martes, 17 de enero de 2012

Cuando dejamos que Ana nos cuente

  Estoy leyendo con mis  alumnos de un tercer año de la secundaria El diario de Ana Frank. Es una escuela pública y estamos en el invierno de 1993. No hay muchos ejemplares y he tenido que fotocopiar capítulos enteros para que cada uno de esos chicos que habitan una ciudad pequeña de la provincia de Buenos Aires, tengan ante sus ojos las palabras de Ana.

  El viento sopla tras la ventana y la clase está en silencio.

  Lejos en el espacio y en el tiempo, en Ámsterdam, en una casa junto al canal una chica judía escribe el  diario de su encierro. “¿Quién leerá estas cartas sino yo misma? ¿Quién podrá consolarme?”, se pregunta.

  El  diario de Ana se puebla  de voces, de olores, de sensaciones. ¿Para quién escribe esa chica encerrada en una buhardilla, en el número 263 de la calle Prinsengracht, en 1944, con quince años, mientras las horas pasan con parsimonia y los días se suceden unos a otros?

  No ve el sol. No puede hacer ruido, debe reprimir las risas y los llantos. “Quiero seguir viviendo después de mi muerte”, escribe.

   En el reverso de su diario se apunta la otra historia: los campos de Auschwitz y de Bergen-Belsen, el hambre, la sed, el tifus.

 Mis alumnos leen por turno. Se detienen, hacen preguntas. Saben poco de la Segunda Guerra, casi nada sobre la Shoá. Buscamos libros de historia en la biblioteca. Estamos en 1993, no existe la Internet y las bibliotecas escolares están bastante pobres, en este y otros temas. Los libros de historia brindan escasa información.

  Les cuento que leí el diario de Ana Frank cuando era niña, en los años sesenta y que nunca pude olvidarla, que en nuestro país también se ha vivido una dictadura, que hubo otras Anas encerradas en campos de concentración, jóvenes apenas más grandes que ellos de los que aun no se sabe nada, por los que las madres de Plaza de Mayo y las Abuelas piden verdad y justicia.

  En esos días el diario Página/12 publica un artículo de Osvaldo Bayer, “Los ciegos nos miran”, sobre la historia de un matrimonio de ciegos a los que un operativo ordenado por el general Galtieri secuestró y se apropió de su casa. Tenían un niño, Iván, que fue recuperado por su abuela.

  Despliego el diario y leo la nota. No es común en la escuela del menemismo que se hable de estos temas en las aulas. Son épocas duras, se ha indultado a los represores de la última dictadura militar y todo el mundo parece fascinado con el 1 a 1 que promete falsos  esplendores. Muchos sentimos, como en la película de Lita Stantic, que hay un muro de silencio en torno al pasado.

 Los escondidos escuchan Radio Orange. La noche ha caído sobre el fragmento de ventana por donde se ve la torre de la Westermarkt. Ana escucha que, terminada la guerra, serán importantes las cartas y los papeles que cuenten sobre esos tiempos aciagos.”¡Imagínate –escribe en el Diario- lo interesante que sería editar una novela sobre ‘la casa de atrás’! El título daría a pensar que se trata de una novela de detectives.”

Ana lee y escribe en un cuarto con olor a patatas hervidas y a sudores, aislada, habitando un planeta de palabras.

  Mis alumnos leen en un aula del viejo colegio y luego escriben cuentos, poemas, reflexiones sobre el libro de Ana en el taller de escritura.

  María Florencia termina así un poema: “Gracias Ana/, vos que sos un poco de papel y lapicera. / Gracias por tu diario/ y por las palabras que ahora son nuestras.” Nicolás me pasa una hoja de carpeta con una sola oración: “Ahora entiendo por qué quería hacernos leer este libro”

  El tiempo no tiene importancia, tan pronto es el verano holandés de 1944 y Ana agobiada por el calor siente que se le derrite la lapicera, como la primavera rosarina de 1977 que narra el artículo de Bayer cuando las fuerzas conjuntas asaltan la casa de Etelvino Vega y María Esther Ravelo, en la calle Santiago 2815 de Rosario, un matrimonio de ciegos que tienen al pequeño Iván y a un perro lazarillo. A todos se los llevan y la Gendarmería Nacional se apropia de la casa donde en lo sucesivo los militares festejarán cumpleaños y harán  asados.  Durante los días siguientes el operativo continúa, a plena luz de día, el ejército carga todo lo que pertenece a los ciegos, desde la máquina de hacer soda con la que se ganaba la vida el matrimonio secuestrado hasta el triciclo del pequeño Iván.

  Meses más tarde, en el mismo diario, Osvaldo Bayer escribirá un nuevo artículo, “Nuestra casa de Ana Frank” y en él imagina que así como la casa de Ana en Ámsterdam es un monumento nacional y recuerda para las nuevas generaciones a la niña judía que escribió un diario y fue llevada a las cámaras de gas, la casa de los ciegos de Rosario se convertirá en la Casa de la Memoria y será visitada por maestros y alumnos que aprenderán nuestra historia reciente.

  En las sucesivas semanas los alumnos leen y escriben sobre el Diario de Ana Frank, investigan sobre la Shoá, debaten sobre la discriminación.

  Alguien me da la dirección de Abraham Szwarc, director de la Federación de Comunidades Israelitas y le escribo. Recibimos películas y libros, conseguimos que el profesor Szwarc venga a nuestra escuela a dar una charla sobre el Holocausto y nos pasa un documental filmado en el gueto de Varsovia.

  Pronto sobre mi escritorio se van apilando los trabajos de mis alumnos. Son textos llenos de buenas intenciones -escritura emocionada- y el texto de Ana Frank se va abriendo a otros sentidos, se lee desde otras perspectivas. La literatura es un discurso pleno de posibilidades permite conocer, crear, opinar, discutir, imaginar. Casi sin darnos cuenta ya tenemos un libro y discutimos en clase su título. Ana utilizó su diario para contar, para narrar su vida y confiarnos sus sueños. La hemos dejado contar durante tantas clases, que el título sale sólo, cuenta Ana pero también cuentan mis alumnos que la leen: “Dejame que te cuente” conforma a todos.

  “Quienes no escriben no saben lo bonito que es escribir- le confía Ana a Kitty el 5 de abril de 1944-  Antes siempre me lamentaba por no saber dibujar, pero ahora estoy por demás de contenta porque al menos sé escribir. Y si llego a no tener talento para escribir en los periódicos o para escribir libros, pues bien, siempre me queda la opción de escribir para mí misma.”

  Marina me acerca una entrada de su diario, del domingo 6 de junio de 1993  que ha escrito inspirada en el de Ana y comienza así: “Me llamo Marina. Hace exactamente una semana que cumplí 16 años, no tuve regalos ni saludos por parte de ningún amigo por dos razones: no tengo amigos…”

  Más tarde, cuando el libro esté impreso, Marina me pasará una nota: “La experiencia más linda e increíble fue la edición de “Dejame que te cuente” ¿Mi nombre impreso en un libro? Aún no lo creo.”

   Mientras tanto Ana, se sienta en un rincón y escribe en su diario ese martes 13 de junio de 1944: “Ha sido otra vez mi cumpleaños, de modo que ya tengo quince años. Me han regalado un montón de cosas…

“Seguro que diez años después de que haya terminando la guerra -conjetura Ana más adelante -resultará cómico leer cómo hemos vivido, comido y hablado ocho judíos escondidos”.

  Las clases se terminan y mis alumnos presentan el libro. La pequeña tirada de “Dejame que te cuente” es leída por padres y profesores y se agota. La AMIA decide hacer una edición especial en homenaje a su centenario y tenemos más ejemplares.

  Un 21 de mayo de 1994  viajamos con los chicos  a Buenos Aires. Estamos en el edificio de Pasteur 633 para hacer otra presentación de nuestro libro. El acto es auspiciado por la Federación de Comunidades Israelitas Argentinas y la Comunidad Judía en Buenos Aires. Es un sábado y está nublado. Nos impresionan las oscuras paredes del enorme edificio. Subimos a la sede del Instituto Iwo donde también, junto con la presentación de nuestro libro, asistiremos a una representación teatral.

Durante  poco más de dos años Ana escribe en su cuaderno y habla del árbol que ve por un hueco de la ventana. Siente la mirada de Peter que se desliza a través de los pliegues de las páginas y se incrusta en su cuerpo. La señora Van Dan la tiene harta, siempre con sus críticas solapadas y eso es lo que escribe en su diario. Escribir para soportar el encierro, para vencer la claustrofobia. Ella, Ana Frank, escondida en el número 263 de la calle Prinsengracht  junto al canal, en la Holanda invadida por los nazis.

  Durante esa jornada en la sede de la AMIA con mis alumnos miramos asombrados al público que nos escucha. La mayoría son ancianos que nos sonríen y asienten con la cabeza ante nuestras palabras. Cuando el acto termina se acercan lentamente, una de las ancianas se arremanga el saco y nos muestra el número que los nazis tatuaron en su piel. La mayoría son sobrevivientes de la Shoá que nos impulsan a mantener viva la memoria. Son voces del pasado, son voces del presente. Asistimos con mis alumnos a la más conmovedora lección de historia.

 No podíamos imaginar, en ese lugar rodeado de libros, antiguas colecciones, ediciones que sobrevivieron a la guerra europea, archivos con documentos valiosísimos que, dos meses después, sería destruido por el atentado terrorista del 18 de julio de ese mismo año.

  Pasan los años, muchos, en la primavera de 2011, recuerdo estas voces mientras saco del estante de mi biblioteca el ejemplar del Diario de Ana Frank para leerlo con mis alumnos. Ya hemos visto la película y visitado la casa de Ana en su sitio web, en las netbooks que mis alumnos han recibido. Otros tiempos, pero la voz de Ana se escucha vívida. “Yo ya  leí el diario en el verano y ese libro me gustó mucho” me dice Yanina cuando concluye la película.

  Ana sigue en la memoria de las nuevas generaciones. La casa de los ciegos de Rosario, después de recuperada, se convirtió  en una Casa de la Memoria para que nadie se olvide de lo que le sucede a la gente durante las dictaduras.

  Aquellos alumnos que escribieron el libro sobre Ana Frank ya son hombres y mujeres de más de treinta años, pero desde mi infinita fe en la educación apuesto a que ninguno de ellos se olvida de las palabras de una niña judía que leyeron durante el secundario, de las que ellos escribieron contra la discriminación y la violencia, contra el dolor y el genocidio. Apuesto a que no se olvidan, como no lo harán mis alumnos de hoy, porque “el papel es más paciente que los hombres”, aunque ahora esas palabras hayan migrado a las pantallas de las netbook y desde la superficie iluminada sigan convocando a los jóvenes de todos los tiempos.

(Texto ganador de la primera instancia del concurso “Ana Frank a nuestros días”  2011, organizado por el Centro Ana Frank de Buenos Aires)

1 comentario:

Roxana D'Auro dijo...

Tan emotivo y profundo a la vez Cris, con tu mirada crítica y tu amor en la docencia . Te felicito !!!!