Mi abuela era una sevillana que llegó a la Argentina en 1910. Su padre era el maestro de la aldea, una minúscula población de campesinos que cuidaban cabras en la montaña. Iniciaba en las primeras letras y en las operaciones matemáticas fundamentales sólo a los varones con la absoluta convicción de que las mujeres servían únicamente para criar hijos, hacer la comida y cargar la leña para mantener encendido el fuego. A mi abuela, no obstante, le inquietaban las palabras y quiso desesperadamente aprender a leer. Las clases se dictaban en el granero, al atardecer, cuando los hombres regresaban de sus tareas en la montaña. Mi abuela se escondía detrás de la puerta y atisbaba las clases mirando las letras que el padre escribía con carbón sobre un pizarrón improvisado.
Recreemos la escena. Afuera caía la nieve o se deslizaba la lluvia por el techo del cobertizo, pero en el interior, más allá del sudor de esos hombres que todavía apestaban a cabras y a leche recién ordeñada, las palabras que se iban formando sugerían formas, texturas, objetos que se podían pensar sin estar presentes. Y si se juntaban esas palabras sueltas que los hombres dibujaban sobre pequeñas tablas, podían armarse infinitas historias. La abuela debe haber descubierto, a los diez años, que todo el mundo estaba encerrado en el lenguaje y que las cosas existían cuando podían ser nombradas.
Así, en esas clases que ella espiaba, desde las rendijas de la puerta o los agujeros del granero, mi abuela se iniciaba en el trabajo del lenguaje. Dice Barthes “Leer es encontrar sentidos, y encontrar sentidos es designarlos, pero estos sentidos designados son llevados hacia otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designados de nuevo: designo, nombre, renombro: así pasa el texto: es una nominación en devenir, una aproximación incansable, un trabajo metonímico.” [1]
Pero, sin saberlo, mi abuela, en el granero, además de encontrar un resquicio en la amurallada autoridad paterna, una brecha en el mandato masculino de permanecer analfabeta, también se sometía al servilismo de la lengua. Porque si, como - dice Barthes- no puede haber libertad sino fuera del lenguaje porque este no tiene exterior, es una puerta cerrada, ella, en esas palabras aprendidas, no hacía más que arrastrar los significados estereotipados del signo que siempre es repetición. Es decir, lengua al servicio del poder. Aunque, para el semiólogo francés, es la literatura la trampa que le hacemos al lenguaje. El poder liberador de la literatura radica, precisamente en el trabajo que ésta hace sobre la lengua.
Y entonces mi abuela aprendió a leer, y con ese mínimo saber se vino a América. A lo largo de su vida leyó un único libro, un texto de oraciones que repasaba ya casi de memoria, y que según ella, contenía las únicas palabras que le interesaban, las que repetía cuando ya era una anciana perdida en recuerdos de la lejana aldea, sentada en una silla de paja junto al brasero.
Leer, para mi abuela, fue el gran desafío al designio paterno, un gesto de rebeldía. Porque quien puede descifrar los signos puede empezar a comprender el mundo, puede apoderarse de un saber que libera de la esclavitud y de la ignorancia.
[1] Barthes, Roland: S/Z. Trad. de Nicolás Rosa. México, Siglo XXI, 1986.
Recreemos la escena. Afuera caía la nieve o se deslizaba la lluvia por el techo del cobertizo, pero en el interior, más allá del sudor de esos hombres que todavía apestaban a cabras y a leche recién ordeñada, las palabras que se iban formando sugerían formas, texturas, objetos que se podían pensar sin estar presentes. Y si se juntaban esas palabras sueltas que los hombres dibujaban sobre pequeñas tablas, podían armarse infinitas historias. La abuela debe haber descubierto, a los diez años, que todo el mundo estaba encerrado en el lenguaje y que las cosas existían cuando podían ser nombradas.
Así, en esas clases que ella espiaba, desde las rendijas de la puerta o los agujeros del granero, mi abuela se iniciaba en el trabajo del lenguaje. Dice Barthes “Leer es encontrar sentidos, y encontrar sentidos es designarlos, pero estos sentidos designados son llevados hacia otros nombres; los nombres se llaman, se reúnen y su agrupación exige ser designados de nuevo: designo, nombre, renombro: así pasa el texto: es una nominación en devenir, una aproximación incansable, un trabajo metonímico.” [1]
Pero, sin saberlo, mi abuela, en el granero, además de encontrar un resquicio en la amurallada autoridad paterna, una brecha en el mandato masculino de permanecer analfabeta, también se sometía al servilismo de la lengua. Porque si, como - dice Barthes- no puede haber libertad sino fuera del lenguaje porque este no tiene exterior, es una puerta cerrada, ella, en esas palabras aprendidas, no hacía más que arrastrar los significados estereotipados del signo que siempre es repetición. Es decir, lengua al servicio del poder. Aunque, para el semiólogo francés, es la literatura la trampa que le hacemos al lenguaje. El poder liberador de la literatura radica, precisamente en el trabajo que ésta hace sobre la lengua.
Y entonces mi abuela aprendió a leer, y con ese mínimo saber se vino a América. A lo largo de su vida leyó un único libro, un texto de oraciones que repasaba ya casi de memoria, y que según ella, contenía las únicas palabras que le interesaban, las que repetía cuando ya era una anciana perdida en recuerdos de la lejana aldea, sentada en una silla de paja junto al brasero.
Leer, para mi abuela, fue el gran desafío al designio paterno, un gesto de rebeldía. Porque quien puede descifrar los signos puede empezar a comprender el mundo, puede apoderarse de un saber que libera de la esclavitud y de la ignorancia.
[1] Barthes, Roland: S/Z. Trad. de Nicolás Rosa. México, Siglo XXI, 1986.
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