Con Marita siempre nos encontramos por casualidad. Tomamos café en algún bar de Buenos Aires o de Bragado porque el azar nos reúne. Marita, que fue mi compañera de escuela primaria, tiene una larga cabellera rubia y lacia que siempre me recordó la de las blondas heroínas de los libros que leímos por aquel entonces. Un pelo de oro como el que imaginaba tenía Heidi o Beth la de Mujercitas. En este nuevo encuentro hablamos de los libros que leíamos cuando teníamos diez u once años. Recordamos las aventuras de Sissi, la emperatriz, una zaga que publicaba la editorial Bruguera y que nos fascinaba. Tenía ilustraciones en forma de historieta que se iban alternando con la historia. El autor de las almibaradas novelas de la princesa de Baviera era Marcel D’ Isard, del que no encuentro ningún dato en Internet.
Hablamos de los libros de los tiempos de enfermedad. Cuando caímos en cama por gripes u otros males, la lectura era el mejor refugio para que las horas de obligado reposo fueran un tiempo productivo. Sin televisor -cuando éramos chicas a nadie se le hubiera ocurrido tener un televisor en el cuarto, los que lo poseían lo entronizaban en la sala y lo encendían por la noche después de la cena- y sin Internet, invento que ni siquiera podríamos haber imaginado en los años sesenta. Porque el futuro para nosotras que leíamos ciencia ficción, estaba plagado de autos que volaban y extraterrestres que recalaban en la tierra, pero ni por asomo, en nuestras mentes y en la de ninguno de los autores que leíamos, aparecía esta maravilla que es comunicarse y encontrar información en una computadora.
Pero teníamos los libros. Marita trae el recuerdo de la colección sobre Sissi, historias dulcificadas que nada tuvieron que ver con la verdadera Sissi, que no sólo sufrió de anorexia y vivió preocupada por su físico, sino que soportó el suicidio de su hijo Rodolfo y murió asesinada con una daga por un anarquista cuando estaba por tomar un vapor que la llevaría a Territet.
Los libros que leímos en la infancia son ese país al que podemos volver a través de sus páginas para encontrar nuestros sueños y deseos de niñas.
Busqué en mi biblioteca. Encontré un ejemplar destartalado, “Sissi en el palacio de las hadas”, con 250 ilustraciones anunciadas en su tapa. Por aquel entonces yo escribía copiando el estilo de D’ Isard, plagado de adjetivos, y los personajes que inventaba eran dulces y silenciosos, se besaban todo el tiempo y la armonía reinaba en el palacio.
Por suerte llegó el desorden de los años setenta y pudimos huir de los estereotipos de esa literatura romántica e idealizada, saltando a otros libros y abandonando a Sissi que se quedó en su palacio, cortando flores y mirándose en los espejos mientras nosotras andábamos, por suerte, en otra cosa.
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