domingo, 19 de julio de 2009

La noche en que llegamos a la luna


Cada uno de los de mi generación llegó a la luna de diferentes maneras. Era un 20 de julio de 1969. Teníamos un televisor precario, en blanco y negro que a veces “se veía”, y otras no, gracias a una antena altísima erigida en el techo de la casa y que captaba las misteriosas imágenes y los extraños sonidos del mundo.
Por allí, por ese televisor en blanco y negro que estaba en el gélido y oscuro comedor de mi infancia, descendió Neil Amstrong sobre la superficie lunar. Tal vez esa medianoche le saltó alguna chispa de la estufa donde estaban encendidos los leños y chamuscó su traje plateado. A lo mejor escuchó el ladrido de mi perra de entonces. Era una noche de milagros y la larga espera fue gratificada con las imágenes del descenso que un fotógrafo amigo de mi padre tomó del televisor.
En el 69 tenía catorce años, ya Bradbury había entrado en mi vida y los libros de ciencia ficción que devoraba por aquel entonces empalidecían ante esa imagen, en vivo y en directo, de un hombrecito con escafandra que descendía por la escalera de un aparato un poco más complejo que una lata de tomates.
Recuerdo que mandé una carta a la NASA y me enviaron un sello conmemorativo. No lo conservo. Pero sí han quedado esas fotos que el amigo de mi padre sacó del televisor en tiempos en que la reproducción de imágenes era una cosa compleja, en tiempos en que los prodigios de la ciencia nos dejaban sin aliento.
Todos nos fuimos esa noche de hace cuarenta años, a dormir pisando la luna, aunque nuestras huellas se fueran borrando con los vientos de los años, que ya se sabe, soplan cada vez más fuerte.

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