lunes, 9 de agosto de 2021

Una carta para viajar en el sueño

 


por María Cristina Alonso





En su libro La boca del tiempo, Eduardo Galeano  recopila historias que vivió o escuchó. Entre ellas está esta:

 EL PADRE

Vera faltó a la escuela. Se quedó todo el día encerrada en casa. Al anochecer, escribió una carta a su padre. El padre de Vera estaba muy enfermo, en el hospital. Ella escribió:


—Te digo que te quieras, que te cuides, que te protejas, que te mimes, que te sientas, que te ames, que te disfrutes. Te digo que te quiero, te cuido, te protejo, te mimo, te siento, te amo, te disfruto.


Héctor Carnevale duró unos días más. Después, con la carta de su hija bajo la almohada, se fue en el sueño.”
[1] Eduardo Galeano

Eduardo Galeano escribe una breve, minúscula historia  de despedida. Es la de un padre enfermo que se marcha y de una niña, su hija, que le escribe para que viaje  protegido. Ese padre, Héctor Carnevale fue un poeta fugaz, que murió demasiado joven pero que alcanzó a publicar un libro de poemas luminoso: el alimento y los ojos.  El mismo Galeano escribe en la contratapa: “En este poema, la flecha/ es el blanco. Del hambre/ de luz, nacen estos fulgores. / Ellos atraviesan el/ basural de la tierra/ y la noche del cielo y / ardiendo van en busca/ de lo que son:/ la ciega mirada que nos/ perdona, la muda palabra/ que nos comprende.”

   




Publicado en 1993 el alimento y los ojos apenas pudo ser disfrutado por su autor. Héctor Carnevale murió joven. Había nacido en Bragado, provincia de Buenos Aires, en 1952 y había estudiado antropología. Estaba vinculado familiarmente a través de su mujer con el escritor uruguayo.



En el alimento y los ojos las imágenes están trabajadas con los elementos del sueño, con esa fina sustancia del mundo que el poeta sabía que iba a dejar: “He caído en tu jardín/ soy una piedra/ yo/ carne del tiempo”, escribe en el inicio. El libro está estructurado como un largo poema dividido en tres partes que son la desgarrada invocación a un dios de un hombre que siente que la vida se le va y tiene que encontrarle a eso un sentido.

Tamara Kamenszain, en su libro de ensayos La edad de la poesía, dice -refiriéndose a varios poetas que escribieron sobre el final de sus días- que “la poesía es lo más parecido a una autobiografía porque no hay una manera humana de abandonar la primera persona gramatical, aunque se ensayen otras… Escribir en verso, entonces, supone escribir en forma de diario: extremando en cada escansión, en cada suspensión del sentido, en cada parálisis narrativa, lo que se está por terminar”.[2]

 

Es así que como Héctor inicia en primera persona un diálogo con un dios que parece lejano, ofreciéndole lo que el poeta cree tener como único bagaje: “Prueba de mí/  tú, /divina digestión del universo”. El dios al que el poeta habla está muy lejos de la realidad de los hombres. “Suena tan lejos tu música blanca/ y aquí sonido negro cerca del estómago”. Porque la poesía también sirve para dar al hombre la dimensión de su finitud: “Oh, qué pequeño soy”,  reconoce.

En el inicio de ese viaje que el poeta se apresta a realizar ofrenda “esta delicada luz de mi cuerpo de niño/ que ha soñado/ ser/ alimento de los ángeles”. Toda la primera parte es una larga interrogación sobre el dolor humano, el basural del mundo, el tiempo que apresura la muerte. Y si el corazón de dios es alimento, éste a veces se encuentra negado a los hombres: ¿Por qué tan abajo enterrado tu corazón?”, se pregunta. La búsqueda es una travesía, a veces en las tinieblas, donde la Palabra no se encuentra: “Aquí dejo los ojos que me has dado, Señor, / ¡Acéptame la ofrenda!”

Si en la primera parte de este libro el poeta se llena de preguntas, en la segunda, titulada “las ofrendas” éstas continúan “qué has visto en mi carne?” pero aparece la certeza de que hay un lugar en donde todo recupera su sentido: “Sé que todo lo que falta/ tiene su lugar./ Sé que el cielo es/ la completud que busco.”

Por eso el hambre del poeta se sacia con las palabras, ellas son su alimento: “Deja una hogaza en cada estrella// ¡Qué la luna sea tu pan, Señor!”

En la tercera parte el poeta halla la respuesta. Una vez que ha entregado su cuerpo, que ha buscado inútilmente la explicación a los misterios del mundo y a los de su propia e insignificante humanidad, está listo para escuchar el verbo divino que no es otra cosa que el espejo de su propia voz. Por algo Isidoro Blaistein dice, citando a Shakespeare, que “los poetas son los espías de Dios y que Dios es una luz imprecisa que los poeta ven sin enceguecerse, sin entornar los ojos mientras los boquiabiertos tropiezan en la oscuridad.”[3]

En el poema de Héctor Carnevale, Dios habla para devolver al poeta el material con el que construye sus versos. “No tengas miedos -le dice- Yo no hablo con la lengua dulce y extranjera del hombre. / Yo soy la única posibilidad de entender/ Soy la Palabra”.

Es en el poema que este hombre enfermo busca   alguna mínima respuesta. Poesía como alimento, como consuelo, mirador para ver lo que otros no ven, para apreciar la luz y la oscuridad, y para añorar lo que se pierde. Como en los versos de Héctor Viel Temperley, otro poeta que escribió bajo la experiencia de la enfermedad y la cercanía de la muerte, en Hospital Británico: “Es mi parte de tierra la que llora por los ciruelos que ha perdido.

Para un poeta que busca en las palabras magias y fulgores para entrar en lo desconocido, la carta de su hija Vera, como cuenta Eduardo Galeano, debe haber sido el mejor vehículo  para viajar en el sueño.

 


 



[1] Galeano, Eduardo, La boca del tiempo,  Buenos Aires , Catálogos, 2004

[2]  Kamenszain, Tamara, La Edad de la poesía, Beatriz Vitervo Editora, 1996

 

[3] Blaisten, Isidoro. Anticonferencias, Buenos Aires, EMECE, 1983.

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