aguilar-La Nación, 2006, texto cuya investigación y redacción me pertenecen
Testamento de Alberdi de 1881
(…) Dejo todos mis libros de estudio, para base de una biblioteca pública, cuya fundación suplico iniciar en Tucumán a mi amigo y sobrino el doctor Luis Aráoz, obrando con el consejo de mi ilustre primo el obispo de Berisa, Doctor Don Miguel Moisés Aráoz.
Lego a don Manuel Alberdi, que se firma Alberdi, la propiedad de mis obras literarias ya publicadas que no estuvieren enajenadas y el derecho de reimprimirlas. (…)
Ruego a mis albaceas de París se sirvan entregar a Mademoiselle Angelina Daugé, de Saint-André de Fontenay, la suma de treinta mil francos que le debo por la hospitalidad que me dio en su casa durante tantos de mis años de escasez, y a su sobrina Angelina Margarita (hoy Madame Saudron), la cantidad de diez mil francos por su servicio de carácter doméstico en que por años ayudó a su tía, a servirme en su casa.
Deseo que mis albaceas de París y Londres no dejen venir a América, ninguna parte de mis trabajos literarios inéditos y manuscritos, ni permitan que ni allá ni aquí, se publiquen tales como están, pues son simples materiales para componer libros, bien que libros ya compuestos. Me refiero sobre todo a los que llenan un cofre, cubierto de fierro, que me tiene en depósito mi amigo Don Manuel del Carril, con otros baúles, conteniendo parte de los papeles y cartas de que escribo y aquí hago referencia.
Juan Bautista Alberdi, 13 de junio de 1881
Moriré en París
Se despidió de sus amigos y supo, como se saben ciertas cosas irreversibles- que no volvería a la patria.
Una lenta depresión lo fue ganando en el viaje y, al cruzar frente a la costa de Senegal, tuvo un ataque que le inmovilizó un pie y la mano derecha.
Llegó a Burdeos casi sin poder caminar y allí fue auxiliado por Petrona Lamarca. Convaleció un tiempo hasta que pudo llegar a París. Allí se reencontró con sus viejos amigos pero su salud paulatinamente fue empeorando. Rehizo un antiguo testamento y debió renunciar al cargo de comisario de inmigración con el que, el gobierno de Buenos Aires, intentaba paliar sus estrecheces económicas.
El deliro acosó sus últimos días. Las imágenes fantasmales de su vida lo asaltaban y, ya envuelto en vértigo y en sombras, sus amigos -entre los que se contaban los del Carril- decidieron internarlo en un sanatorio en Neully, un suburbio de París, a fines de mayo.
Murió el 19 de junio de 1884, sin recuperar la conciencia. El presidente Roca, al conocer su delicado estado de salud, pidió al Congreso que se le acordara una pensión de 400 pesos que aliviara sus precarias condiciones de subsistencia. El Senado aprobó el proyecto. Pero la comunicación llegó tarde y Alberdi no alcanzó a conocerlo.
Angelina Daugé, que no pudo asistirlo en la última etapa de su enfermedad, llegó a París justo para ver su cadáver en una pobrísima cama. Angelina lo sintetizó así: “¡He ahí la casa de primer orden donde le habían instalado y los extremos a que fue reducido el hombre que en vida fue tan grande y tan bueno para todos!” A veces la oscuridad es la última imagen que se lleva un hombre de entendimiento luminoso.
(…) Dejo todos mis libros de estudio, para base de una biblioteca pública, cuya fundación suplico iniciar en Tucumán a mi amigo y sobrino el doctor Luis Aráoz, obrando con el consejo de mi ilustre primo el obispo de Berisa, Doctor Don Miguel Moisés Aráoz.
Lego a don Manuel Alberdi, que se firma Alberdi, la propiedad de mis obras literarias ya publicadas que no estuvieren enajenadas y el derecho de reimprimirlas. (…)
Ruego a mis albaceas de París se sirvan entregar a Mademoiselle Angelina Daugé, de Saint-André de Fontenay, la suma de treinta mil francos que le debo por la hospitalidad que me dio en su casa durante tantos de mis años de escasez, y a su sobrina Angelina Margarita (hoy Madame Saudron), la cantidad de diez mil francos por su servicio de carácter doméstico en que por años ayudó a su tía, a servirme en su casa.
Deseo que mis albaceas de París y Londres no dejen venir a América, ninguna parte de mis trabajos literarios inéditos y manuscritos, ni permitan que ni allá ni aquí, se publiquen tales como están, pues son simples materiales para componer libros, bien que libros ya compuestos. Me refiero sobre todo a los que llenan un cofre, cubierto de fierro, que me tiene en depósito mi amigo Don Manuel del Carril, con otros baúles, conteniendo parte de los papeles y cartas de que escribo y aquí hago referencia.
Juan Bautista Alberdi, 13 de junio de 1881
Moriré en París
Se despidió de sus amigos y supo, como se saben ciertas cosas irreversibles- que no volvería a la patria.
Una lenta depresión lo fue ganando en el viaje y, al cruzar frente a la costa de Senegal, tuvo un ataque que le inmovilizó un pie y la mano derecha.
Llegó a Burdeos casi sin poder caminar y allí fue auxiliado por Petrona Lamarca. Convaleció un tiempo hasta que pudo llegar a París. Allí se reencontró con sus viejos amigos pero su salud paulatinamente fue empeorando. Rehizo un antiguo testamento y debió renunciar al cargo de comisario de inmigración con el que, el gobierno de Buenos Aires, intentaba paliar sus estrecheces económicas.
El deliro acosó sus últimos días. Las imágenes fantasmales de su vida lo asaltaban y, ya envuelto en vértigo y en sombras, sus amigos -entre los que se contaban los del Carril- decidieron internarlo en un sanatorio en Neully, un suburbio de París, a fines de mayo.
Murió el 19 de junio de 1884, sin recuperar la conciencia. El presidente Roca, al conocer su delicado estado de salud, pidió al Congreso que se le acordara una pensión de 400 pesos que aliviara sus precarias condiciones de subsistencia. El Senado aprobó el proyecto. Pero la comunicación llegó tarde y Alberdi no alcanzó a conocerlo.
Angelina Daugé, que no pudo asistirlo en la última etapa de su enfermedad, llegó a París justo para ver su cadáver en una pobrísima cama. Angelina lo sintetizó así: “¡He ahí la casa de primer orden donde le habían instalado y los extremos a que fue reducido el hombre que en vida fue tan grande y tan bueno para todos!” A veces la oscuridad es la última imagen que se lleva un hombre de entendimiento luminoso.
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