Como Cervantes escribe en el prólogo de El Quijote," desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse". Pero sólo surgió del recuerdo de mis prácticas docentes a través de tres décadas en las que estuve enseñando literatura a estudiantes secundarios. Pasen y lean.
Mientras
duren los libros
María Cristina Alonso
“La
lectura ha sido el principal entretenimiento. Mientras duren los libros no hay
que temer!” Lucio V. Mansilla, Diario
de viaje a Oriente.
“El
aula es un lugar de mucho dramatismo. Nunca sabrás lo que les has hecho a, o
qué has hecho por, los cientos que vienen y van. Los ves salir del aula:
soñadores, insulsos, despectivos, maravillados, sonrientes, perplejos. Después
de unos años desarrollas antenas. Sabes cuándo llegaste a ellos, cuándo te los
pusiste en contra. Es química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los
chicos y, mientras quieras seguir siendo profesor no hay escape. No esperes
ayuda de los que han escapado del aula, los superiores. Están ocupados yendo a
almorzar y pensando pensamientos superiores.” Frank Mc Court, El profesor.
1.
Los
rusos y las estufas de kerosene
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-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue
a madrugar - le dije a mi madre una mañana helada de invierno, a las siete,
sentada en la cama y a punto de ponerme las medias. Estaba tan somnolienta que no me encontraba
los pies.
Todavía me faltaba terminar la secundaria y los años de
universidad pero, paradójicamente y contra ese deseo primigenio -desde que me
recibí de profesora en letras y durante treinta y cuatro años- me levanté a la madrugada para ir a mis clases, no emboqué de primera
intención las medias en mis pies y escuché bramar al despertador como un animal
acorralado. Así, desde el principio, supe que, la literatura y las madrugadas
eran dos cosas que nunca se llevarían bien en mi vida.
No obstante, el olor del café con leche aquel día de mi
infancia en que pronuncié la sentencia incumplida, inundaba la casa y yo terminaba de salir de la
cama pensando en que más frío -porque hasta que la estufa de kerosene agarraba
viaje la casa tardaba en calefaccionarse -más frío había pasado Fiedor Dostoievski en
la cárcel de Omsk, en Siberia, experiencia que contaría tiempo después en su libro Recuerdo de la casa de los muertos y que
yo había encontrado en una caja en el galpón, medio roído por las lauchas,
entre muchos otros que resumían la biblioteca de un tío lejano que había muerto
y cuyas escasas pertenencias habían ido a parar a mi casa.
Ese libro y otros autores rusos que leí después
consolaron mis inviernos. Porque yo estuve muchas veces en San Petersburgo,
caminé por la avenida Nevsky con Gogol y sin capote, y vi las cúpulas de San Isaac
desde el canal con las luces de las farolas proyectándose sobre el río
Neva. Seguí recordando ese paisaje
cuando un alumno, muchos años después, me dijo -en una primera hora de la
secundaria, una mañana muy fría y
destemplada- que había leído El jugador de un tirón durante una noche
de insomnio. No era de los más aplicados, pero leía lo que le caía en las manos
y escribía mejor que cualquiera de los que seguían mis clases aplicadamente. Un
alumno que lee a Dostoievski sin que nadie se lo pida es una especie de
felicidad inexplicable para una profesora de Literatura.
Vuelvo a aquella mañana del tiempo de la escuela
secundaria. Mi madre me miró con un poco de lástima y mucha paciencia y me
anudó el cinturón del guardapolvo con un moño primoroso y arrepollado que yo
desataría unos segundos antes de entrar en la escuela. Dos cuadras me separaban
del enorme edificio de la Escuela Normal. Dos cuadras, sólo una chica
privilegiada puede tener la escuela a dos cuadras de su casa. Pues a mí, esa
ventaja, la de llegar muy rápido -por lo tanto levantarme un poco más tarde- no
me gustaba. Yo quería vivir lejos para poder atravesar el pueblo y ver cómo se
desperezaba, cómo era la gente que iba a trabajar, cómo barrían las calles y la
veredas, cómo era el mundo fuera de ese
microcosmos que envuelve a un niño y luego a un adolescente en una especie de
cápsula espacial que siempre está orbitando lejos de la vida.
La vida no era la enorme escalera de granito que llevaba
al segundo piso donde estaba la secundaria, ni las paredes con afiches
coloreados con escenas de próceres en campos de batalla, el rumor de miles de
voces en los recreos y ese timbre taladrante que anunciaba el momento de entrar
a clase.
La vida era el
aroma a pan recién salido del horno de la panadería de la esquina y las
facturas exhibidas en la vidriera, esos sacramentos chorreados con fondant y
las tortas negras con la costra de azúcar dorado. La vida estaba en la casa de
mis vecinos que tenían un mueble donde guardaban celosamente las revistas “Life”
de toda la década del 60 con las de la muerte de Kennedy y Martin Luter King incluidas.
La vida circulaba entre las letras en tinta china que mi padre trazaba sobre
los planos que dibujaba en un tablero junto a la ventana. En la oficina de mi padre
la vida, a veces, tenía el nombre de amigos lejanos o de parientes que
irrumpían después de veinte años de silencio y contaban anécdotas con las que
se reían mucho y a mí me parecían absurdas.
En cambio, la escuela
tenía una mezcla de olores indescifrables. El de unas pastillitas de goma
multicolores que vendían en el kiosco, el de la tiza y el de los sudores de los
recreos. También olía a kerosén, como casi todas las casas de ese tiempo en que
todavía la red de gas no se había extendido en el pueblo, y el portero entraba
en el aula que estaba más fría que la tumba de Drácula con una estufa de velas
a la que, de tanto en tanto, había que darle fuelle para avivar la llama.
Llegaba, entonces, a la escuela en un santiamén para escuchar
Aurora Lo hice durante cuarenta y siete años. Los trece que abarcaron desde el jardín
de infantes, hasta la secundaria, sumados a los treinta y cuatro como
profesora. Casi medio siglo recorriendo esas dos cuadras por las que pasaba el
otoño, castigaba el invierno, despuntaba
la primavera y el sol de comienzos del verano no daba tregua para escuchar el
aria que compuso Héctor Panizza plagada de expresiones tan herméticas como
“azul un ala”, “aurora irradial” o “forma estela al purpurado cuello”. Un
verdadero martirio.
.Breve
recorrido pero lleno de aventuras. Había una vereda, en la primera cuadra, que nadie pisaba porque traía
mala suerte, es decir, pisarla significaba que a uno lo llamaran a dar esa lección que no había
estudiado o que recibiría un reto inesperado. La brujería andaba suelta por ese
entonces y había que conjurarla bajando a la calle.
El itinerario terminaba siempre en el edificio
en el que esperaban los griegos y los romanos, las reglas ortográficas, los
mapas que dibujaban regiones ignotas de Asia y de África, los gorros rojos de
la mazorca, las imágenes de Sarmiento extraídas del “Billiken” y las maestras
con guardapolvos blancos inmaculados. Porque en la escuela de antes, las
maestras se abocaban a almidonar sus guardapolvos casi con el mismo empeño con
el que enseñaban las primeras letras. Sus guardapolvos eran tan tiesos que
crujían cuando ellas doblaban el codo para escribir en el pizarrón.
¿Por qué el tiempo es tan
lento en la infancia? Nunca tuve respuesta para eso, pero lo cierto es que en
la escuela, repitiendo lecciones, la mañana no se terminaba nunca. Una chica
viaja de aula en aula con su portafolio, año tras año como si saltara de un
casillero a otro, en un juego diseñado por un maestro aburrido. ¿El gran Sarmiento,
maestro ejemplar, habría delineado ese juego? Yo lo creía por aquel entonces.
Sarmiento, en su escritorio atestado de libros, mientras presentaba el proyecto
de reforma de la ortografía adoptada más tarde por el gobierno de Chile,
imaginaba miles de niños saltando de casillero en casillero, de un salón a
otro. El que pierde retrocede uno, como en el juego de la Oca.
De salón en salón no
pasaba mucho, eran todos iguales, pero la escuela atesoraba
maravillas increíbles en la opacidad de sus cuartos. Los desnudos cuerpos de
yeso abiertos en el vientre por los que se veían los órganos, el corazón
palpitante de tintura, los sinuosos intestinos, el hígado marrón. Mientras, en
el fondo oscuro de la mapoteca, el esqueleto acechaba con su humor torvo y
áspero en las mañanas de invierno.
Por el intrincado laberinto de pasillos y aulas fui
viajando a través de los libros. Por los
insípidos de lectura con tantos próceres y dibujos de chicos huérfanos y madres
abnegadas, por el Manual Estrada,
cuyas tapas grises desalentaban cualquier entusiasmo, y por los otros, los que
fui traficando con maestras y compañeras, los que fueron construyendo ese
objeto del deseo que es la lectura. En ellos, todo lo humano y lo divino se
concentraba en sus páginas y me hacían temblar de emoción. En la escuela -además
de las batallas por la independencia y las invasiones inglesas- entraba el odio
de Ahab por la ballena blanca, el misterioso capitán Nemo de Verne, las chicas
Marchs de Mujercitas, los liliputienses de Swift y el detestable
Kurtz de El corazón de las tinieblas.
Más allá de las ventanas de las aulas, tras sus vidrios escarchados o
empañados por la lluvia, yo sabía que latía el desierto con sus arenas
resplandecientes o la selva de Quiroga acechaba con sus yararás y sus hombres
malditos por el alcohol. La escuela me dio esas visiones que emanaban de las
páginas de los libros leídos muchas veces a escondidas. Hay un poema de
Stevenson que cita Alberto Manguel, un lector empedernido, en su Historia de
la Lectura, que explica estas antiguas sensaciones que me propiciaban los
libros: “Así era el mundo y yo era el rey:/ Para mí zumbaban las abejas,
volaban para mí las golondrinas”.
De niña era aficionada a los álbumes. Me gustaba armarlos
con fotos o con recortes de revistas, poemas arrancados al suplemento literario
de La Nación o de las revistas de modas que recibía mi madre. A veces pegaba
figuras imaginarias. En una de ellas está la imagen de la Escuela Normal recortándose
en el atardecer sobre un cielo rojizo o palpitando en la noche con su cuerpo de
monstruo marino.
-Cuando sea grande, jamás tendré un trabajo que me
obligue a madrugar- le dije a mi madre aquella vez mientras Akakiy Akakievich
buscaba su capote por las calles de San Petersburgo.
He sido una lectora precoz de los rusos. Encontré la
historia de Akaky Akakievich, de Gogol,
en una antología que estaba en el
mismo cajón donde saqué a Dostoievsky.
Se ve que aquel tío, que había sido un lector, se empeñaba en llevarme de viaje
a San Petersburgo sin proponérselo, porque los viajes de los libros son
insondables. De este modo, el invierno y los autores rusos se asocian
inevitablemente a las primeras lecturas que suplantaron los cuentos infantiles.
El capote,
de Nikolai Gogol, es un cuento inolvidable. Por algo Dostoiesvky escribió
refiriéndose a él: “Todos crecimos bajo el capote de Gogol”.
El cuento relata la historia de Akakiy Akakievich, un
insignificante funcionario de un departamento ministerial del imperio zarista,
cuya tarea era copiar documentos. Humillado por sus compañeros de oficina, su mundo
se constreñía a esa tarea y a una vida
llena de privaciones. Los hechos transcurren en San Petersburgo, a mediados del
siglo XIX, y este dato es fundamental para entender el relato. El frío de esa
zona es lo que da sentido a las penurias de este personaje, puesto que el
conflicto comienza cuando el funcionario descubre que su antiguo capote, casi
una bata, está tan roto que su sastre, Petrovich, ya no puede arreglarlo, y
debe encargar uno nuevo que le costará ochenta rublos. Con enormes privaciones,
conseguirá juntar el dinero para la nueva prenda.
Finalmente, el capote está terminado: “Por fin, Petrovich le trajo el capote. Esto
sucedió..., es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne
en la vida de Akakiy Akakievich”, escribe Gogol.
Fascinado con su capote, acepta ir a una
fiesta que organiza un superior. Será una ocasión para lucir el abrigo. Pero
Akakiy Akakievich no disfruta de la reunión y decide volver a su casa. Hace
frío y las calles están desoladas. Así describe Gogol la noche petersburguesa:
“Pronto se extendieron ante él las calles
desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche.
Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los
faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo
largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma.
Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas,
con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras.
Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una
plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo
y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto.”
Y entonces unos hombres le roban el
capote. La desesperación por la pérdida lo enferma y muere. El cuento no
termina ahí, Akakiy reaparece por las calles de San Petersburgo como fantasma
que se dedica a despojar de su abrigo a los viandantes en busca del que le
robaron.
Leído como una metáfora
del deseo, este cuento nos habla del insignificante Akakiy que logra
apasionarse por algo; su vida en pos de un nuevo capote le devuelve el sentido.
Los libros que leía a hurtadillas de las
tareas escolares eran mi capote. Desde entonces nada me ha alejado del
paraíso de mi biblioteca.
-Cuando sea grande jamás tendré un trabajo que me obligue
a madrugar- me repetí muchas veces mientras arrastraba mi portafolio por las
calles que en invierno me parecía, como a Akakiy
Akakievich, un inmenso y
desolado desierto.
Un día estuve del otro lado del mostrador, dando clases
de Literatura a adolescentes que, a
veces, no se apasionaban con los libros que incluía en el programa. En
ocasiones creí
ver a la niña que fui, sentada en el anteúltimo banco con el pelo enrulado
atado en una cola. De vez en cuando me
miraba. Tenía un libro entre las manos. Intentaba no reparar en ella y culpaba
al cansancio que me hacía ver visiones. Pero ella, juiciosa y atenta, me pedía
cuentas. Y yo, mientras recorría las estrofas
del Martín Fierro o hablaba de la locura
de Don Quijote, empezaba a tener miedo de haberla traicionado.
Tenía cinco años cuando mi padre me llevó de
la mano y me dejó en la puerta del aula de jardín de infantes. Empezaban los
años sesenta y esto que estoy contando se lee con las canciones de Elvis Presley
y más tarde con las de los Beatles de fondo.
En la escuela aprendí a sobrevivir al
aburrimiento. Porque no siempre era repetir las tablas, hacer carteles con las
reglas ortográficas o escribir monografías sobre la cuenca del Amazonas. Hubo
pequeños e imperceptibles milagros. Una profesora inolvidable me regaló la
lectura del primer Cortázar, un compañero de banco me enseñó a reír a
carcajadas y me habló por primera vez de Maiakosvky. Con algunos maestros
desaprendí; con otros, escribí mis primeros cuentos. A los diecisiete me fui
con la cabeza llena de esperanzas y de deseos. Más tarde volví con mi título de
profesora y descubrí que muchas cosas no habían cambiado. No cambió, por ejemplo, la canción Aurora
que se entona en la escuela todas las mañanas, en ese preciso instante de la rosada
aurora que se describe en el
Quijote. A ese cielo rojizo sobre el que la escuela se recorta, me entregué
cuando el cansancio me vencía, cuando el timbre acechaba como un animal marino
que llamaba y llamaba. Y entonces yo no entraba a la escuela de verdad, sino a
la otra, a la ficticia, a la que seguía recorriendo la chica de doce años que
fui. Porque había una escuela dentro de otra cuyos contornos se iban diluyendo
sobre el cielo, en ese preciso instante en que Don Quijote de la Mancha subía a
Rocinante y comenzaba a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.
Justo en ese momento en que el rubicundo Apolo anunciaba la venida de la rosada
aurora, se iniciaban las aventuras. Sin embargo, la escuela se tragaba el
manchego horizonte y, en sus aulas, don Quijote y yo bostezábamos de
aburrimiento. Confirmábamos que la literatura y las madrugadas eran,
definitivamente, dos términos antagónicos.
Obras
mencionadas en este capítulo: El jugador, de
Fiedor Dostoievesky. Moby Dick, de
Herman Melville, Veintemil lenguas de
viaje submarino, de Julio Verne, Mujercitas,
de Luisa May Alcott, Los viajes de
Gulliver, de Jonathan Swift. El
corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Historia de la lectura, de Alberto Manguel, El capote, de Gogol, Martín
Fierro, de José Hernández, El
ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes
Saavedra.
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