jueves, 1 de enero de 2015

Autobiografía

Me llamo María Cristina, nombre que sacó mi padre de una canción del cubano Ñico Saquito que estaba de moda en los cincuenta y que empezaba así: “María Cristina me quiere gobernar, y yo le sigo, le sigo la corriente…” y fui anotada un 1 de enero, día incómodo pero prolijo para celebrar onomásticos.

He andado todos estos años por los caminos que me han trazado los papeles y los libros.
En mi casa de infancia había dos tipos de papeles: los de molde en los que mi madre modista calcaba los modelos de la revista Burda, con explicaciones en alemán  que ella entendía porque era una costurera avezada, y el vegetal en el que mi padre dibujaba planos de casas, galpones y silos. Sobre esas dos clases de papel, uno muy suave, el otro de filo cortante calqué las primeras palabras que nombraban al mundo.
Sobre esos recortes que quedaban debajo de la mesa de la cocina o bajo el tablero de dibujo de la oficina, yo escribí  las noches en las que los extraterrestres prometían descender con sus naves espaciales en el el patio de mi casa, abriéndose paso entre hormigas y malvones. Todo el mundo parecía haber tenido una experiencia con los seres del espacio. A mi me lo decía la vecina que leía la revista Así, en la que se mezclaban, en blanco y negro, fotos de sindicalistas muertos con parejas de ancianos que habían sido abducidos en medio de la ruta y  devueltos con los órganos duplicados. Bradbury, después, iluminó con sus relatos mis fantasías extraterrestres

De los papeles y cuadernos Gloria pasé a los libros que mi hermana leía, en horas interminables y que dejaba sobre los muebles tal vez para armarme, sin proponérselo, mi primer itinerario de lecturas.  Por ella recorrí los mares con Bouchard el Corsario, peleando con piratas malayos y desembarcando en Hawai con el impulso de las tapas amarillas de la colección Robind Hood, a donde también llegaba el capitán Adam Troy, el de Aventuras en el paraíso, a bordo de la goleta Tikki, sorteando peligros y mujeres hermosas en la pantalla en blanco y negro del televisor de los sesenta.
Después el mundo se volvió latinoamericanamente exuberante. Salté Rayuelas y descubrí el hielo con Aureliano Buendía, mientras Serrat cantaba a Hernández y el miedo se colaba por el pasillo de la facultad de Humanidades, a la que se entraba por el costado de la Universidad y que ya no existe.
Salí como salimos muchos, con las tripas estrujadas por un tiempo de horrores, contando los que faltaban.
He dado clases de Literatura durante más de treinta años, arreando Quijotes y Martín Fierros para que  entraran al aula, dándole de comer al famélico Lazarillo y leyendo a Alfonsina cuando la lluvia desolaba ventanas y dejaba oscuro el corazón.
Tengo un hijo de carne y huesos y varios de papel.
Al primero le he leído incontables historias cuando la noche abría sus fauces y mostraba sus garras sobre la pared de la habitación. Juntos nos hicimos amigos de dragones y  osos e hicimos navegar sirenas y piratas sobre el filo de la almohada. A los otros los dejo que anden por ahí, en la cabeza de los lectores que encuentren.
Por mi casa y la pantalla de mi computadora pasan mis amigos y mis lecturas. Leo en pantallas diversas pero sigo rodeándome de papeles, de libros, de mapas, de estampas.

Cuando ando un poco perdida, abro el Atlas Vial de la República Argentina  que mi padre llevaba en la guantera de su primer Citröen y sigo camino.

2 comentarios:

Unknown dijo...

¡Felicidades Cristina! Tu relato tan preciso y descriptivo enternece.

Hernán Schillagi dijo...

Querida Cristina: realmente hermoso tu relato autobiográfico. Me llama la atención que tu primer acercamiento a la literatura fue sustancial: a través del papel. ¿Qué les deparará a los futuros niños digitales? No sé y no me preocupa tanto. Los cuentos están ahí, para abrir los ojos de un modo único.

Un abrazo enorme y es un orgullo tener tu amistad.