Un conejo
en los cuadernos de Hawthorne
Por
María Cristina Alonso
“Si papá no escribiera, ¡qué bien la pasaríamos todos!”, recordó
Julián Hawthrone que había dicho su hermana Una. Ese papá que escribía era nada menos que el
autor de la novela La letra escarlata, cuya primera edición -que había salido en
1850- se agotó en diez días y de muchos cuentos, como “Wakefield” que, un siglo después, conmovió a Borges y lo llevó a
decir que en él encontró “sabor a Kafka”.
Ilustración de Beatrix
Potter
Cuando no escribía
sus obras memorables, Nathaniel Hawthrone (Salem, 1804- Plymouth, 1864) llenaba
cuadernos en los que anotaba argumentos de posibles cuentos: “Unos gnomos diminutos viven dentro de un
diente hueco. Uno descubre que el diente fue empastado en oro y lo explotan
como si fuera una mina”. “Un hombre
muere dentro de una chimenea y acaba ahumado, como un trozo de tocino. Podría
mencionarse de paso, al consignar los destinos de los personajes de un cuento”. Llegó a redactar tres volúmenes de diarios que
abarcan los años 1935 a 1852. Hoy los conocemos como Cuadernos norteamericanos
(American Notebooks).
Pero en la casa de
los Hawthorne había otros cuadernos en los que su esposa Sophia y los hijos,
Julián y Una, anotaban rutinas domésticas, dibujos y garabatos.
En 1951 la familia
dejó Salem y se trasladó a Lenox, en el condado de Berkshire, a una granja con
una casa de paredes rojas a la que Hawthorne denominó Taglewood, como una de
sus obras, nombre que perdura hasta la actualidad asociado a un festival de
música. Se instalaron en la casita roja -propiedad de una amiga de su esposa
Sophia- con la intención de encontrar un lugar tranquilo y agreste. Aunque el escritor calificó de horroroso (“Detesto Berkshire con toda mi alma, y vería con placer
que sus montañas fueran
allanadas”) en ese
lugar pasó días felices. Estaba casado con Sophia Peabody que era una mujer inteligente con la
que compartía ideas progresistas sobre la educación de los hijos, jugaba con los niños, cultivaba hortalizas y daba de
comer a las gallinas.
Llevaba
una vida retirada y solo iba a la ciudad a recoger el correo a la Oficina
Postal. Pero en ese aislamiento recibía la visita de quien escribiría la gran
novela americana, nada menos que Herman Melville, con quien entabló una
inspiradora amistad, intercambiaron cartas y hablaron de sus respectivos
trabajos. Melville, que era más joven, veía en Hawthorne a un maestro. Le hablaba
de la ballena que iba creciendo en sus escritos. Según Paul Auster que dedicó un
ensayo a esta amistad, Moby Dick estaba
pensada como una novela de aventuras pero, por influencia de Hawthorne, dio un
giro hasta el punto de convertirse en la más rica novela del siglo XIX. Se la
dedica a su amigo admirado: “En señal
de admiración por su genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne”.
Mientras
tanto, en los cuadernos de Hawthorne se van llenando de sus observaciones sobre
las actividades de sus hijos. « Una dibuja una vaca y dice: “Con una patada
voy a hacer que mueva un pie”. Hay una feliz energía en esta expresión. En su calidad de creadora. Una
se identifica por completo con la vaca, consciente de ejercer plenos podres
sobre cada uno de sus sentimientos» .
« Julián, tras haber recogido el otro día un
puñado de hojas de arce, todas rojas: “Mira papá: un ramillete de fuego” ». Y su hijo nuevamente: “Julián me ha
preguntado si la noche está encerrada en el dormitorio de tía Elizabeth”.
El 26 de
julio de 1851 Sophia Hawthorne se fue de viaje a visitar a sus padres que
vivían en West Newton, en las afueras de Boston, en compañía de sus hijas -Una
y la bebé Rose- y su hermana mayor, Elizabeth Peabody. Dejó a Julián, de cinco
años, al cuidado de su padre en la granja de Lenox hasta el 16 de agosto.
El texto de Hawthrone está compuesto de múltiples instantáneas de
su hijo en esos días en que están solos en la casita roja.
Registra juegos: arrojan piedras al agua, Julián talla escarbadientes con una navaja, juegan a la
guerra con los cardos imaginándose que “son
dragones de
múltiples
cabezas e hidras, y que tenían vástagos tan altos
que
pasaban por gigantes.” Hawthorne arma un bote
que tiene un trozo de periódico por vela, juntos recogen grosellas.
Nada pasa casi en el
relato, pero el paisaje, minuciosamente descripto desfila por el cuaderno de
Hawthorne como un bordado de momentos intrascendentes: se desplazan las pesadas
nubes, discurre el agua en el lago, aparecen las protuberancias azules de las
montañas lejanas, el sol se refleja en el lago. El paisaje va variando por los
efectos de la luz.
Julián reflexiona sobre lo que ve y su padre lo anota: “Entre otras cosas, durante la recolección
de grosellas, estuvo especulando sobre los arco iris, y me preguntó por qué no
los llamaban arcos de sol (sun-bows) o arcos de lluvia solar (sun-rain-bows).
Después me explicó que la cuerda de su arco estaba hecha de hilos de araña, y
que esa era la razón por la que no podíamos verla.
De a
ratos lo oía recitar poemas, con énfasis y buena entonación. Jamás se enfurece
ni desanima, y ciertamente es tan feliz como largo es el día”.
El padre
amoroso y paciente con su hijo deja, por momentos, escapar comentarios irónicos
propios de quien no está acostumbrado a que caiga todo el peso del cuidado del
niño sobre sus hombros.
“Julian se divirtió mucho hoy con mi navaja, que por tener
el filo
de una azada le di para que se pusiera a tallar. Así que
hizo lo
que él llamó un bote, y manifestó su intención de hacer
escarbadientes
para su madre, para él, para Una y para mí.
Cubrió
dos veces el piso del tocador con virutas, y encontró en
eso un
entrenamiento tan inagotable que pienso que compensaría con creces la pérdida
de uno o dos de sus dedos”.
También el Conejito del título tiene un espacio en las anotaciones
de Hawthorne. Si al principio no parece interesar mucho al niño puesto que solo
come y duerme: “A primera
vista es más bien imponente y aristocrático;- dice de él- pero al examinarlo más de cerca aparece
vagamente risible. Julián ahora le presta muy poca atención, y deja que sea
yo quien le junte sus hierbas; de otra forma, la pobre bestia
moriría de hambre. Me siento profundamente tentado por El
Maligno a asesinarlo a escondidas, y deseo con todo mi corazón que la señora
Peters pueda por fin ahogarlo”.
Pero
páginas más adelante, Conejito aparece
de mejor aspecto, sobre todo cuando sale afuera de la casa y se sobresalta con
el más mínimo ruido, oportunidad que aprovecha para saltar al regazo de Julián.
Se intranquiliza en espacios abiertos. Sobre el final de las anotaciones, nos
enteramos que Conejito aparece muerto.
“Conejito parece estar
intranquilo en los espacios abiertos y soleados; y su primer impulso es buscar
la sombra -la sombra de una mata de arbustos, o la de Julian, o la mía-. Da la
impresión de sentirse en grave peligro -él, un personaje tan importante- en el
jardín abierto, y aprovecha toda oportunidad para saltar al regazo de Julian”.
Los días pasados juntos
quedaron para siempre en los cuadernos del escritor norteamericano. Mucho
tiempo después, Julián recordará en su libro Nathaniel Hawthorne and his wife
los días idílicos pasados junto a su padre, aunque admite que, para un hombre
de mediados de siglo XIX, la tarea debería haber resultado bastante pesada.
Nathaniel y Sofía fueron
influidos por las ideas trascendentalistas profesadas por Emerson y Thoreau, y
la educación que propiciaron para sus hijos no fue para nada ortodoxa, en un
tiempo en que la severidad y los castigos físicos eran moneda corriente. Ambos
creían que se educaba teniendo infinita paciencia, mucha ternura y magnanimidad. Esas ideas emanan de Veinte días con Julián y
Conejito: mucha paciencia y comprensión. Hawthorne refrena su ira
cuando el niño lo saca de quicio, aunque en general se muestra tolerante y
afable y se alegra de ver feliz a su hijo “¡Disfruta
tanto de esta libertad!”, escribe. Y casi al final, cuando la nostalgia por
su esposa Sophia lo embarga: “Permítaseme
decir claramente, por una vez que es un niño dulce y encantador, y que se
merece todo el cariño que soy capaz de darle. ¡Gracias a Dios por habérmelo
dado! Que te bendiga por ser la mejor esposa y madre del mundo!”
El relato de los veinte días
de camaradería es un libro en sí mismo y fue ignorado por mucho tiempo. Después
de la muerte de su marido Sophía se negó a publicar este relato junto con los
apuntes de los cuadernos: “Hawthrone
jamás habría deseado que se hiciera pública una historia tan íntima y doméstica
como ésa”. Recién vio la luz en 1932.
Stockbridge
Bowl y Shadowbrook Lenox Mass 1902
El paisaje registrado con
sus cambios transporta al lector a esos días lejanos en que un padre y un hijo
escriben la historia de una aventura juntos. Son instantáneas de una vida sencilla,
de cuestiones domésticas que un hombre del silgo XIX difícilmente era proclive
a dejar constancia. Hawthorne oficia de padre y de madre, siente terror cuando
deja de ver a Julián por una hora - “tengo,
sumadas a las mías, todas las inquietudes de su madre”- debe atender una
picadura de abeja, dolores de panza, peinarlo sin mucho éxito y cambiarlo
cuando se hace pis: “…le oí gritar cuando
estaba a cierta distancia detrás de él, y, al acercarme, vi que caminaba
separando las piernas- ¡Pobre hombrecito! Tenía completamente empapado los
calzones”.
En la correspondencia de Sophia y en los
textos de Julián aparece un Hawthrone menos sombrío que el que emana de sus
relatos. Asoma un compañero de juegos
divertido que sube a los árboles, hace de Mago y se deja tapar con hojas
de hierba por sus hijos.
Veinte días de Julián y Conejito es el álbum
de momentos mínimos. Un texto lleno de poesía y ternura, escrito por un hombre
que se obsesionó con el bien y el mal y con la idea de pecado pero que, en sus
cuadernos de trabajo bordó con palabras esos días en los que el sol fue girando
sobre la casa roja, mientras él se instalaba a tiempo completo en el mundo de
su hijo.
Auster,
Paul, Hawthorne en familia, Ensayos completos, Buenos Aires, Planeta, 2013
Schierloh, Eric, HAWTHORNE,
Nathaniel, prólogo a Veinte días con Julián
& Conejito. / Nathaniel Hawthorne. 1ra ed. Buenos Aires: Barba de Abejas,
mayo de 2013.
Berti, Eduardo, prólogo a Cuadernos
nortemaericanos, Bogotá, Norma, 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario