sábado, 22 de marzo de 2008

DISCURSOS DE LA MEMORIA


Frente a la conmemoración de otro aniversario del golpe militar es necesario reflexionar sobre cómo circularon los discursos sobre la represión en todos estos años después de recuperada la democracia y cómo la literatura fue reflejándolos acaso en un principio tímidamente para después aparecer en textos que hoy son emblemáticos. También de qué manera se fueron incorporando esos discursos en la educación pública, cómo la escuela fue haciendo un desvío y soslayando el tema porque también ella era parte de una sociedad que se negaba a trabajar con la memoria.
Digamos que, hasta la derogación de las leyes de obediencia debida y de punto final, la institución escolar fue esquivando la revisión del pasado porque a la sociedad le costó revisar ese período negro de nuestra historia. No así la literatura que -antes y después- se hizo cargo de ficcionalizar el horror.
Con respecto al silencio, recordemos lo que refiere Tzvetan Todorov en su artículo “Frente al límite” sobre un sueño recurrente que tenía Primo Levi en Auschwitz. Levi rehacía regularmente la misma pesadilla: libre del campo, volvía a su casa y hacía un relato detallado de sus infortunios. Pero, de repente, se daba cuenta de que ninguno de los asistentes lo escuchaba, que hablaban entre ellos, que ni siquiera se percataban de su existencia; más aún se levantaban y se iban sin decir palabra. Este sueño volvía después de su liberación, y Levi descubrió que estaba lejos de ser el único en haberlo tenido, que otros sobrevivientes se lo contaban en forma parecida. Dice Todorov que este sueño contiene gran parte de verdad. En el momento en el que los campos existían, los relatos acerca de ellos no faltaban en los países neutrales o adversarios a Hitler. Sin embargo uno se resistía a creerlos, pues de prestarle atención, se obligaba a repensar radicalmente su propia vida. Hay penas, dice Todorov, que uno prefiere ignorar.
Paul Ricoeur y otros filósofos hablan del trabajo de la memoria y también del “deber de la memoria” en el sentido de que el deber de recordar debería estar complementado por el trabajo científico, por el trabajo del historiador. Porque la memoria -y especialmente cada aniversario del golpe militar más sangriento de nuestra historia- es una construcción, un replanteo incesante que la sociedad y la escuela deben hacer para que los jóvenes encuentren un real significado a la violencia vivida en nuestro país que todavía es presente y no historia cerrada. Ciertos mecanismos autoritarios no han sido aún desarticulados y la sociedad tiene -a pesar del tiempo transcurrido- en carne viva dolores como la desaparición, la muerte, la tortura, el robo de bebés que aún siguen intactos.
Hasta hace muy poco no era tan fácil instalar estos temas en las aulas, muchos docentes sentían que eran cuestiones que no les correspondían abordar o simplemente les eran indiferentes. No todos, por supuesto. Otros, a pesar del vacío, hicieron y hacen su trabajo.
En una sociedad que ha visto como desde el poder se quemaban o censuraban los libros –baste pensar en los libros del centro Editor de América Latina, consumidos por el fuego, o en los libros y revistas que por esas épocas debimos hacer desaparecer para preservar nuestras vidas- aún quedan secuelas de miedo y silencio.
Suelo comenzar mis clases de Lengua y Literatura dándoles a mis alumnos a leer un artículo de Pérez Reverte que salió publicado en el suplemento del diario Clarín, en 1996. Se titula Vida y Muerte de los libros. En él, el autor español parte de un hecho desgarrador que presenció como corresponsal de guerra en Bosnia Herzegovina, el incendio de la Biblioteca de Sarajevo que guardaba libros fundamentales, patrimonios invalorables de la humanidad. A partir de ese hecho puntual, Reverte reflexiona sobre el significado que ha tenido en nuestra cultura la destrucción de libros, desde la antigüedad hasta nuestros días en los que se nos impone una cultura descartable. Porque para este escritor, matar un libro es asesinar el alma del hombre, su memoria y su inteligencia.
Ya lo había dicho Heine, palabras que se actualizaron en 1933 cuando el ministro de Hitler, Goebels, mandó a los estudiantes de la universidad a quemar libros de autores “pornógrafos” en la plaza de Berlín: “Allí donde se queman libros también se quemarán hombres”, sentenció. Y así fue, como también ocurrió en nuestro país donde no sólo se arrasó con una generación que ya no está sino que también se creó un vacío cultural que aún hoy nos cuesta remontar.
Sobre los textos de los escritores desaparecidos aún se escribe la historia de aquellos años terribles: Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Paco Urondo, Héctor Oesterheld, por citar a los más conocidos, escribieron textos que anticiparon o relataron los años crueles, a los que debe sumarse los escritos del exilio como los de Héctor Tizón, Osvaldo Soriano, Osvaldo Bayer y el mismo Julio Cortázar, que fueron armando el discurso de la resistencia.
Pero la literatura que se fue escribiendo para dar cuenta de la dictadura no tuvo, en su momento, la circulación que hoy posee. Pensemos en un texto ineludible y lúcido como La carta abierta a la junta militar de Rodolfo Walsh escrita con una claridad meridiana a un año del golpe, que circuló clandestinamente pero que era desconocida por la mayoría; en los autores que se dejaron de leer como Haroldo Conti, que implicó no sólo su desaparición física sino también su ausencia en las librerías y en los textos escolares; o los relatos que tenían un mensaje cifrado como Respiración artificial de Piglia, que hablaba en clave sobre la desaparición y la censura.
Hoy, se rescatan nuevamente a poetas como Paco Urondo o aparecen en los programas escolares El Eternauta, una historieta de Oesterheld, otro desaparecido que, escrita en 1957 narraba un Buenos Aires invadido como ocurrió después. Es decir que, si a partir de las conmemoraciones que se sucedieron cumplidos los 30 años del golpe, la sociedad empieza a legitimar el tema porque también la justicia está revisando el pasado a partir de nuevos juicios, los discursos de la memoria vuelven a estar vigentes es porque como sociedad hemos crecido.
Entonces me parece que en la sobreabundancia de información, en esta nueva etapa no hay que correr el riesgo de fosilizar la memoria y convertirla en un tema al que se va vaciando de significado. Debemos pensar que aprender con la memoria no es sólo recitar palabras clisés sino estar atentos a las circunstancias cotidianas, sociales y políticas para que aquellos hechos ocurridos durante la dictadura militar no vuelvan a suceder.
La memoria es un trabajo de años, se marca por la coherencia de compromisos tomados aún en los tiempos en que el discurso oficial proponía leyes de obediencia debida y punto final.
He aquí el quid de la cuestión. Los primeros que tenemos que aprender sobre cómo reivindicar la democracia, promover la solidaridad social, transmitir la memoria del horror, conocer la verdad, detectar los resabios autoritarios que aún quedan después de 32 años en la instituciones, somos los escritores, los docentes, los artistas que, con nuestro trabajo, podremos contribuir a construir una sociedad tolerante de las diferencias y respetuosa de esa generación que tuvo ideales que fueron cercenados por el terrorismo de Estado.
Haroldo Conti en el prólogo de Mascaró habla del permanente regreso de los que se fueron pero que quedan en nuestra memoria:
"Ahora, a diferencia de esas otras veces, no he quedado triste y vacío porque Mascaró sigue vivo y me demanda nuevos caminos. Siento, eso sí, la breve tristeza de despedirme de él para que comience a compartir su camino con otras gentes.
Aquí estamos, pues, a un costado de ese camino diciendo los adioses y estrechando su firme mano. Pero yo sé que volverá. Yo sé que volverás, compadre. Por eso te digo hasta siempre. No te olvides de mí, ni de mi compañera, los que tanto te amamos. Volvé pronto para que podamos seguir viviendo y amando, oscuro jinete, dulce cazador de hombres. Mascaró, alias Joselito, Bembé, alias la Vida.”

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