lunes, 22 de junio de 2009

Hablando de espejos


No hay nada más cruel y a la vez más fascinante que un espejo. Quien no haya sentido su acechanza desde la cómoda de un cuarto o desde un comedor penumbroso no puede entender todos los interrogantes que esa superficie plateada genera en quien se para frente a él. Si en el cuento de Blancanieves, la madrastra interrogaba una y otra vez al espejo para que le dijera que ella era la más hermosa, acaso nosotros, como en el cuento de los hermanos Grimm, debemos interrogarlo para encontrar nuestra identidad..
Hay cierta crueldad en los espejos –nadie como ellos nos muestran el paso del tiempo- pero también, si sabemos ver, nos podemos dejar llevar por su magia. El espejo puede transportarnos a otros mundos -inciertos mundos- y descubrir en ellos las puertas de acceso a otras realidades.
Nadie como Borges sabía de espejos. Para él, los espejos como la cópula eran abominables porque duplicaban las cosas. Imagina el poeta que el espejo puede ser el reverso de La moneda de hierro, y su magia radica en que en la sombra de otros buscamos nuestra sombra. Borges se pregunta en este poema por qué un hombre precisa que una mujer lo quiera. Y en ellos encuentra la respuesta: todos en el amor necesitamos vernos reflejados.
Sería inconcebible un mundo sin espejos, sin su fuerza atractiva y misteriosa. Compañeros inseparables de los hombres, ya en la Biblia se los menciona. Los primeros eran de simple latón o de bronce como los que usaron los egipcios, los griegos y los romanos hasta llegar a los magníficos espejos venecianos que empezaron a fabricarse hacia el 1300.
Habitantes de una realidad intangible, los hombres los hemos poblado de fascinación o tristeza. Porque hay hasta espejos que lloran. Lo dice Pascual Contursi en un tango de 1917, Mi noche triste. En él hay un cuarto abandonado, y todos los objetos aparecen desconsolados por la ausencia de la amada. “Calla la guitarra, la catrera se pone cabrera y la luz de la lámpara no alumbra”. Y ahí está el espejo vacío, tan vacío como el corazón del amante desechado.
En un simple espejo de agua, un día Naciso se enamoró de su propia imagen e incapaz de apartarse, se arrojó a las aguas. El agua corre y lleva nuestras imágenes reflejadas mientras recordamos al viejo Heráclito que hablaba del fluir de la vida.
Y Lewis Caroll nos hizo, junto a Alicia, pasar a través de un espejo donde se veía otra casa con todos los objetos invertidos. Un espejo que se va ablandando como una gasa y nos lleva a un mundo que se disuelve como una clara bruma plateada. La casa del espejo es otra casa siendo la misma. Si miramos los espejos de nuestras casa también podemos ver ese otro lado de los objetos familiares muestran otra cara.
Y están los espejos de la literatura que duplican al mundo, porque la ficción es un simulacro del espejo. Cada página de novelas y cuentos recrea múltiples realidades.
Mirarse en los espejos es también conocerse, repensar y reordenar la memoria. Un país debe mirarse en los espejos de la historia no sólo para saber cuál es su verdadera cara, sino para no repetir los viejos y conflictivos errores. Bradbury, que nos contó en Fahrenheit 451 cómo sería una humanidad sin libros y sin memoria le hace decir a uno de los personajes que logra escapar de la hostilidad de un mundo de olvido permanente que, para reconstruir la humanidad, es necesario fabricar espejos y mirarse. “Construiremos ante todo una fábrica de espejos, y durante un año no haremos más que espejos, y nos miraremos largamente.”
En los viejos cafetines siempre anda rondando el recuerdo de un país y un amor, dice Homero Expósito. Y en la luna azogada de esos espejos brumosos de tantos bares inciertos, van quedando las imágenes de los que ya no vuelven.

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