Una
poetisa argentina, Alejandra Pizarnick escribió este poema que tituló La palabra que sana
"Esperando que un mundo sea desenterrado por el
lenguaje, alguien canta el lugar en que se forma el silencio. Luego comprobará
que no porque se muestre furioso existe el mar, ni tampoco el mundo. Por eso cada palabra dice lo que dice y además más y
otra cosa. "
Cuando
Lorena me dijo que estaba escribiendo un libro para contar su experiencia con
el cáncer y me pidió que se lo leyera,
tuve dos reacciones:
La primera fue la de huir,
decirle amablemente que estaba muy ocupada, que necesitaba tiempo para organizar mis clases, que estaba escribiendo
a la vez yo un libro y no podía distraerme.
La segunda fue preguntarme por qué todo aquel que sufre una experiencia límite,
escribe.
Para la primera reacción tenía una justificación: como
a mucha gente, me aterra la palabra cáncer y a veces no puedo ni pronunciarla.
Es una enfermedad que se ha llevado a personas muy queridas. A veces uno cree
en el embrujo de las palabras y entonces recurre a eufemismos. La gente dice,
“la peor enfermedad”, “tenía algo malo”. O simplemente, “tiene eso”.
Lorena con el relato de su experiencia, desde
que recibe la noticia de su enfermedad hasta el momento en que revierte su
dolor y su miedo ocupándose de los demás, nos enseña a que las palabras son
sólo eso. Que somos nosotros los que decidimos qué hacer con ellas.
Por eso las palabras, la
escritura, son tan importantes, porque nos ayudan a objetivar el momento más
difícil de la existencia. La escritura es a la vez, liberadora para quien la
realiza, consuelo para quien la lee.
He pensado en escritos
surgidos de experiencias límites como la que ha vivido Lorena. Pienso en una
chica judía encerrada en un ático con su familia escribiendo en su diario para
no morir de claustrofobia. Esa chica se llamó Ana Frank y su diario le
sobrevivió para enseñarnos a todos las consecuencias de cualquier tipo de
discriminación.
Pienso en un minero chileno
encerrado junto a sus compañeros de la mina que escribe la bitácora de su
encierro para no desesperar. Un libro que aun no conocemos pero que sirvió
porque cuando ya no tenemos nada, nos quedan las palabras.
Pienso en todos los náufragos
que escribieron sus diarios para desafiar a la muerte.
Pienso en un chico llamado
Albert Espinosa que escribió un libro, El
mundo amarillo para contarnos que la
enfermedad le enseñó que morir no es triste, que lo triste es no vivir. Libro
que luego se convirtió en serie de televisión, Pulseras rojas que habla del ganas de de vivir y del afán de
superación de un grupo de jóvenes que están internados en un hospital.
Porque estamos hechos de
relatos, de palabras que nos esperan hasta que las encontramos para decir lo
que a veces ni siquiera tiene forma.
En el libro de Lorena no
está sólo su voz, esa chica que decide luchar contra la enfermedad, hay además,
otras voces, porque cuando alguien cuenta una de experiencia tan difícil como
la que aquí se relata, empiezan a empujar los relatos de otros que han
transitado por situaciones similares.
Voces que Lorena recogió en su blog y que incluyó en su libro para
demostrar que cuando el dolor se comparte duele menos.
Por suerte para mí, no puse
excusas para leer este libro, porque entre otras cosas, descubrí en él las palabras que sanan, que apaciguan, que dan
esperanzas. Me encontré con un libro que trasunta humanidad, que tiende una
mano. Que no da fórmulas para estar mejor como la autoayuda barata, sino que da
afecto y fe en las propias fuerzas del individuo para superar transes tan
difíciles como afrontar una enfermedad cruel y salir fortalecido.
Porque como dice Alejandra
Pizarnick en el poema que leí al comienzo, “siempre alguien canta el lugar
donde se forma el silencio”.
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