(Historia del tenor Florencio Constantino contada para niños. Integra el volumen Historia de inmigrantes, de María Cristina Alonso - Marta Pasut, Ilustraciones: Mirella Musri, Colección La Flor de la Canela, Editorial Homo Sapiens, 2005)
A fines del siglo XIX, en los campos del noroeste de la provincia de Buenos Aires, la gente esperaba que soplara el viento del Este para escuchar la voz maravillosa de un vasco que, mientras empuñaba la trilladora cantaba milongas, vidalas y romazas españolas.
Se llamaba Florencio Constantino y había llegado a la Argentina a los 21 años, en 1889, a bordo del barco Le Havre, que había salido de un puerto francés.
Como tantos inmigrantes, él -que había sido minero y obrero metalúrgico- pensó que América era un buen lugar para formar una familia.
Y mientras trillaba el trigo en los campos cercanos a la localidad de Bragado, cantaba y cantaba. Tenía voz de tenor y, como casi todos los inmigrantes vascos, se había adaptado a las costumbres del país. Así que en las pulperías, en los fogones, en las fondas y en los almacenes, Florencio se acompañaba de una guitarra y desafiaba a otros cantores en las célebres payadas . Tan bueno era que hasta un famoso payador, Gabino Ezeiza en su paso por Bragado, lo desafió a payar durante dos días y después contó que había conocido a muy pocos cantores tan buenos como Constantino.
La fama de la voz de Florencio empezó a extenderse por toda la zona, hasta que un obispo en una oportunidad y un concertista de violín en otra al escucharlo cantar le aconsejaron que viajara a estudiar canto a Buenos Aires.
Y así lo hizo. Se buscó un maestro de canto lírico y se presentó en varios teatros de Buenos Aires y Montevideo.
Pero el camino de Florencio iba más lejos aún. Se fue a Italia a seguir estudiando y pronto, ya a principios del siglo XX triunfó en París, Madrid, Polonia, Rusia, el País Vasco, Ucrania, Portugal.
Los tiempos de la trilladora habían quedado muy lejos, ahora era aclamado por multitudes.
Y entonces, se acordó de su pequeño pueblito, Bragado, donde lo habían descubierto y se le ocurrió, que no había una manera mejor de homenajearlo que levantar un teatro lírico en medio de las pampas. Los teatros líricos casi siempre se construyen en las grandes capitales porque en ellos se representan óperas, conciertos y espectáculos de ballet, exhibiciones que requieren públicos muy exquisitos.
Bragado era, por entonces una pequeña población rural de hábitos sencillos. Pero a Florencio no le importó y tuvo razón, porque el día de su inauguración, el teatro estuvo colmado de gente de su pueblo y de los alrededores. Y él cantó con su mejor voz, con toda su alma, porque este inmigrante vasco, que había llegado a la Argentina muy pobre, quería devolver a su gente todo lo que había hecho por él.
El resto de su vida lo pasó en escenarios de Estados Unidos, Europa y México. En esa última ciudad se quedó sin voz. Tuvo una enfermedad en las cuerdas vocales y, privado de cantar que era lo que le daba sentido a su vida, enloqueció. Murió a los 51 años, pero aún sigue vivo en las grabaciones que quedaron en hechas en cilindros “Pathé” y en las grabaciones que hizo para el sello Víctor y Edison Grant.
Se llamaba Florencio Constantino y había llegado a la Argentina a los 21 años, en 1889, a bordo del barco Le Havre, que había salido de un puerto francés.
Como tantos inmigrantes, él -que había sido minero y obrero metalúrgico- pensó que América era un buen lugar para formar una familia.
Y mientras trillaba el trigo en los campos cercanos a la localidad de Bragado, cantaba y cantaba. Tenía voz de tenor y, como casi todos los inmigrantes vascos, se había adaptado a las costumbres del país. Así que en las pulperías, en los fogones, en las fondas y en los almacenes, Florencio se acompañaba de una guitarra y desafiaba a otros cantores en las célebres payadas . Tan bueno era que hasta un famoso payador, Gabino Ezeiza en su paso por Bragado, lo desafió a payar durante dos días y después contó que había conocido a muy pocos cantores tan buenos como Constantino.
La fama de la voz de Florencio empezó a extenderse por toda la zona, hasta que un obispo en una oportunidad y un concertista de violín en otra al escucharlo cantar le aconsejaron que viajara a estudiar canto a Buenos Aires.
Y así lo hizo. Se buscó un maestro de canto lírico y se presentó en varios teatros de Buenos Aires y Montevideo.
Pero el camino de Florencio iba más lejos aún. Se fue a Italia a seguir estudiando y pronto, ya a principios del siglo XX triunfó en París, Madrid, Polonia, Rusia, el País Vasco, Ucrania, Portugal.
Los tiempos de la trilladora habían quedado muy lejos, ahora era aclamado por multitudes.
Y entonces, se acordó de su pequeño pueblito, Bragado, donde lo habían descubierto y se le ocurrió, que no había una manera mejor de homenajearlo que levantar un teatro lírico en medio de las pampas. Los teatros líricos casi siempre se construyen en las grandes capitales porque en ellos se representan óperas, conciertos y espectáculos de ballet, exhibiciones que requieren públicos muy exquisitos.
Bragado era, por entonces una pequeña población rural de hábitos sencillos. Pero a Florencio no le importó y tuvo razón, porque el día de su inauguración, el teatro estuvo colmado de gente de su pueblo y de los alrededores. Y él cantó con su mejor voz, con toda su alma, porque este inmigrante vasco, que había llegado a la Argentina muy pobre, quería devolver a su gente todo lo que había hecho por él.
El resto de su vida lo pasó en escenarios de Estados Unidos, Europa y México. En esa última ciudad se quedó sin voz. Tuvo una enfermedad en las cuerdas vocales y, privado de cantar que era lo que le daba sentido a su vida, enloqueció. Murió a los 51 años, pero aún sigue vivo en las grabaciones que quedaron en hechas en cilindros “Pathé” y en las grabaciones que hizo para el sello Víctor y Edison Grant.
También su voz quedó en el viento que, cuando sopla del Este, remeda aquellas canciones que Florencio cantaba sobre su trilladora en los tiempos en que todavía era apenas un inmigrante recién venido de España.
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