Pronto estrenaremos en Bragado la película sobre Haroldo Conti, Homo viator, de Miguel Mato.
Aquí va un artículo sobre su obra que escribí hace un tiempo:
LOS CAMINOS INVENTADOS DE HAROLDO CONTI
María Cristina Alonso
Insospechadamente, un lugar se funda a partir de la escritura, la realidad no deja de ser apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, da vida, corrige, reinventa.
Los cuentos de Haroldo Conti construyen un espacio escriturario sobre la tranquila y sencilla vida del pueblo en donde pasó su infancia y a donde volvió una y otra vez para arrancarle personajes e historias. Como habría leído en Cesare Pavese, autor que influyó en su modelo de escritura, “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. “
Hacia ese pueblo Conti volvía una y otra vez con su mente, es decir con su escritura que era una forma de reinventarlo. Una manera de escribir para que otros existan que de eso se trata, acaso la literatura. “y entonces vuelvo a golpear otra tecla una y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio”, escribe en Los caminos pensando en sus amigos lejanos. Artificio que el escritor iniciaba en esos “prolijos viajes de la memoria”.
Porque su literatura inicia, desde la memoria, una reconstrucción de un espacio sembrado de objetos, luces y sombras, personajes que viven en la inmediatez del presente pero que pueblan la narrativa de Haroldo que los captaba en sus idas y vueltas al territorio de la infancia. En ese tono siempre evocativo, el paisaje se reinventa, y, cuando uno desanda esos caminos, el eternamente por asfaltar que une Chacabuco con Bragado, cuyo dinero se lo gastaron tres veces distintas administraciones, o se sienta a la sombra del álamo carolina que está en la antigua chacra de Maruca Cirigliano, o visita su casa se encuentra con Haroldo porque como le escribiera a Haydé Lombardi: “allí donde terminan los caminos, allí estoy yo”. Y seguramente viajar hacia esos territorios tiene mucho de encuentro.
La obra de Haroldo Conti está cruzada por los caminos: el que une Chacabuco con Bragado, ese que el tío Agustín atravesaba cada vez que se corría la fondo "Las doce a Bragado", habitado por cuises, liebres y pájaros; el que lleva álamo carolina en el campo de Cirigliano; el que es transitado por el Expreso 25 de Mayo, haciendo escala en Warnes, ese pueblito que lo maravillaba y que describió hasta en sus más mínimos detalles. Y otros caminos que lo llevaban a reencontrarse con los amigos como Paco Urondo, Lirio Rocha o el capitán Alfonso Domínguez o, mucho más lejos, a la Cuba revolucionaria que admiró y en la que recuperó a su leído y admirado Ernest Hemingway. Caminos que lo dejaban en las islas del Delta, donde tenía una casa y de los que habló en Sudeste. Y otros caminos, trazados en la novela Mascaró, el cazador americano, fatigados por el Príncipe Patagón y su loca trouppe circense para encontrar insignificantes pueblos en donde hacer sus fantásticas representaciones. Y acaso un camino final: el que lo llevó el 5 de mayo de 1976 a convertirse en un desaparecido, víctima de la represión desatada por la última dictadura militar.
La escritura, una travesía
La narrativa de Conti se inscribe en una línea costumbrista que viene de Payró y Roberto Arlt, pero que en él adquiere un tono intimista, de morosas descripciones del paisaje, a veces llenas de melancolía. En eso marca una ruptura con las narrativas de Borges y Cortázar que tanto influyeron a sus contemporáneos.
Muchos de sus personajes, que a veces saltan de una obra a otra, luchan por liberarse, por encontrar una senda. Por eso decimos que la obra de Haroldo Conti está como signada por los caminos, por la búsqueda de un destino. En medio de la jaula en la que suele convertirse la vida, el camino ofrece una manera de liberación, de buscar mundo, de huir de lo cotidiano, de la alienación de la vida contemporánea. "Aquí me tiene -dice Oreste, el protagonista de su cuento El último- tumbado a un costado del camino, esperando que pase un camión y me lleve a cualquier parte". Es ese mismo Oreste que en la novela Mascaró, sigue al Príncipe Patagón y a la compañía de un circo buscando también su destino. La vida, entonces, entendida como travesía, como lo explica el capitán del Mañana, el barco que inicia el derrotero: "La vida es una eterna travesía, se erraba desde el nacimiento, ese puertito de luces, tan recogido, tan breve", para después preguntarse: "¿dónde estaba el camino?"
Tal vez porque Conti, que había abrevado en las historias pueblerinas que le contaban sus familiares y amigos, pensaba, como el padre de Todos los veranos, que "su corazón nunca estaba donde estaba el resto del cuerpo". Y por eso era necesario andar, ir y volver, para que, alguna vez, ambos coincidieran.
De Chacabuco y sus alrededores
Para siempre quedarán en la memoria de los lectores esos personajes que Haroldo supo describir en cuentos inspirados en el ambiente pueblerino de Chacabuco o en el camino de tierra que une esa ciudad con Bragado: el tío Agustín (Las doce a Bragado), con el número 14 en la espalda, corriendo la carrera de Fondo las doce a Bragado, corriendo y desistiendo antes de llegar al campo de Cirigliano, pero también ese mismo tío, sentado junto al banco de carpintero, envejeciendo al lado de la sierra y la cardadora; Basilio Argimón, y su empeño por inventar un aparato para convertirse en pájaro y sobrevolar el pueblo y, al fin, estrellarse contra el hotel Unión (Ad astra); el viejo Pampín, el almacenero de Warnes, "un puñado de casitas y tapiales entre los árboles", el mismo que habiéndose olvidado abierta la tapa del sótano que estaba detrás del mostrador, se cayó y hubo que sacarlo con un aparejo; o el loco Seretti, que empezó arreglando los techos para luego quedarse a vivir arriba de ellos (Mi madre andaba en la luz); el maestro Pellice, el cohetero de la zona que, una tarde, se enamoró de la señorita Hayde Lombardi y empezó a escribirle cartas nocturnas que nunca se atrevía a mandar y con las que rellenaba las bombas de estruendo (Perfumada noche); el tío Hipólito y la señorita Adela, atravesando el pueblo para ir a conocer la casa con el jardín y los dos pinos y -junto con ellos- reconocer el olor a tierra mojada que deja el camión regador, ese que tenía un águila de bronce en la tapa del radiador, saltar la acera de ladrillos húmedos, ver a don Italo en la puerta del almacén con el lápiz en la oreja, o al gallego Correa saludar desde el mostrador de la tienda "El mercurio", y hablar del tiempo, de flores, de tulipanes, de espuelas de caballeros, de ciclamen (Los novios).
Cuentos todos en los que nunca pasa nada o muy poco, como en la vida. Lo distintivo de la narrativa de Conti es, precisamente, la construcción de un mundo a partir de una anécdota insignificante, como en Perdido que resume los instantes previos a la salida del tren, en la estación Retiro. Oreste va al encuentro de su tío, que se pone nervioso una hora antes de la partida: "Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban ya estaban pensando en volver". Nada sucede salvo breves diálogos aprendidos en la narrativa de Hemingway: intercambios de noticias, alusiones al paso del tiempo, saludos repetidos y promesas de reencuentros. Pero con esos pocos elementos, se crea un clima, se percibe la inquietud, la desazón que provocaba la gran ciudad.
En otros relatos, no sólo hay un apunte pintoresquista, sino que la mirada se vuelve más descarnada, como en Otra gente: un niño sube al techo a buscar su barrilete que se le ha quedado enganchado en un árbol y, desde allí, descubre un agujero en la chapa que se convierte en un espacio por el que ve a su familia bajo otro aspecto: la tristeza de la madre, las relaciones de la Tere con el peón, la desesperación del padre, el abuelo que, confinado a una silla de ruedas, se levanta para sacar la botella del aparador. Desde ese mirador insospechado, su gente es otra gente, y la existencia mucho más miserable.
Camino de regreso
Haroldo Conti escribió que sus novelas eran testimoniales pero, entre la vida y la literatura, terminaba eligiendo la vida. Quienes lo conocieron cuentan de su interés por los hombres y el mundo y por su sentido de la solidaridad. Fue un hombre que se comprometió con su tiempo y defendió sus ideas. Él creía en el socialismo, admiraba la revolución cubana y sentía que su lugar estaba entre su gente. Sabía que figuraba en las listas negras donde se consignaban los nombres de los intelectuales que iba a arrasar la dictadura. Tenía una invitación para viajar a Ecuador, pero él pensaba que había que resistir hasta que se pudiera.
Su última novela, Mascaró, el cazador americano, marca una coherencia entre su vida y su obra. Allí escribe: "El arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo" y, el Príncipe Patagón, uno de los personajes, sentencia: "El arte es una eterna conspiración. Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano".
En ella, un grupo de vagabundos arman un circo para ir de pueblo en pueblo, es una novela de camino y sus personajes cambian, porque no sólo cambia el paisaje. Cambian ellos. Oreste, ese personaje que viene recorriendo su obra desde otros relatos, termina encarcelado. Lo torturan, le quitan el nombre, le asignan un número -cero- lo degradan, le dicen, "usted no existe". Con cierta lucidez premonitoria, Haroldo contaba, en 1975, su propio destino. El padre Castellani que, después de su desaparición, logró verlo en Coordinación Federal, refirió que lo había encontrado en una celda en tal estado de postración por las torturas, que no pudo conversar con él.
En el cuento La balada del lamo carolina, Haroldo Conti coloca como epígrafe un anónimo japonés: "Ciruelo de mi puerta,/ si no volviese yo,/ la primavera siempre/ volverá . Tú florece. Haroldo nunca regresó, hoy es uno de lo 30.000 desaparecidos que enlutaron nuestra historia reciente. Sin embargo siempre está volviendo en cada uno de sus textos. Su obra recupera la cultura popular, reseña la historia del trabajo, habla de ese mundo de invenciones, testimonia la modificación de las tecnologías en el ámbito rural, traza caminos en un país marcado por las distancias y la desmemoria.
Un antiguo señalador de caminos, que un día se llevó de lo de Maruca Cirigliano, le está marcando a Haroldo el regreso, a él que es el único escritor que tuvo un certificado de náufrago, que escribió guiones para televisión, enseñó latín y navegó por el Delta y que, el día en que se lo llevaron, había terminado un cuento que tituló A la diestra, en el que algunos muertos de Chacabuco y algunos amigos vivos comían un asado organizado por Dios en una parrilla hecha con rejas de portón. Digo el regreso porque un escritor vuelve cuando nuevos lectores recorren sus páginas. La literatura es siempre un camino de vuelta.
Insospechadamente, un lugar se funda a partir de la escritura, la realidad no deja de ser apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, da vida, corrige, reinventa.
Los cuentos de Haroldo Conti construyen un espacio escriturario sobre la tranquila y sencilla vida del pueblo en donde pasó su infancia y a donde volvió una y otra vez para arrancarle personajes e historias. Como habría leído en Cesare Pavese, autor que influyó en su modelo de escritura, “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. “
Hacia ese pueblo Conti volvía una y otra vez con su mente, es decir con su escritura que era una forma de reinventarlo. Una manera de escribir para que otros existan que de eso se trata, acaso la literatura. “y entonces vuelvo a golpear otra tecla una y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio”, escribe en Los caminos pensando en sus amigos lejanos. Artificio que el escritor iniciaba en esos “prolijos viajes de la memoria”.
Porque su literatura inicia, desde la memoria, una reconstrucción de un espacio sembrado de objetos, luces y sombras, personajes que viven en la inmediatez del presente pero que pueblan la narrativa de Haroldo que los captaba en sus idas y vueltas al territorio de la infancia. En ese tono siempre evocativo, el paisaje se reinventa, y, cuando uno desanda esos caminos, el eternamente por asfaltar que une Chacabuco con Bragado, cuyo dinero se lo gastaron tres veces distintas administraciones, o se sienta a la sombra del álamo carolina que está en la antigua chacra de Maruca Cirigliano, o visita su casa se encuentra con Haroldo porque como le escribiera a Haydé Lombardi: “allí donde terminan los caminos, allí estoy yo”. Y seguramente viajar hacia esos territorios tiene mucho de encuentro.
La obra de Haroldo Conti está cruzada por los caminos: el que une Chacabuco con Bragado, ese que el tío Agustín atravesaba cada vez que se corría la fondo "Las doce a Bragado", habitado por cuises, liebres y pájaros; el que lleva álamo carolina en el campo de Cirigliano; el que es transitado por el Expreso 25 de Mayo, haciendo escala en Warnes, ese pueblito que lo maravillaba y que describió hasta en sus más mínimos detalles. Y otros caminos que lo llevaban a reencontrarse con los amigos como Paco Urondo, Lirio Rocha o el capitán Alfonso Domínguez o, mucho más lejos, a la Cuba revolucionaria que admiró y en la que recuperó a su leído y admirado Ernest Hemingway. Caminos que lo dejaban en las islas del Delta, donde tenía una casa y de los que habló en Sudeste. Y otros caminos, trazados en la novela Mascaró, el cazador americano, fatigados por el Príncipe Patagón y su loca trouppe circense para encontrar insignificantes pueblos en donde hacer sus fantásticas representaciones. Y acaso un camino final: el que lo llevó el 5 de mayo de 1976 a convertirse en un desaparecido, víctima de la represión desatada por la última dictadura militar.
La escritura, una travesía
La narrativa de Conti se inscribe en una línea costumbrista que viene de Payró y Roberto Arlt, pero que en él adquiere un tono intimista, de morosas descripciones del paisaje, a veces llenas de melancolía. En eso marca una ruptura con las narrativas de Borges y Cortázar que tanto influyeron a sus contemporáneos.
Muchos de sus personajes, que a veces saltan de una obra a otra, luchan por liberarse, por encontrar una senda. Por eso decimos que la obra de Haroldo Conti está como signada por los caminos, por la búsqueda de un destino. En medio de la jaula en la que suele convertirse la vida, el camino ofrece una manera de liberación, de buscar mundo, de huir de lo cotidiano, de la alienación de la vida contemporánea. "Aquí me tiene -dice Oreste, el protagonista de su cuento El último- tumbado a un costado del camino, esperando que pase un camión y me lleve a cualquier parte". Es ese mismo Oreste que en la novela Mascaró, sigue al Príncipe Patagón y a la compañía de un circo buscando también su destino. La vida, entonces, entendida como travesía, como lo explica el capitán del Mañana, el barco que inicia el derrotero: "La vida es una eterna travesía, se erraba desde el nacimiento, ese puertito de luces, tan recogido, tan breve", para después preguntarse: "¿dónde estaba el camino?"
Tal vez porque Conti, que había abrevado en las historias pueblerinas que le contaban sus familiares y amigos, pensaba, como el padre de Todos los veranos, que "su corazón nunca estaba donde estaba el resto del cuerpo". Y por eso era necesario andar, ir y volver, para que, alguna vez, ambos coincidieran.
De Chacabuco y sus alrededores
Para siempre quedarán en la memoria de los lectores esos personajes que Haroldo supo describir en cuentos inspirados en el ambiente pueblerino de Chacabuco o en el camino de tierra que une esa ciudad con Bragado: el tío Agustín (Las doce a Bragado), con el número 14 en la espalda, corriendo la carrera de Fondo las doce a Bragado, corriendo y desistiendo antes de llegar al campo de Cirigliano, pero también ese mismo tío, sentado junto al banco de carpintero, envejeciendo al lado de la sierra y la cardadora; Basilio Argimón, y su empeño por inventar un aparato para convertirse en pájaro y sobrevolar el pueblo y, al fin, estrellarse contra el hotel Unión (Ad astra); el viejo Pampín, el almacenero de Warnes, "un puñado de casitas y tapiales entre los árboles", el mismo que habiéndose olvidado abierta la tapa del sótano que estaba detrás del mostrador, se cayó y hubo que sacarlo con un aparejo; o el loco Seretti, que empezó arreglando los techos para luego quedarse a vivir arriba de ellos (Mi madre andaba en la luz); el maestro Pellice, el cohetero de la zona que, una tarde, se enamoró de la señorita Hayde Lombardi y empezó a escribirle cartas nocturnas que nunca se atrevía a mandar y con las que rellenaba las bombas de estruendo (Perfumada noche); el tío Hipólito y la señorita Adela, atravesando el pueblo para ir a conocer la casa con el jardín y los dos pinos y -junto con ellos- reconocer el olor a tierra mojada que deja el camión regador, ese que tenía un águila de bronce en la tapa del radiador, saltar la acera de ladrillos húmedos, ver a don Italo en la puerta del almacén con el lápiz en la oreja, o al gallego Correa saludar desde el mostrador de la tienda "El mercurio", y hablar del tiempo, de flores, de tulipanes, de espuelas de caballeros, de ciclamen (Los novios).
Cuentos todos en los que nunca pasa nada o muy poco, como en la vida. Lo distintivo de la narrativa de Conti es, precisamente, la construcción de un mundo a partir de una anécdota insignificante, como en Perdido que resume los instantes previos a la salida del tren, en la estación Retiro. Oreste va al encuentro de su tío, que se pone nervioso una hora antes de la partida: "Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban ya estaban pensando en volver". Nada sucede salvo breves diálogos aprendidos en la narrativa de Hemingway: intercambios de noticias, alusiones al paso del tiempo, saludos repetidos y promesas de reencuentros. Pero con esos pocos elementos, se crea un clima, se percibe la inquietud, la desazón que provocaba la gran ciudad.
En otros relatos, no sólo hay un apunte pintoresquista, sino que la mirada se vuelve más descarnada, como en Otra gente: un niño sube al techo a buscar su barrilete que se le ha quedado enganchado en un árbol y, desde allí, descubre un agujero en la chapa que se convierte en un espacio por el que ve a su familia bajo otro aspecto: la tristeza de la madre, las relaciones de la Tere con el peón, la desesperación del padre, el abuelo que, confinado a una silla de ruedas, se levanta para sacar la botella del aparador. Desde ese mirador insospechado, su gente es otra gente, y la existencia mucho más miserable.
Camino de regreso
Haroldo Conti escribió que sus novelas eran testimoniales pero, entre la vida y la literatura, terminaba eligiendo la vida. Quienes lo conocieron cuentan de su interés por los hombres y el mundo y por su sentido de la solidaridad. Fue un hombre que se comprometió con su tiempo y defendió sus ideas. Él creía en el socialismo, admiraba la revolución cubana y sentía que su lugar estaba entre su gente. Sabía que figuraba en las listas negras donde se consignaban los nombres de los intelectuales que iba a arrasar la dictadura. Tenía una invitación para viajar a Ecuador, pero él pensaba que había que resistir hasta que se pudiera.
Su última novela, Mascaró, el cazador americano, marca una coherencia entre su vida y su obra. Allí escribe: "El arte es la más intensa alegría que el hombre se proporciona a sí mismo" y, el Príncipe Patagón, uno de los personajes, sentencia: "El arte es una eterna conspiración. Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano".
En ella, un grupo de vagabundos arman un circo para ir de pueblo en pueblo, es una novela de camino y sus personajes cambian, porque no sólo cambia el paisaje. Cambian ellos. Oreste, ese personaje que viene recorriendo su obra desde otros relatos, termina encarcelado. Lo torturan, le quitan el nombre, le asignan un número -cero- lo degradan, le dicen, "usted no existe". Con cierta lucidez premonitoria, Haroldo contaba, en 1975, su propio destino. El padre Castellani que, después de su desaparición, logró verlo en Coordinación Federal, refirió que lo había encontrado en una celda en tal estado de postración por las torturas, que no pudo conversar con él.
En el cuento La balada del lamo carolina, Haroldo Conti coloca como epígrafe un anónimo japonés: "Ciruelo de mi puerta,/ si no volviese yo,/ la primavera siempre/ volverá . Tú florece. Haroldo nunca regresó, hoy es uno de lo 30.000 desaparecidos que enlutaron nuestra historia reciente. Sin embargo siempre está volviendo en cada uno de sus textos. Su obra recupera la cultura popular, reseña la historia del trabajo, habla de ese mundo de invenciones, testimonia la modificación de las tecnologías en el ámbito rural, traza caminos en un país marcado por las distancias y la desmemoria.
Un antiguo señalador de caminos, que un día se llevó de lo de Maruca Cirigliano, le está marcando a Haroldo el regreso, a él que es el único escritor que tuvo un certificado de náufrago, que escribió guiones para televisión, enseñó latín y navegó por el Delta y que, el día en que se lo llevaron, había terminado un cuento que tituló A la diestra, en el que algunos muertos de Chacabuco y algunos amigos vivos comían un asado organizado por Dios en una parrilla hecha con rejas de portón. Digo el regreso porque un escritor vuelve cuando nuevos lectores recorren sus páginas. La literatura es siempre un camino de vuelta.
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