“Me figuraba, escribe Emilio Salgari en sus
memorias, que todo el mundo estaba sin explorar y que todos los hombres tenía
el deber de lanzarse a la conquista de la tierra”. Y luego continúa: “Con estas
ideas tempestuosas en el cerebro, me preguntaba a veces ingenuamente, qué
harían en sus casitas, en las oscuras oficinas, en los ociosos cafés, tantos
jóvenes veroneses que perdían así el tiempo de su vida, en lugar de lanzarse de
cabeza en las aventuras de tierra y de mar…”
Y entonces Salgari decide lanzarse a vivir
todas las aventuras posibles pero no como nos cuenta en su libro
autobiográfico, sino escribiendo, que también es una manera de vivir al filo
del abismo. La escritura es, en si misma una aventura.
Sus biógrafos han demostrado que el escritor
italiano nunca fue capitán de un barco y que jamás viajó a Bombay y a Malasia.
Ni siquiera conoció al legendario Sandokán, integrante de la banda de piratas
Los Tigres de Mompracem, puesto que el Sandokán histórico parece que murió en
1845, casi 40 años antes del supuesto encuentro.
No obstante, al describirlo en las memorias
Salgari nos recuerda el origen literario de su amigo: “El rebelde, dice, que
mis lectores habrán conocido en muchas de mis novelas con el nombre de
Sandokán, llevaba una amplia túnica de seda blanca, sujeta a la cintura con una
faja de terciopelo rojo y oro, constelada de perlas de enorme valor.”
Un héroe romántico a la medida de las
ficciones que, a partir de la publicación de la primera novela que lo tiene
como protagonista en 1887, convierte a su autor en el más popular de su época.
Once novelas dedicó a Sandokán y, si al principio vivió con cierta holgura, la
paga siempre fue escasa para mantener a su mujer, sus cuatro hijos y un
zoológico de papagayos, perros, gatos, ardillas, tortugas y patos.
El escritor en su libro autobiográfico nos
narra sus viajes por regiones remotas: India, Borneo, el Pacífico Sur, lugares
en los que le acontecieron sucesos extraordinarios y aventuras que ponían a
prueba al más pintado. Con esos recuerdos, Salgari sostiene que construyó su
obra. Pero en realidad, realizó poquísimos viajes de joven, como parte de su
entrenamiento naval y fue un pasajero de un barco mercante que navegó durante
unos pocos meses por el mar Adriático.
¿Y entonces? Sus libros están escritos con su
ferviente imaginación, con sus lecturas copiosas y con su enorme capacidad para construir escenarios creíbles y describir regiones geográficas cuyos datos los
obtenía en enciclopedias, geografías y diccionarios que consultaba en las
bibliotecas de Turín y de Génova. Para un escritor con su imaginación, cuya marca
característica es el detalle del mundo narrado -flora, fauna, costumbres-
escribir es documentarse y lanzarse a la aventura. No es más veraz el que viaja
y conoce de primera mano un espacio sino el que sabe encontrar las palabras
certeras para que se lo crea el lector.
Por eso, en sus memorias, el aventurero
devenido en escritor nos sigue mintiendo acerca de su supuesta vida llena de
riesgos, pero también desnuda su realidad de escribiente con poca paga: “Sentí
primero la necesidad de escribir para dar deshago al tumulto de impresiones que
había coleccionado durante mi vida peligrosa. Pero después, la necesidad moral
se convirtió en necesidad material, en la triste necesidad material de cambiar
por pan las páginas escritas.”
Pocos escritores como Emilio Salgari han dado
cuenta con tanto dramatismo la miserable explotación de los editores. Porque si
bien su obra es vastísima, no obstante, él se considera “un galeote de la
pluma”: “Ya ustedes, nos dice, pueden pensar; tres mil míseras liras anuales
era mi estipendio, y tenía que trabajar indefectiblemente día y noche para
ganar aquella cifra, porque mi contrato me obligaba a entregar tres volúmenes
al año”.
Toda escritura es ficción, y Salgari es, en
definitiva, su mejor personaje. Un hombre que, ya vencido, a los cuarenta y ocho años, después de haber
escrito incontables novelas sobre héroes que sirvieran para templar el sentido
viril de los jóvenes italianos, después de haber fumado miles de cigarrillos
mientras su pluma se deslizaba por las cuartillas sobre una mesa con la pata
coja, apremiado por el editor que no le admite descansos, se va a un bosque en
las afueras de Turín y se hace el harakiri, al estilo samurái. Y todo se acaba.
Antes, en sus memorias, el 24 de abril de 1911, escribe a sus hijos
anticipándoles el final. “Trunco mi existencia rompiendo la pluma”. Anticipa su
muerte con el convencimiento de que le ha dado a la patria sus novelas. ¿Qué
más puede dar un hombre al mundo que su imaginación?
1 comentario:
Realmente te felicito, de corazón, el blog que es creado y mantenido en el tiempo: es una joya!!!
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Julio César Melchior
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