Mi padre llevaba siempre en la guantera de su Citröen un atlas de Firestone con la red caminera argentina, publicado en el 68, y en su tapa, un sello que daba cuenta de que el obsequio de dicha publicación, se debía a la estación de Servicio YPF de Capiet, en la que él cargaba nafta con una fidelidad inquebrantable. No era un gran viajero mi padre, apenas si recorría la misma ruta de la provincia cuando iba a La Plata a visitarnos a mi hermana y a mí y sí, mucho, los alrededores del pueblo. Pero ese atlas era como una promesa del mundo que podría recorrer si se hubiese animado. Me gustaba, en los viajes, cuando lo acompañaba, recorrer las páginas en las que el mapa de la República Argentina aparecía parcelado y daba cuenta de rutas, caminos, vías del ferrocarril, y detenerme en las recomendaciones para el eventual conductor: Cómo deben viajar los niños, cómo colocar el vehículo en la banquina, cómo adelantarse a una vehículo, una tabla de presiones y cargas de las cubiertas y las señales del camino.
Un mapa es como un anticipo de las prometedoras aventuras por vivir.
A partir de un mapa Robert Louis Stevenson escribió su más famosa historia de piratas, “La isla del tesoro”. En un ensayo sobre la escritura de esta novela, nos cuenta que su obra comenzó con un mapa que dibujó para su hijastro en una época de lluvias y tormentas: “En una de esas ocasiones dibujé el mapa de una isla; su forma obligó a mi habilidad a ir más allá de lo habitual, contenía muelles como si fueran sonetos y, sin percibir a lo que estaba destinada, titulé mi realización La isla del Tesoro. (…) mientras me detenía en el mapa empezaron a hacerse visibles entre bosques imaginarios los futuros personajes del libro.
Más adelante agrega: “He dicho que el mapa fue gran parte de la trama. Podría decirse que lo fue todo. Unas pocas reminiscencias de Poe, Defoe y Washington Irving, una copia de Bucaneers de Johnson, el nombre del Cofre del Hombre Muerto tomado de At Last de Kimgsley, algunos datos sobre la navegación en alta mar y el propio mapa con su infinita elocuencia sumaba el total de mis materiales.
En la escuela de mi infancia había una mapoteca, lugar inquietante y misterioso. En la oscuridad de ese salón con los vidrios tapados con pesadas cortinas, vibraban los desiertos de África, los mares del sur, las islas secretas, las planicies doradas, la humedad del Amazonas, y yo, una niña de pueblo, sentía que ahí dentro, enrollado en esos mapas de tela resquebrajada, la tierra hablaba y respiraba invitándome a escapar hacia ella en el tedio de esas mañanas interminables.
No había leído aún “El corazón de las tinieblas” de Joshep Conrad pero hubiera podido escribir como él: "De muchacho tenía yo pasión por los mapas. Hubiera mirado durante horas enteras mapas de América del Sur, de África, de Australia y me hubiera perdido en todas las glorias de la exploración. En aquel entonces había en la tierra muchos espacios en blanco, y cuando yo veía en un mapa uno que pareciera especialmente atractivo (y todos lo parecían), hubiera puesto mi dedo sobre él para decir: Cuando crezca iré allá”.
Cuando mi hijo era pequeño, a los cuatro o cinco años se aficionó a los mapas. Su fiebre por la cartografía lo llevó a calcar cuanto mapa caía en sus manos. Calcó todos los que encontró en los libros de la casa y luego tuve que recurrir a la biblioteca de la escuela para que, con su trazo inseguro al principio, y luego firme y perfecto cuando se adiestró, llenara hojas y hojas de papel de calcar con los mapas de todos los continentes, pintados con fibras de colores. De grande –estoy segura que fue gracias a aquellos mapas- se convirtió en un viajero con mochila al hombro, un guitarra y poca plata.
Muchos escritores dibujaron mapas de los territorios que inventaron. La edición de Emecé de 1965 de la novela “¡Absalón, Absalón!” de Faulkner -que reviso mientras escribo sobre mapas- incluye el mapa que su autor dibujó sobre el territorio que inventó, el condado (ficticio) de Yoknapatawpha En él se consigna la línea de ferrocarril de Juan Sartoris (puesto así, en español), la capital, Jefferson, la colina de los pinos, las tierras de los indios Chickasaw.
También Tolkien dibujó el mapa de la Tierra Media para “El señor de los anillos” y Rider Haggar hizo el suyo cuando escribió “Las minas del rey Salomón. Julio Verne diseñó mapas para explicar el recorrido que sus personaje hacen en “La vuelta al mundo en 80 días”, “Cinco semanas en globo” o “Veinte mil leguas de viaje submarino”.
Todo mapa es un relato que contiene otros en su interior. Los mapas de lugares reales o inventados siguen siendo una invitación a poner en juego los resortes de nuestra imaginación.
1 comentario:
hola , eso de los mapas siempre me llamo mucho la atencion , en los libros de historia no podia creèr que habian personas que trabajaban viajando durante años y tratando de pintar el mundo , de tener una idea de como es sobre donde estan parados , tratando de decifrar bajos sus creencias si habia algun acertijo , pero no lograron decifrar mucho o solo se inventaron cosas xD , bueno el mundo esconde muchos secretos con su gente
saludos!!!
pd: te invito a seguir mi blog , suerte!! www.eldeadroom.blogspot.com
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