Me
llamo María Cristina, nombre que sacó mi padre de una canción del cubano Ñico Saquito
que estaba de moda en los cincuenta y que empezaba así: “María Cristina me
quiere gobernar, y yo le sigo, le sigo la corriente…” y fui anotada un 1 de
enero, día incómodo pero prolijo para celebrar onomásticos.
He andado todos estos
años por los caminos que me han trazado los papeles y los libros.
En
mi casa de infancia había dos tipos de papeles: los de molde en los que mi
madre modista calcaba los modelos de la revista Burda, con explicaciones en
alemán que ella entendía porque era una costurera
avezada, y el vegetal en el que mi padre dibujaba planos de casas, galpones y
silos. Sobre esas dos clases de papel, uno muy suave, el otro de filo cortante calqué
las primeras palabras que nombraban al mundo.
Sobre
esos recortes que quedaban debajo de la mesa de la cocina o bajo el tablero de
dibujo de la oficina, yo escribí las
noches en las que los extraterrestres prometían descender con sus naves
espaciales en el el patio de mi casa, abriéndose paso entre hormigas y
malvones. Todo el mundo parecía haber tenido una experiencia con los seres del
espacio. A mi me lo decía la vecina que leía la revista Así, en la que se mezclaban, en blanco y negro, fotos de
sindicalistas muertos con parejas de ancianos que habían sido abducidos en
medio de la ruta y devueltos con los
órganos duplicados. Bradbury, después, iluminó con sus relatos mis fantasías
extraterrestres
De
los papeles y cuadernos Gloria pasé a los libros que mi hermana leía, en horas
interminables y que dejaba sobre los muebles tal vez para armarme, sin
proponérselo, mi primer itinerario de lecturas. Por ella recorrí los mares con Bouchard el
Corsario, peleando con piratas malayos y desembarcando en Hawai con el impulso
de las tapas amarillas de la colección Robind Hood, a donde también llegaba el
capitán Adam Troy, el de Aventuras en el
paraíso, a bordo de la goleta Tikki, sorteando peligros y mujeres hermosas
en la pantalla en blanco y negro del televisor de los sesenta.
Después
el mundo se volvió latinoamericanamente exuberante. Salté Rayuelas y descubrí
el hielo con Aureliano Buendía, mientras Serrat cantaba a Hernández y el miedo
se colaba por el pasillo de la facultad de Humanidades, a la que se entraba por
el costado de la Universidad y que ya no existe.
Salí
como salimos muchos, con las tripas estrujadas por un tiempo de horrores,
contando los que faltaban.
He
dado clases de Literatura durante más de treinta años, arreando Quijotes y Martín
Fierros para que entraran al aula, dándole
de comer al famélico Lazarillo y leyendo a Alfonsina cuando la lluvia desolaba
ventanas y dejaba oscuro el corazón.
Tengo
un hijo de carne y huesos y varios de papel.
Al
primero le he leído incontables historias cuando la noche abría sus fauces y
mostraba sus garras sobre la pared de la habitación. Juntos nos hicimos amigos
de dragones y osos e hicimos navegar sirenas
y piratas sobre el filo de la almohada. A los otros los dejo que anden por ahí,
en la cabeza de los lectores que encuentren.
Por
mi casa y la pantalla de mi computadora pasan mis amigos y mis lecturas. Leo en
pantallas diversas pero sigo rodeándome de papeles, de libros, de mapas, de
estampas.
Cuando
ando un poco perdida, abro el Atlas Vial
de la República Argentina que mi
padre llevaba en la guantera de su primer Citröen y sigo camino.
2 comentarios:
¡Felicidades Cristina! Tu relato tan preciso y descriptivo enternece.
Querida Cristina: realmente hermoso tu relato autobiográfico. Me llama la atención que tu primer acercamiento a la literatura fue sustancial: a través del papel. ¿Qué les deparará a los futuros niños digitales? No sé y no me preocupa tanto. Los cuentos están ahí, para abrir los ojos de un modo único.
Un abrazo enorme y es un orgullo tener tu amistad.
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