(De mi libro Mientras duren los libros)
Suena el timbre del recreo. Es una mañana de cualquier
día de 1981, en cualquiera de las escuelas donde trabajo. Estamos en dictadura
y la literatura, como otras cosas en el país, está rigurosamente vigilada.
Salgo del aula con una bolsa llena de
libros colgada del hombro. Los pasillos se llenan de alumnos, de voces, de
gritos. Paso por delante del despacho de la directora que hace que lee unas
planillas, pero vigila detrás de sus anteojos. Sonrío. Su trabajo es vigilar.
El mío, el de no levantar sospechas. Llevo conmigo a unos tipos impresentables
que no serían de su agrado y que -si los descubriera- serían invitados a
abandonar el establecimiento inmediatamente.
Uno, por ejemplo, es un loco que, de tanto leer libros de
caballería se cree un caballero andante, confunde molinos con gigantes y anda liberando
galeotes. Otro se despierta convertido en insecto con el vientre abombado y
parduzco, moviendo las patas sobre el cobertor. Va también Long John Silver, el
Largo, un marinero aparentemente trabajador y honrado que es, en verdad, un
pirata feroz al que le falta una pierna y lleva un loro posado en su hombro. También
llevo a dos gauchos que se exilian -uno de ellos ha roto la guitarra y tiene dos lagrimones que le ruedan por la
cara- en las tolderías. Hace barra con ellos una mujer adúltera, natural de Tostes, compradora compulsiva que
terminará sus días ingiriendo arsénico en polvo. Y una muchacha suicida que
escribe poemas desesperados y dice “Alejandra, Alejandra/ debajo estoy yo/
Alejandra” y sentencia que “una mirada desde la alcantarilla puede ser una
visión del mundo”. Y, para empeorar las cosas, también estoy con otro tipo que
se la pasa vomitando conejos y es imparable. Yo no sé qué voy a hacer si la
escuela se llena de conejos, que no se culpe a nadie. Pero, por momentos, lo
imagino: conejos saltando sobre la mesa de la sala de profesores, escondiéndose
en los mapas enrollados, saltando sobre los ficheros, saliendo desde dentro del
cajón de la secretaria que pierde los anteojos con la impresión. Y ni hablar si
suelto a los leones que han estado agazapados en la pradera artificial del
cuarto de los niños.
No quiero que la directora me llame. Seguro que me pedirá
que le haga un informe sobre el rendimiento de los alumnos, que pase notas en
huidizos casilleros, que llene una declaración jurada con toda mi carga horaria.
Y yo ando con mi bolsa, de aula en aula, tratando de que el capitán Ahab deje
por un rato su obsesión por la ballena blanca y que los gitanos de Lorca no
griten tan fuerte dentro de la fragua.
A pesar de que siento la mirada helada que me lanza tras
sus anteojos de miope, paso por delante de sus narices con todos esos
indisciplinados que llevo adentro de mi bolsa, que hablan a mis alumnos con el
discurso revulsivo de la literatura.
A veces he
intentado explicárselo cuando me agobia con reuniones de departamento y de
padres. No puedo hacerle entender que, más allá de los programas oficiales y
las recomendaciones pedagógicas, un profesor de literatura es un guía de
lecturas, alguien que da de leer sus textos preferidos, que habla sobre lo que
lee o escribe, que expone ante sus alumnos su biblioteca personal, los
personajes que lo han marcado, las páginas que lo han emocionado.
Soy la suma de los libros que leo y doy de leer, tengo la
armadura de mi biblioteca para soportar los embates de una profesión signada
por las palabras. Con ese caudal me visto para afrontar las incontables horas
de clase, los humores diversos de los alumnos y colegas, ese universo kafkiano
que es una escuela cuyo mejor espacio es el aula de clase cuando todo está por
inventarse.
Ser profesor y además un lector apasionado es complicado.
La rutina de las horas interminables, el cansancio, la voz que se vuelve ronca,
la parva de ejercicios para corregir vuelve a la tarea bastante poco atractiva
para quien solo quiere tirarse a leer todo lo que -sospecha- no tendrá tiempo
de leer en esta vida y ni hablar si además, quiere escribir. Ser escritor y profesor se
vuelve complicado.
El poeta chileno Nicanor Parra se queja de la profesión
en su poema titulado Autobiografía.
Es profesor en un liceo oscuro, su pobreza lo lleva a vestir como un fraile
mendicante. Pierde la voz y la vista dando clases cuarenta horas semanales, “Para
ganar un pan imperdonable/ Duro como la cara del burgués/ Y con olor y con
sabor a sangre.”
Parra, nacido en 1914 perteneciente a una familia de
miembros vinculados a la música y al arte popular, hermano de Violeta, la que
escribió ese bello poema, “Volver a los diecisiete”, es -además de poeta-
profesor de física y matemática, tarea que ejerció en Chillán, en el Liceo de hombres y en
Santiago mientras leía a Walt Whitman y comenzaba a gestar la antipoesía. “¿Qué
es la poesía?”, se pregunta un uno de sus poemas. Y se responde: “Vida en
palabras/ Un enigma que se niega a ser descifrado/ Por los profesores/ Un poco
de verdad y una aspirina/ Antipoesía eres tú”. Y en Canciones rusas, escrito entre los años 1964- 1967, nos conmina en su poema titulado “Test”: “Subraye la frase que considera correcta./ Qué es la
antipoesía: Un temporal en una taza de té?/ Una mancha de nieve en una roca?
Es un poeta reconocido, recibió el Premio Nacional de
Literatura de Chile y el Premio Cervantes, entre otros, de tal manera que las
cuarenta horas semanales de clase le permitieron, además, escribir una obra completamente original.
Parra, con su obra, trascendió la
vanguardia, se convirtió en antipoeta, artista visual, ecologista, creador de
antidicursos y realizador de Artefactos, poemas visuales para los
que utilizó objetos de consumo y los resignificó con una frase. Por ejemplo,
una cruz con una leyenda: “Voy & vuelvo” o una zapatilla con la
inscripción: “Mensaje en una zapatilla: levántate y anda”. Hizo antipoesía en
las célebres bandejas de pastelitos, en una serie que tituló “Trabajos
prácticos”. Las bandejitas descartables sirven de soporte, en un caso, para que
un suicida escriba una carta y se despida: “Chao, no soporto la música
ambiental”.
¿Qué diría mi directora si encontrara uno de los
“Artefactos”, de Nicanor Parra, en mi bolsa de libros? Ay, Cristina, qué cosa
rara son los escritores.
Lo cierto es que la literatura exige del profesor, y aún
más si es un escritor, que plantee a sus alumnos las cuestiones del tiempo que
le toca vivir. Porque la literatura no es inocente, y se despliega en múltiples
interpretaciones.
Una clase de Literatura no es más que un entramado de
voces que pugnan por interpretar las distintas maneras en que los hombres
cuentan el mundo en que viven. Voces que se sublevan frente a las injusticias o
que pasean su melancolía por las páginas de un cuento o de un poema.
Entre mis primeros trabajos tuve que dar clases en una
escuela técnica. Cuarto de técnicos mecánicos. Eran todos varones, yo muy joven.
El director me acompañó para presentarme.
Los chicos me miraron. Treinta pares de ojos posados sobre
mí con desconfianza.
El director dijo mi nombre y les contó que yo iba a llevar
la clase de Literatura.
-Sé- dijo confidente- que la Literatura no les sirve para
nada, ustedes van a ser técnicos. Pero esta materia está en el programa y
tienen que aprobarla.
Y me dejó con la tiza y el pizarrón lleno de fórmulas de
la materia anterior.
-¿Saben para qué sirve la literatura? – pregunté con voz
quebrada.
Se hizo silencio. Una tiza voló por los aires. La mayoría
de los chicos bajó la cabeza. Uno se rió y emitió un sonido parecido al de un
pájaro. Desde el fondo, un chico de cara alargada y llena de granos le tiró una
munición de papel al compañero con una cerbatana. Si ellos no contestaban, yo
tenía que dar la respuesta. Pero no pude. En ese tiempo había que seguir el
programa oficial, Literatura hispanoamericana y argentina. Comenzar con el Inca
Garcilaso y sus Comentarios Reales.
Sé algunas cosas que aprendí a lo largo de mi larga carrera como profesora de
secundaria, una de ellas es que no hay nada más aburrido que leer al Inca
describiendo las maravillas de su raza extinguida.
Como había
comenzado con unas clases ya empezadas por la profesora saliente, los Comentarios estaban sobre el pupitre de
algunos alumnos. Yo había preparado la clase, había escogido el capítulo. Comencé a leer “El templo del sol”. El Inca
seguramente entretenía en su tiempo, pero no a mis flamantes alumnos de un
cuarto año de técnicos mecánicos. Me empeñé con dos páginas pero, la clase estalló en carcajadas cuando el que
estaba sentado en el fondo del salón, vaya a saber por qué pirueta que
intentaba hacer, se desparramó en el piso.
En ese momento pensé que el director tenía razón, la literatura del Inca
Garcilaso no les iba a servir para nada. Así que busqué en mi bolsa de libros
que llevaba por las dudas y, cuando volvieron a hacer silencio les dije:
-Vamos a empezar por las instrucciones- les mostré Historias de cronopios y de famas de Julio
Cortázar y luego lo abrí en la parte del “Manual de instrucciones”.
Los miré uno por uno, sobre todo al que se había caído de
la silla y ahora estaba acomodándose la camisa que se le había escapado del
pantalón.
-¿Podrías explicarnos cómo hiciste para caerte de la
silla?- le pregunté.
El chico bajó la cabeza. El resto de la clase milagrosamente
hizo silencio. Seguramente esperaban el reto al que estaban acostumbrados. En
la escuela siempre pasan dos cosas, te explican y te retan. Pero yo no tenía
ganas. Demasiado habían gritado y
perseguido y eliminado a nuestra generación y no había estudiado para policía
sino para enseñar.
-Lo que te pido es que expliques, paso a paso, cómo
hiciste para caerte de la silla, una especie de instrucción para alumnos que
quieran imitarte.
Porque Julio Cortázar me había dado la gran idea. En Historias de Cronopios escribe instrucciones para cosas tan comunes
como subir una escalera o dar cuerda a un reloj. Un libro que nos propone mirar
con ojos nuevos las cosas de todos los días. Deconstruir los gestos que hacemos
a diario y que ni siquiera pensamos, esa es la propuesta de Cortázar y la que
le hice a mi alumno, sólo que él no estaba preparado, porque el Inca Garcilaso
y las crónicas de Hernán Cortés no preparan para eso. Les leí las “Instrucciones
para subir una escalera” y después les pedí que escribieran instrucciones para
lo que quisieran. Salieron muchos textos sorprendentes y otros anodinos. A uno
se le ocurrió escribir instrucciones para realizar machetes para copiarse en
los exámenes, otros pensaron cómo encender la luz o abrir persianas. El que se
había tirado de la silla escribió una serie de instrucciones para molestar a
los profesores, y la clase terminó en algarabía.
Después volví al programa oficial y nos aburrimos todo el
resto del año. Me había recibido hacía poco tiempo y aún no estaba preparada
para plantear innovaciones. No eran
tiempos propicios porque el mismo Cortázar estaba en la lista negra de los
escritores censurados.
Tampoco volvimos a tener la visita del director que no
había leído un libro en su vida y no podía saber que, a partir de sus palabras
de desautorización, la literatura se convirtió en una manera nueva de mirar el
mundo, capaz de desatar una tormenta en
una taza de té.
Obras
mencionadas en este capítulo:
El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. La isla del tesoro, de Robert Louis
Stevenson. Martín Fierro, de José
Hernández. Madame Bovary, de
Flaubert. Poemas, de Alejandra
Pizarnick. No se culpe a nadie, de
Julio Cortázar. “La pradera”, de El
hombre ilustrado, de Ray Bradbury. Moby Dick, de Melville. “Romance de la
luna luna”, de Romancero Gitano, de Federico García Lorca. Poemas y antipoemas,, Artefactos, de Nicanor Parra. Comentarios
reales, de Inca Garcilaso de la Vega. Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar.
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