martes, 6 de mayo de 2008

Perramus


Sobre el tablero de dibujo de mi hijo estaba tal cual yo lo había imaginado colgado del perchero. Era el viejo Perramus comido por lluvias del siglo pasado, el mismo que mi padre trajinaba en sus idas al campo a entablar misteriosos diálogos con la naturaleza. Pero lo extraño, lo verdaderamente extraño era que yo había intentado dibujar sin éxito en mis clases de pintura un perchero con un Perramus colgado de uno de sus ganchos, con las mangas conservando aún la forma de los brazos, una prenda suspendida en el aire esperando al cuerpo que lo contendría. Lo había intentado, pero como yo pinto sin ninguna pretensión, sólo por el placer de estar dos horas por semana en el taller de Mónica buscando formas que acaso ya he encontrado con las palabras, abandoné la idea de esa imagen, y mi cuadro se quedó sin el Perramus y sin el perchero.
En casa de mi hijo, sin embargo, estaba el dibujo que yo había pensado. “Dibujás lo que yo tengo en la cabeza”, le dije. Ahí estaba en presencia de eso tan extraordinario, que él pudiera –sin saberlo porque no vivimos juntos- darle forma a mis imágenes deseadas.
Sin embargo los Perramus tienen que ver con nuestras vidas. Mi hijo tiene un Perramus color tiza conseguido en una feria americana y a una cuadra de su casa hay un Outlet de la casa Perramus, la de los tradicionales impermeables, que fundó en 1927 Marcos Meischenguiser y en cuya vidriera se exhibe el libro de Juan Sasturain, la maravillosa historieta ilustrada por Alberto Breccia que en 1985 apareció en la revista Fierro. Era la historia de un tipo que había perdido la memoria y adoptaba el nombre de la etiqueta de su impermeable. Llegaba a una ciudad que desconocía gobernada por los Mariscales cuyas caras cadavéricas contribuían a crear un clima de misterio y oscuridad. En esa ciudad había una organización de resistencia que pretendía combatirlos, la Triple V y Borges estaba al servicio de la revolución.
Sigo pensando que una vez más, en esa frontera porosa entre la ficción y la realidad, las imágenes soñadas o pensadas, juegan a pasarse de uno a otro lado, van y vienen con esa impunidad que le otorga la imaginación.

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