miércoles, 23 de octubre de 2013

Kanaka de Juan Bautista Duizeide El idioma del mar

Kanaka, de Juan Bautista Duizeide es de esas novelas que imponen varias lecturas, que invita a realizar los recorridos propuestos por un narrador que, mientras cuenta, va recuperando los ecos de otros escritores que han unido la navegación al relato. “Anduve mares y palabras. Aprendí que las palabras son como las olas”, dice el protagonista de esta historia. Detrás de esta frase laten las voces de los escritores navegantes del siglo XIX: Roberto Louis Stevenson, Jack London, Joseph Conrad, Herman Melville.
 La historia es contada por un navegante nativo de las Islas de los mares del sur, un kanaka, (así se denominaba a los salvajes de los mares del Sur) un condenado que narra como quien se desliza por el mar, una voz que retrotrae la narración para dar cuenta de su origen y de los motivos por los que lo han confinado a la ignota isla Martín García, a fines del siglo XIX. Alguien que ha sido llamado de múltiples maneras (“Me llamé López a bordo de una cansada fragata en la que se hablaba español, caro selvaggio me decían en una goleta italiana de nombre entrañable”), que habla varias lenguas pero que, por sobre todo conoce el idioma del mar y, como el protagonista de Movy Dick dice, “también a mí podrían llamarme Ishmael.

El mar necesita de un idioma muy preciso, porque necesita exactitud y a veces también velocidad”, dice  el autor de esta nouvelle, Juan Bautista Duizeide en un reportaje que le hiciera Página/12 cuando publicó sus Crónicas con fondo de agua.
Como su autor, el kanaka que relata la historia se ha formado en los barcos –“los barcos como universidades- porque Juan Bautista Duizeide además de un escritor  sutil y periodista ha navegado en toda clase de buques mercantes.
Kanaka es una novela de alguien que antes de partir recupera su pasado y, en ese pasado hay una búsqueda iniciática, la búsqueda del padre, de los orígenes.
Es la historia de un hijo que busca a un padre y de un libro que nace de otro. Duizeide, lector de Melville y de toda la literatura de mar, parte de la primera novela del autor norteamericano, Typee, que narra una experiencia autobiográfica. Cuando joven Melville se embarca en un ballenero, el Acushnet, donde no sólo lo explotan sino que debe soportar a un terrible y sanguinario capitán del barco. En la primera oportunidad que el barco se detiene en una isla para cargar víveres, el futuro escritor deserta, se refugia en la isla de Nuku Hiva, en el archipiélago de las islas Marquesas y convive durante unos meses con una tribu de caníbales: los Typee.  De regreso, Melville escribe esta experiencia en una novela que fue, en vida de su autor, más famosa que Movy Dick. Allí cuenta que tuvo una relación con una nativa a quien dio el nombre de Fayaway. A partir de este relato, Duizeide construye una historia breve e intensa imaginando a un hijo de Melville con la typee. El hijo que de adulto se convierte en navegante.
Nacido en  una isla expoliada por el hombre blanco que rapta mujeres a pesar de la hospitalidad de los nativos o cañoñea sin sentido las costas al paso del barco, el narrador sostiene que, no obstante, no todos los blancos son iguales, que no se trata de ser rojo o gris, porque él se asume como producto del mestizaje. Como Conrad en El  corazón de  las tinieblas, el texto cuestiona la idea de civilización del mundo europeo, cuestiona el concepto que tiene el blanco sobre la barbarie.
“No quiero ser un buen salvaje, soy una salvaje ilustrado”, nos dice el kanaka. Ha matado a un hombre y volvería a hacerlo. “Yo que soy agua”, se define.
Como en el Congo que narra Conrad, en Martín García perviven personajes perdidos en un mundo que nos les pertenece
Desfilan personajes inolvidables como el rudo Chiquito, el capitán de la Casquivana, el Comandante Leguizamón, Príncipe de Martín García, que pasa los días postrado, el indolente doctor Mendy, el afable anarquista Gerardi.
Condenados a la indolencia, los habitantes de la isla deambulan en una geografía hostil, bajo la lluvia. Indígenas prisioneros de tribus masacradas, paraguayos perdedores de una guerra atroz, criollos provenientes de guerras intestinas y, sobre todo, muertos es lo que abunda en la isla: “Todo es un osario. Son esqueletos los cimientos de la isla y su historia se firma con huesos”, señala el kanaka en una rápida descripción del lugar donde ha llegado para cumplir su condena.
Visitada cada tanto por cadáveres y moribundos nada es en la isla, como sostiene otro condenado, el hechicero pampa Raninqueo, real, y prepara un elixir para que el kanaka pueda volver, en sueños, a su tierra. Para un fugitivo como él, condenado al olvido en una isla casi desierta no es el canto de las sirenas. “Para nosotros no cantaron las sirenas. Para nosotros fue y es la tarea de mover el mundo. Y de ella deberemos hacer nuestra luz.”
El  hijo que busca al padre lo encuentra en el agua.  En Manhattan sólo entrevé a un hombre –Melville- que ya ha perdido la gracia del mar.
“Anduve mares y palabras. Aprendí que las palabras son como las olas”, dice Duizeide a través de su personaje, en esta novela marinera de sutil lirismo sobre la desolación de un alma que no encuentra su cauce, que navega sobre la incertidumbre.

Kanaka, Juan Bautista Duizeide, Buenos Aires, Alfaguara, 2004

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jueves, 18 de julio de 2013

Sobre lectores


  Miriam


El universo de los lectores es múltiple, anónimo, inaccesible. ¿Quién lee tu libro, cuándo, cómo, en qué circunstancia? ¿Has escrito alguna palabra, frase, historia que le ha cambiado el día a alguien? ¿En qué biblioteca, de qué casa, de qué ciudad habita un ejemplar de alguno de los libros que escribiste?
¿Algún  lector se habrá identificado con tus personajes? ¿Habrá llorado con alguna de tus páginas? ¿Te habrá odiado, te habrá amado?
Mientras tecleas tu historia en la computadora ese  desocupado lector que se sentará en un sillón de terciopelo verde no existe. No pensás en él. No te preocupa. Te encantaría que Ana Karenina te fuera leyendo en el tren, o que Madame Bovary  amortigüe el tedio de sus días en la provinciana Tostes con alguna de tus páginas, o que Don Quijote  se vuelva loco con ellas. No estaría mal que el coronel Baigorrita las tenga en su toldo como al Facundo de Sarmiento o que Guy Montag, el bombero de Bradbury las salve de las llamas.
Pero por ahora no sabés a ciencia cierta si alguien te lee, o no se te ocurre pensar en ello hasta que Miriam irrumpe en el stand de la editorial Comunicarte en la Feria Infantil y Juvenil de Buenos Aires.
Es  un día raro,  hace calor y el tapado me sobra doblado en el brazo. Buenos Aires en vacaciones de invierno es un lugar insoportable, lleno de gente, de chicos, de autos, de bocinas. Media hora espero el 61 para ir a Pueyrredón y Figueroa Alcorta, a pleno sol, pensando cuán diferente es el tiempo en mi ciudad, donde subo a la bicicleta y estoy en un segundo en cualquier lado. Pero al fin llego. Infierno de payasos, chicos que saltan sobre camas de utilería,  dibujan en paredes y se maquillan con brillantinas. Suenan bandas, canciones infantiles, voces que buscan a chicos que se pierden, mamá comprame a Gaturro, no Gaturro no es una buena lectura, vení a ver este libro de Graciela Cabal, otro chico que se pierde, quiero el libro del Hombre araña, andá y buscá un folleto y después vemos. Uf.
En el stand está la mesita con mi nombre, algunos ejemplares de Pasaje a la frontera, novela juvenil que fue publicada en 2008. La chica que está a cargo del stand es muy amable, me ceba unos mates y me deja ver todos los libros de los estantes. Me gustan las ilustraciones de algunas ediciones preciosas. Nadie compra  mi  libro, ni pide que lo firme. A  veces algún padre pasa, toma el libro, lo da vuelta, me mira, me sonríe como si yo fuera un animal exótico dentro de una jaula y sigue al próximo stand. Pero de pronto aparece Miriam con una sonrisa ancha, feliz de verme, me abraza. Miriam es mi lectora, la conocí en una Feria del libro hace unos años y de tanto en tanto me escribe, me pregunta si he publicado algo nuevo, tiene mis libros con mi firma y lee mi blog. De ella sé que es una maestra de Morón que ama la literatura, que le gusta hablar con autores, respetuosamente, con admiración. Me dice a quemarropa, no creas que soy como Misery, que te ando persiguiendo para que escribas, pero has descuidado tu blog, y todos los días entro pero no encuentro nada nuevo. Tiene razón, hace mucho que no escribo ninguna entrada. No escribo con el rigor que deseo, como si una parte de mí, la de la escritura, se hubiera oxidado y anda necesitando un poco de aceite.
En medio del bullicio de la feria charlamos mucho con Miriam, me cuenta que le pide al marido que la traiga un día a Bragado, aunque sea, dice -y a mí los colores se me suben a las mejillas- para pasar por la escuela donde ella (es decir yo) daba clases.
 Luego se va, tiene un trecho largo hasta su casa. Ha venido exclusivamente desde Morón para hablar conmigo, porque ha visto el anuncio de la feria. Miriam, me crea el compromiso de ponerme a escribir, porque hay una lectora en Morón que espera que yo diga algo, porque lee mis obras con sus alumnos y ese es el premio, una lectora real, con nombre y apellido, que me empuja para vencer al cansancio, a la página en blanco, al desaliento.



miércoles, 1 de mayo de 2013

Libros que marcan caminos.


(Las fotos de Ezequiel)

La abuela de un ex alumno, biólogo y recién instalado en Viena llama a mi puerta blandiendo un pequeño álbum de fotografías, de esos que dan en las casa de revelado. Al principio no entiendo qué es lo que me trae pero me habla de su nieto y antiguo alumno mío en el Colegio Nacional de Bragado del que está orgullosa como lo estamos muchos argentinos porque es uno de los científicos que consiguieron desentrañar el mecanismo que opera en el reloj biológico de plantas e insectos. Un joven científico que ha dado que hablar en el mundo y que ahora está en Viena con una beca para seguir sus investigaciones.

La mujer me dice que Ezequiel, su nieto, quería participarme de una experiencia que había vivido hacía un par de años, que siempre había pensado escribirme pero en un viaje relámpago a su pueblo, me dejaba el testimonio gráfico porque como buen científico, sabía que yo no necesitaba palabras para entender.

La abuela me sigue contando de su nieto que hace poco se ha casado, que ha viajado a Viena con la esposa y la gata y mientras tanto, sigue blandiendo ante mis ojos el álbum cuyas fotos aun no he podido ver. Al fin las deposita en mis manos y yo las voy pasando: la conocida entrada al campo con la leyenda “El trabajo hace libres”, con las letras recortadas en hierro, los barrancones , las alambradas con su púas sobre un cielo sembrado de nubes, la cámara de gas, las torres de vigilancia. En unas pocas fotografías se despliega el horror de Auschwitz y, con apenas una mirada interpreto el mensaje de mi ex alumno que en alguna mañana de su escuela secundaria leyó conmigo el Diario de Ana Frank y hablamos de la Shoá, de los campos de concentración de la Alemania nazi, acaso de los campos de la dictadura cívico militar argentina.
Acostumbrado a desentrañar los misterios de animales y plantas, este doctor en biología molecular no pudo comprender –como nadie puede hacerlo- el horror del nazismo. Se lo ve en una de las fotos con los ojos enrojecidos, a punto de llorar. Su abuela me cuenta que había sido tal el impacto de la visita a ese centro de muerte que jamás podría volver a pisarlo.

Sin duda, las palabras de Ana Frank, escritas en el escondite y leídas muchas décadas después en la clase de Literatura de una escuela pública quedaron grabadas en la memoria y en el corazón de aquel adolescente que muchos años después, ya convertido en un científico reconocido, encaminaron sus pasos a ese museo de la memoria. Ana escribió en las primeras páginas que “el papel es más paciente que los hombres”. Los libros que se leen en la juventud van sedimentado en el interior de ciertos hombres y marcan caminos.

Cuando se fue la abuela de Ezequiel desplegué las fotos sobre la mesa de la cocina. No necesité palabras para componer el mensaje que mi antiguo alumno me enviaba a través del tiempo y la distancia. Un profesor sabe que un libro recorre derroteros indescifrables, que viaja con la gente, que crece con ella y que un día despierta ante los ojos del hombre de treinta años que lo evoca mientras camina por los senderos de Auschwitz, cerca de la ciudad polaca de Oswiecim, junto con otros turistas, ante los ojos de ese adolescente que seguía la lectura del diario de Ana, sentado en la primera fila, una mañana de hace una década, en mi clase de Literatura.

(Ezequiel Petrillo es doctor en Biología Molecular por la Universidad de Buenos Aires y uno de los investigadores que consiguieron desentrañar el mecanismo que opera en el reloj biológico de plantas e insectos)



viernes, 8 de marzo de 2013

Día de la mujer: No son flores lo que las mujeres reclaman

Mujeres.
No son tan frágiles como se las imagina. Les regalan flores, pero ellas tienen ocupadas las manos con hijos, trabajos, ropa para lavar, cuentas por pagar, proyectos que realizar.

Las piropean el día internacional de la mujer, pero ellas quieren escuchar justicia, quieren que no las golpeen, que no las discriminen, que no las aparten de sus hijos, que no las humillen.

Les dicen que son las reinas de la creación, pero después las obligan a tener hijos no deseados, a cobrar salarios de hambre, a rendir examen todo el tiempo.

Sin embargo las mujeres, sin cuarto o con cuarto propio -como sostenía Virginia Wolf a comienzos del siglo XX- han tenido que luchar palmo a palmo su derecho a no ser discriminadas en este mundo que a veces parece hecho sólo para los hombres.

Se confunden los que piensan que el día de la mujer se celebra con las habituales frases hechas que exaltan su fragilidad, su dulzura, su pertenencia al bello sexo. El día de la mujer tiene un origen militante. La fecha conmemora una manifestación femenina reprimida salvajemente, en la ciudad de Nueva York (EE.UU.), el 8 de marzo de 1857. Ese día, cientos de mujeres de una fábrica de textiles habían organizado una marcha en contra de los bajos salarios y las condiciones inhumanas de trabajo.

También en el mismo día, pero 52 años más tarde, Nueva York fue de nuevo testigo de las protestas de miles de mujeres trabajadoras.

A lo largo del siglo XX las mujeres han encabezado protestas de diversa índole y cada nuevo escalón en la consecución de sus derechos ha sido una dura batalla.

En un día como hoy las protagonistas son aquellas que, rompiendo viejos mandatos, se animaron a enfrentar el cerrado orden masculino.

El día de la mujer está cubierto con los pañuelos blancos de las madres que, marchando alrededor de la pirámide de Mayo, arriesgaron sus vidas para clamar por sus hijos desaparecidos. Tiene la perseverancia de las Abuelas, que siguen rastreando a sus nietos veinte años después. Y la voz de esas madres que piden justicia por sus hijos víctimas de la violencia en una sociedad cuya única ley es la de la selva.

El día de la mujer tiene la fuerza de esas otras que escriben o pintan, o estudian en las mezquinas horas que les dejan sus trabajos agobiantes. Y la de ésas, que crían solas a sus hijos cuando los hombres rehuyen sus obligaciones.

Tiene la melodía de aquellas que cantan a contrapelo de la realidad, y de las que -con paciencia- enseñan las primeras letras, y de las que se abren paso, a codazos o como pueden.

El día de la mujer es, además, Alfonsina Storni defendiendo su derecho a ser poeta, madre soltera e independiente; o Sor Juana, la docta, que se consagró a la iglesia para poder dar rienda suelta a sus enormes ansias de saber en tiempos en que sólo había dos lugares para la mujer, la casa y el convento. Y ni aún en el convento la dejaron tranquila con sus libros.

Y es Aurora Dupin, haciéndose llamar George Sand para publicar sus novelas y vistiéndose de hombre para asistir a los cafés parisinos del siglo XIX.

Y también Juana Manuela Gorriti, escritora y patriota, intentando vivir de la literatura no sólo con cuentos fantásticos sino también con libros de recetas de cocina.

Y las otras, las científicas, las sufragistas, las maestras, las políticas que no se corrompen, las que todos los días salen a ganarse el pan. Y también las que padecen la violencia, el hambre, la desnutrición, el analfabetismo, la discriminación.

Las conocidas y las anónimas.

También es mi abuela, aprendiendo -en aquella aldea gallega- a leer y a escribir detrás de una puerta porque su padre, el maestro, sólo impartía las primeras letras a los hombres.

Y es la fidelidad de mi madre, pilar de una casa hasta que le dieron las fuerzas. Y mis amigas y colegas que todos los días pelean por un espacio de libertad, por no ser humilladas, por no reproducir los modelos machistas que aún hoy imperan.

No son flores, entonces, lo que ellas esperan. Ni siquiera que exista un día de la mujer. Esperan un mundo más justo, una esperanza tan desmedida como las batallas que fueron ganando a regañadientes.

viernes, 23 de noviembre de 2012

El hombre del gabán de María Cristina Alonso

(Palabras de la Licenciada Marta Pasut para la presentación de la novela en el Centro Cultural Florencio Constantino)



El hombre del gabán no es una biografía ni una novela histórica. Hay en ella, sí, muchísimas referencias que pueden ser corroboradas en cualquier bibliografía específica. Por la novela desfilan el escritor Miguel de Unamuno; Enrico Carusso; Eduardo Zamacois; el payador Gabino Ezeiza; algunos bragadenses como Ramoncito Ibarra, Pito Blanch, Andrés Barrera, los hermanos Islas, Electo Urquiza… Por sus páginas volvemos a revivir hechos que alguna vez hemos conocido: la inauguración de este teatro, la invención de kinestocopio, las guerras carlistas, las inundaciones de Bragado en el 13…

La trama nos lleva por los lugares que recorrió Constantino. A través de ella despedimos al siglo XIX y entramos al XX, deambulando con el cantante por los teatros de Buenos Aires, Nueva York, Varsovia, Moscú, mientras en nuestros oídos resuenan las notas de La Bohéme, Rigoletto, Tosca, Lucía de Lamermoor…
Pero entre esos lugares rastreables, entre esos nombres y hechos reconocibles, aparecen también Miguelito, Rosa, Pierre, Paco, personajes entrañables inventados por la autora. Ella ha creado el mundo de todos estos seres, y ha ido transitando por sus pensamientos.
Y estas son las licencias que permite la literatura. Porque, en definitiva, no se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo.
A lo largo del proceso de escritura, Cristina Alonso ha buceado por los más diversos mares. A través de ellos fue recorriendo el tiempo en que vivió Florencio Constantino. Cada paso dado le abrió nuevas puertas: tuvo que penetrar por ellas al mundo de los autómatas, a los terrenos de la ópera, al país de los sueños, para llegar también al lugar de la locura.
Y de esa amalgama entre verdades y mentiras, nació El hombre del gabán.
En la página 75, Constantino le pregunta al Dr. Venancio Macías “¿De qué otra manera puede contarse la hazaña de saltar de una trilladora en las pampas argentinas, a la ópera -que es un arte excelso del que disfrutan las clases pudientes-?”
Y esta pregunta es la que también ha de haberse planteado Cristina, con todos los materiales sobre la mesa. La manera que ella elige es contar esta vida desde los momentos finales del tenor, en los desvaríos de la locura. Y -desde ahí- se expande a toda su trayectoria. Coloca a Constantino en el Instituto para enfermos mentales Lavista, en el DF de México, allí, donde el Dr. Macías está escuchando la historia del tenor, porque le interesa esa vida y se plantea, también, cómo contarla.
La autora decide empezar desde atrás y –a través de sucesivos flash back- el lector va recuperando pasajes importantes de la vida del protagonista. Esos saltos hacia atrás están contados por distintas voces: Luisa, la primera mujer; Miguel de Unamuno, la corista Hontabot, Mendizábal, Miguelito…
Y así nosotros, los lectores, vamos configurando ese universo.
Las novelas mienten –es cierto- pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse encubierta, disfrazada de lo que no es.

El mérito de esta novela es revivir a Constantino, sacarlo de un mero dato en una cronología y darle la envergadura de un ser de carne y hueso. De ahí que suframos con su padecimiento y nos hagamos más conscientes de la fragilidad humana y de las veleidades de la fortuna o de la fama.

En esta historia, Constantino tiene un sueño recurrente. Sueña con que el teatro se inunda. El agua anega el subsuelo y las paredes se resquebrajan. Tal vez lo que veía en sus sueños era muy parecido a lo que creó Ernesto Pereyra para esta tapa. El teatro ha sido construido en el barrio de las ranas, no lejos de la laguna, tan a merced de las inundaciones –piensa Constantino muy cerca de su muerte-.
Podríamos decir que esos sueños –de alguna manera- preanunciaban la decrepitud en que cayó el edificio durante algún tiempo.
Pero los años nos han dado la posibilidad de ser testigos de una gran reparación. Hoy estamos presentando una novela sobre el tenor en un Teatro Constantino impensado para Bragado.
Desde algún lugar, este Florencio Constantino que protagoniza la novela y aquél que la ha inspirado han de sentirse totalmente satisfechos.

Yo los invito a que conozcan a este hombre del gabán. A que se sumerjan en estas páginas y se dejen ganar por la ilusión novelesca. Solo así, conociéndolos, los sueños de Constantino seguirán haciéndose realidad.


sábado, 17 de noviembre de 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Del Templo de las Artes en California al Complejo Cultural Florencio Constantino en Bragado

A veces los sueños tardan cien años

En 1918 Florencio Constantino está en California y ya casi se ha retirado de los escenarios. Sus últimos años norteamericanos han sido duros, le han acarreado demandas, juicios, achaques y sinsabores. Pero todavía tiene sueños y algo de dinero para concretar una vieja idea: la creación de una escuela donde se enseñe arte.

El tenor, que todavía conserva su fama, ha tenido siempre la vocación de acercar el arte al pueblo. Él es un hombre del pueblo aunque su voz le haya permitido codearse con reyes, aristócratas e intelectuales. Cree en la necesidad de la formación musical de la niñez para desarrollar talentos, sobre todo de los hijos de las clases más pobres. Acaso recuerde su infancia tan huérfana de estímulos musicales.

En 1918, cuando en Europa finaliza la Gran Guerra y la gripe española viaja en las gargantas de los soldados que han luchado en el frente, el proyecto de Constantino, que dio en llamarse Temple of Arts, está en marcha. Un conservatorio que se convierte en lugar para recitales y conciertos organizados por los profesores de la casa.

Constantino ha equipado el edificio con escenarios y escenografía que incluye decorados varios: jardín, palacio, bosque, salón. El cuerpo docente es selecto. Ha conseguido que Theodore Roberts, un actor de Hollywood que ya tenía una carrera en el cine mudo y el escultor italiano Carlo Romanelli que vive en Los Ángeles desde 1902 se integren al plantel de profesores

Su idea consiste en abarcar todas las artes, por eso la institución cuenta con cuatro departamentos. El de Música cuyo director es el mismo Constantino y en el que se enseña canto, piano, órgano, Contrapunto y Armonía, Orquesta y Banda de música, violín violoncelo y arpa.

Del departamento de danzas es responsable Mme Matildita, el de Lenguas modernas y Literatura, un profesor de apellido Rosado (se enseñaba español, italiano, francés y alemán). El de Bellas Artes queda a cargo del escultor Romanelli que ha tallado la placa de bronce que representa a Madame Cadillac llegando a Detroit en canoa desde Quebec y que se luce en Cadillac Center Station.

El Departamento de teatro, bajo la dirección del Theodore Roberts, actor y estrella de cine, tiene un atractivo acorde con los tiempos que corren. Además del entrenamiento habitual que realiza todo actor para su formación, se anuncian clases de filmación. Los futuros intérpretes viven la experiencia de ser filmados en estudio y en exteriores en los escenarios que Mr Roberts prepara. Luego, los alumnos ven sus propias filmaciones en una pantalla. Un templo de las Artes a tono con el éxito arrollador que tiene el cine mudo, que es la fuente de esparcimiento más importante de los norteamericanos y con la industria cinematográfica que se consolida con la fundación de los primeros estudios grandes en Hollywood, California (Fox, Paramount, y Universal).

En el Templo de las Artes de Constantino muchos alumnos sueñan con ser tan populares como Charles Chaplin, firmar contratos millonarios como lo hace Mary Pickford y salir fotografiados en la revista Photoplay.

El enero de 1918, la revista Pacific Coast Musician asegura que El Temple of Arts reporta un gran número de inscripciones para ser su primer año. La fama de Constantino atrae alumnos del Este y del Oeste de la región. Muchas de las clases que se dictan semanalmente son gratuitas porque Constantino cree en la necesidad de acercar el arte al pueblo y se organizan conciertos a beneficio para los soldados que regresan de la guerra o de la Cruz Roja.

Cuando en 1919 Florencio Constantino muere en México en el sanatorio para enfermos mentales Lavista de Tlalpan, el sueño del Templo de las Artes se derrumba. Cien años después, en aquel teatro que el tenor construyera en su pueblo de los comienzos, Bragado, que ha sufrido a lo largo de los años una suerte adversa y ha estado a punto de ser derrumbado, se reinaugura el Centro Cultural Florencio Constantino.

Un espacio que no sólo contiene la sala destinada a la lírica, sino que alberga otra sala de teatro, un microcine, una sala de conferencias y áreas específicas para ballet, música y pintura, archivo y biblioteca.

A veces los sueños de los hombres tardan cien años en concretarse. El 25 de noviembre, cuando se reinaugure oficialmente el complejo, aquella idea de un Templo de las Artes dedicado al pueblo encontrará su cauce.



lunes, 1 de octubre de 2012

Narrar desde el aula: "El profesor" de Frank McCourt

Frank McCourt se tomó su tiempo para escribir, digamos que esperó a tener más de sesenta años y jubilarse para contar sobre su infancia terrible en Limerick, Irlanda (Las cenizas de Ángela) o sobre su experiencia como docente. ¿Qué estaba haciendo mientras tanto? Dando clases en escuelas secundarias, corrigiendo escritos de sus alumnos adolescentes y postergando la lectura de sus escritores preferidos, esquivando directores y supervisores que no comprendían sus peculiares métodos para enseñar escritura creativa e inglés. Treinta años de carrera docente que McCourt relata en El profesor, para que quienes hemos permanecido en las aulas esa misma cantidad de años nos identifiquemos en muchas de sus apreciaciones.

Porque lo que cuenta este profesor de secundaria son sus vicisitudes e iluminaciones desde adentro del salón. No teoriza, nos acerca las voces de sus alumnos, narra los conflictos que surgen en la tarea docente, nos permite identificarnos con un profesor que duda, que suele sentirse desconcertado en el universo de la clase. Porque sólo quien ha estado en esa situación sabe cómo se siente un profesor en ese micromundo que es un aula llena de adolescentes. “El aula- dice MacCourt- es un lugar de mucho dramatismo. Nunca sabrás qué les has hecho a, o qué has hecho por, los cientos que vienen y van. Los ves salir del aula: soñadores, insulsos, despectivos, maravillados, sonrientes, perplejos. Después de unos años desarrollas antenas. Sabes cuándo llegaste hasta ellos, cuándo te los pusiste en contra. Es química. Es psicología. Es instinto animal. Estás con los chicos y, mientras quieras seguir siendo profesor, no hay escape. No esperes ayuda de los que han escapado del aula, los superiores, Están ocupados yendo a almorzar y pensando pensamientos superiores.”

Por momentos se torna lúcido y cuestiona al sistema educativo en la línea de la película “The wall”: “¿Para qué son las escuelas de todos modos? Pregunto: ¿es tarea del profesor proporcionar carne de cañón para el complejo militar-industrial? ¿Estamos formando paquetes para la línea de montaje corporativo?

Frank McCourt enseñó Inglés y Escritura creativa durante treinta años en escuelas secundarias de Nueva York. Fue invisible para el mundo de la literatura hasta que, ya jubilado, con 66 años, se convirtió en best seller y ganó el premio Pulitzer.

Su dura infancia en Irlanda le dio material para este y otros libros y para convertirse, según sus propias palabras, en una novedad geriátrica.

En El profesor explica por qué tardó tanto en escribir y publicar. “Estaba enseñando. Cuando das cinco clases por día, cinco días a la semana en una escuela secundaria, no te inclinas por volver a casa, despejar tu cabeza y labrar una prosa inmortal”