Aunque
nos vamos acostumbrándonos a leer en pantallas, a
descargar archivos de libros en los
distintos dispositivos tecnológicos que nos inquietan con sus mensajes, sus
intervenciones, sus posteos, sus luces titilantes, el lugar más seguro para un
lector es su vieja biblioteca.
Sobre
todo porque una biblioteca se va construyendo a lo largo de toda un vida y se
convierte, sin habérnoslo propuesto, en nuestra hoja de ruta, en un desordenado
diario de nuestras vidas. En los estantes de nuestras bibliotecas están cifradas
las circunstancias que nos hicieron elegir esos libros y no otros, los lugares
donde los compramos, la gente que nos rodeaba cuando hicimos esa elección.
Pensar
una biblioteca es pensar en la persona que la fue armando con la idea de
sentirse acompañado y en los personajes que parlotean desde los estantes,
encerrados pero siempre dispuestos.
Y
suelen suceder cosas extrañas en una biblioteca. A veces se ilumina la casa de
Gasby prometiendo noches de champagne y baile. Otras se apagan los faroles de
los pueblos sureños de Faulkner. De tanto en tanto el ojo del axolot de
Cortázar nos mira inquisidor, otras veces, se abre la puerta del ropero del
Hotel Almagro de Piglia para mostrarnos el manso Paraná que discurre en la
prosa de Saer.
Una
biblioteca, la propia, contiene otras bibliotecas literarias. Dentro de la mía
está la de Alonso Quijano, esa que las manos rudas y un poco sucias del cura y del
barbero toquetearon para decidir qué libro se quedaba y cuál se consumía en el
fuego.
En
mi biblioteca está la biblioteca con libros envenenados que imaginó Eco, el
cementerio de libros olvidados de Ruiz Zafón y la exigua de Silvio Astier,
armada con volúmenes robados.
Rodeada
de libros a veces me digo que la vida de un lector es la de sus libros. Los que
conservó, los que perdió, los que regaló.
Del
segundo estante saluda Philip Marlowe y
Walsh empieza a contarme lo que sucedió aquella noche de 1956 cuando dejó de
jugar al ajedrez para complicarse la vida. También Paul Auster empieza a leerme su Diario de
invierno y ya mi biblioteca se llena de voces y de historias.
Borges
pensó a la biblioteca caótica e infinita como el universo. Juarroz escribió que el aire allí es
diferente, que entre los libros se forma un círculo mágico. He sabido de lectores que se perdieron en sus
propias bibliotecas y de otros que se escondieron en ella y ya no quieren
volver.
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