De los estantes de mi biblioteca cuelgan
varios muñecos. Entre ellos una marioneta que hizo mi hijo cuando tenía diez
años, una especie de gaucho como los que dibujaba Molina Campos con bigote manubrio y boina negra y un Pinocho
comprado en Italia que me recuerda que pronto se convertirá en niño.
Los
muñecos y artefactos afines como autómatas, marionetas y androides habitan en
muchos de los libros de mi biblioteca. Desde la antigüedad hemos inventado esos seres que se parecen a
nosotros para no sentirnos tan solos.
Así lo
pensó el filósofo René Descartes, que en 1860, construyó un autómata con la
apariencia de su hija y lo llamó “mon fill Francine”
. Era
una muñeca de porcelana, de manos finas y largos dedos, que tocaba el piano y
se desplazaba por sí sola. Dicen que el filósofo se había aficionado tanto a ella que la llevó
en un viaje a Holanda, escondida en un cofre para evitar suspicacias.
El capitán del barco moría de la
curiosidad por saber qué guardaba Descartes en el cofre y, en un descuido del
filósofo, entró en el camarote. Al abrir la caja, la muñeca se incorporó y echó
a andar. El horror se apoderó del capitán y, en un instintivo arrebato, la tiró
por la borda.
La muñeca flotó un instante y luego se
hundió en las profundidades del mar. Dicen que Descartes, cuyo carácter
irascible se manifestaba en frecuentes ataques de furia, consumó la venganza
tirando al capitán por la borda como este lo había hecho con la muñeca. Pero es
probable que sean habladurías de la historia.
En un relato titulado El
hombre de arena de Hoffman, hay un
personaje cuyo nombre es Nataniel que se enamora de la hija del profesor de
física Spalanzani -una belleza de nombre Olimpia- que posa enigmática en la
ventana y parece escurridiza.
Olimpia le parece a Nataniel especial,
hermosa, sublime. Le habla. Ella solo contesta “Aj, aj”, pero eso basta para
que un romántico construya un mundo y sienta que su pecho se inflama de amor
con fuerza incontenible. No ve -su desbordado sentimiento se lo impide- que “en
sus líneas perfectas sólo se advertía una falta, un ligero arqueamiento del
talle, consecuencia al parecer de un exceso de presión en el corsé. La beldad
se desplazaba con una cierta rigidez que se atribuía a su natural timidez.” Es
que era una autómata, una muñeca que tenía en su interior un complicado
mecanismo.
Los androides fascinaron a los hombres
de los siglos XVIII y XIX. Jacques
Vaucanson se presentaba en las cortes europeas con su autómata flautista que
era capaz de ejecutar melodías barrocas siguiendo con los ojos la partitura o
el pato mecánico, cuatrocientas piezas móviles que lo hacían graznar y comer de
la mano del público. Y Pierre Jaquet-Droz, junto a su hijo, construyó muñecos
capaces de escribir, dibujar o tocar instrumentos.
No es raro,
entonces, que la literatura se pueble de muñecos o seres inventados por
científicos ingeniosos. Un hombre hecho con retazos de cadáveres protagoniza Frankestein, de Mary
Shelley, un niño construido con un trozo de madera es el inolvidable Pinoccio de Carlo
Collodi, una máquina capaz de jugar al ajedrez sin perder jamás, aparece en El jugador de ajedrez de Maezel, de Edgard Allan Poe.
Cristian Andersen coloca en uno de sus cuentos a
un soldadito de plomo que carece de una pierna y que se enamora de una
bailarina y en la película Toys Story los juguetes cobran vida cuando Andy, su
dueño, abandona la habitación.
En El maravilloso Mago de Oz de Frank Baum, su
protagonista. Doroty, es acompañada, entre otros amigos, por un hombre de
hojalata que anda triste porque no tiene corazón y lo necesita para volver a
amar a su chica.
Una de las historias más lindas que se refieren
a muñecos fue protagonizada por Franz Kafka, el célebre escritor checo y
contada por Jordi Sierra i Fabra en su libro Kafka y la muñeca viajera y también por Paul Auster en The Brooklin Follies.
Un año antes de su muerte, Franz Kafka mientras
paseaba por un parque de Berlín,
encontró a una niña que lloraba desconsolada porque había perdido su muñeca. El
escritor intentó calmar a la niña inventando una historia: la muñeca no estaba
perdida, se había ido de viaje y él, que era un cartero de muñecas, tenía una
carta que le daría al día siguiente en el mismo parque. Esa noche, cuenta su
novia Dora Dyament, Kafka bastante afiebrado, escribió esa carta con el mismo
empeño con que escribía las obras que lo hicieron inmortal. Durante tres
semanas entregó puntualmente cartas a la niña narrando las historias
extraordinarias de la muñeca por todas partes del mundo. Sin embargo, nunca
volvió a saberse ni de la niña ni de las
cartas.
Es probable, nos queda imaginar, que las cartas que
escribió Kafka siguen en poder de la muñeca. Porque los muñecos de mi biblioteca
son tan misteriosos como los que, por las noches, se despiertan y juegan sin
control en los cuartos de todos los niños del mundo.
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